- Julio.
Un descubrimiento sorprendentemente
lerdo: que hasta una cámara de fotos tan infumable como la mía
puede hacer vídeos (todavía más infumables). Gracias a ello, sigo
mojando pan en la salsa de un plato de rabo de buey, mientras
nuestras bicis alquiladas nos esperan fuera sin miedo, como caballos
en Fort Bravo. Sigo tumbada sobre la hierba de un parque, con el culo
destrozado, después de todo la gloriosa mañana de reencuentro con
los pedales. Seguimos todavía al perrito que nos adoptó en aquella
excursión donde aprendí a reconocer y a aceptar mi aprensión a
perderme en el bosque. Sigo deletreando cada brizna de hierba y cada
flor de cuneta, cada sombra de roble, cada poste de cada valla junto
a cada camino, como si fuera una cineasta pasada de vanidad
intelectual. Seguimos diciendo por la carretera que no nos queremos
ir de Asturias. Seguimos allí todavía.
(Aquí venía una de mis oscarizables vídeos, pero me descubrí una arruga esperando mientras se cargaba)
- Agosto.
Amo aquella otra carretera. No, no llega
a tanto. Amo aquella pista forestal baqueteada. La amo de día,
engalanada con los bosques más bonitos de Cádiz. Y ahora sé que la
amo de noche, menos presumida, menos fiable, menos bienintencionada.
El firme está lleno de baches, es cierto, pero si alguna vez vuelvo
a conducir mi coche por allí, ya nunca más se escucharán mis
juramentos. De allí, aunque al principio no lo pudiera creer, se
sale. El truco consiste en no prestarle atención a los baches por
venir, y a los kilómetros que todavía nos quedan hasta que
lleguemos a casa. En querer que la pista dure un poco más, porque
tus amigos te están preguntando sobre algo a lo que estás dedicando
lo mejor de ti, y tú estás respondiendo con un entusiasmo que hasta
entonces siempre fue discreto. Ese momento en que la aventura de la
pista oscura y la aventura de la escritura se trenzan, en un día en
el que además hubo playa de Bolonia, y bocadillos debajo de la
sombrilla, fue el corazón de un verano.
- Septiembre.
La playa tiene un carácter voluble. Es
recóndita a las ocho de la mañana. Altanera a las doce. Tierna
cuando por la tarde las sombras de las palmeras se alargan tanto que
parece que van a ensartarte. Tan temprano, en ese día en el que,
negándonos la preciosa rutina de nuestros desayunos, bajamos a ver
cómo amanecía, me sentí afortunada de andar acompañada. A
mediodía me enamoré de mí misma sola, de la república
independiente de mi toalla, de mi libro con las juntas llenas de
arena, de mis pasos en trance hasta la orilla. Y por la tarde, bueno,
estar en la playa a esa hora, cuando ya sólo quedamos unos pocos, es
como pertenecer a una cofradía que no necesita ritos ni palabras.
- Octubre.
Entonces vino el desgarro, y las ganas un
poco frívolas y abstractas de aventura se convirtieron en un
doloroso dilema. La vocación de huir se hizo más fuerte que nunca.
Quise coger un tren hasta un lugar silencioso y lleno de árboles en
el que pudiera escribir, pensar, escribir, decidir, y luchar por lo
que quería que fuera mi vida. Y me quedé, porque nunca volveré a
querer una vida que se asiente sobre la huida. Me quedé porque me
emocionó el reto de crecer, y la sensación de que mi fuerza estaba
siendo probada, igual que cuando me empeño en cargar bolsas de la
compra muy llenas. Me vi, por resumir groseramente, decidiendo entre
la independencia y la generosidad. Hasta que me di cuenta de que
entre ambos polos hay un montón de soluciones intermedias, y de que
el fatalismo, además de inútil, es muy poco creativo.
- Noviembre.
Y luego viene el trabajo, trabajo,
trabajo de poner en orden, no ya mi mente, sino mis valores. Una día
en que trabajamos de tarde, Jose y yo bajamos después del desayuno a
sentarnos en un banco del Paseo del Salón. Él lee su libro, yo me
olvido por una vez de los transeúntes, y consigo escribir las
respuestas a unas preguntas que tenía pendientes. Me he traído los
bolis de colores, y parezco una colegiala. Escribo rápido, excitada,
como cuando me sabía de pe a pa los ejercicios de un examen, y
pensaba que no me iba a dar tiempo a demostrarlo. Puede que con el
paso de los días, este esquema que quiero convertir en un mapa de
vida se me olvide. Pero entonces, cuando vuelva a confundirme, podré
abrir mi libreta, y encontrar de nuevo las pistas. Volveré a verme
plantándole cara a la soledad, y mandando al destierro a mi
pasividad proverbial. Esa mañana regreso a casa con las mejillas
calientes de sol, y la reconfortante sensación de tener los deberes
hechos.
- DiciembreEncontrar las tres únicas miserables setas que parece haber este año en toda la provincia de Cádiz. Llegar a una calva rocosa en el cerro, y sentarme sobre ella a callar frente al espectáculo de los árboles. Absolver a la persona desamparada que fui en Jimena. Amasar bolitas de queso y rebozarlas en pistachos, para la cena de Nochebuena. Caramelizar un molde para flan, y acordarme de las cucharas mojadas en caramelo que mi madre nos daba para chupar cuando éramos pequeñas. Rezar todos los días para que las obras en el Cuartel de las Palmas no se lleven por delante a esos queridos árboles zarrapastrosos a los que saludo cuando abro los postigos de mi balcón. Gritar yuju porque me han pagado la gratificación de incendios. Decidir jubilar de una vez por todas mi cámara maligna. Salir a correr para mitigar la penita anticonceptiva. Preparar mañana otra maleta. Jurarme acabar el año bailando el baile del caballo. Escribir en sesión doble. Seguir enganchada al hábito pueril de los propósitos para el nuevo año. Despedir este, por fin, satisfecha.
Ha sido un anio interesante el tuyo, se de buena fe que acabaste el anio bailando no se el baile del caballo.
ResponderEliminarPara este 2013 quiero aprender a bailar sevillanas Lo conseguire?
Voy a cortar lenguas como margaritas.
EliminarO no, mira: al mundo entero le declaro mi amor por el baile del caballo.
Un hurra, por tu propósito!