Ruega a dios que no te mande una hija.
Y si te la termina mandando, ruégale que
al menos no sea muy lista. Que no termine cogiéndole gusto a eso de
considerarse un individuo.
Ni que sea tan tonta como para creer que
puede ser igual a los hombres.
Vístela de rosa, siempre. Que lleve el
pelo largo, siempre. Regálale muñecos bebé, siempre. Que lleve
siempre vestidos. Que nunca se ensucie con el barro de la calle. Que
no corra con los niños, ni como los niños. Que no juegue a ser
Indiana Jones o astronauta. Tal vez esto te parezca anticuado, pero
créeme, si desde el principio asimila las particularidades de su
sexo, de mayor no llegará a confundirse.
Que la educación que le des concuerde
con la que va a recibir en el colegio, en la tele y en las redes
sociales. No trates de convencerla de que puede llegar a ser lo que
quiera, ni que podrá competir en igualdad de condiciones con los
hombres. Así no conocerá la rabia de cobrar menos por hacer el
mismo trabajo. Nadie la tomará a pitorreo, cuando quiera hacer
trabajos de hombre. Nadie la tratará como a una cosita pintoresca.
Nadie antepondrá su sexo a su nombre propio o a sus habilidades
No te esfuerces mucho en explicarle lo
bueno que sería para ella cultivar su intelecto o su independencia.
No fomentes su autonomía. Cuando le digas que la belleza va por
dentro, que ella note que lo haces con la boca chica. Que no llegue a
olvidar nunca que a lo largo de su vida va a ser juzgada primero por
su escote, su ropa, su culo, su manera de andar, su corte de pelo,
sus piernas, y luego por todo lo demás.
Sobre todo, inspira en ella valores
maternales. No creas que lo que los anuncios publicitarios puedan
decir al respecto será suficiente. Refuerza bien la idea de que lo
mejor que le puede pasar a una mujer es ser madre. Consigue que ese
estribillo sea todavía más pegadizo que el de una canción de
verano. Bajo ningún concepto fomentes en ella el deseo de realizarse
de cualquier otra manera. Cuando, delante de ella, escuches o
pronuncies la misma palabra realización, levanta visiblemente
una de tus cejas. Sobre todo, haz que adore a los niños pequeños.
Enséñale a ser cariñosa, protectora, solícita.
Cuando tenga su primera regla, no hagas
como si nada, no te sonrojes, no te burles amablemente de ella. No,
no: deja escapar una lágrima de orgullo, incluso móntale una
fiesta. Tendrá que ser plenamente consciente de lo fundamental que
es ese cambio. Intentarás que se sienta complacida y madura.
Importante. Le harás comprender perfectamente la magnitud del
superpoder que acaba de brotar en su cuerpo. Tal vez te parezca que,
a pesar de esa mancha en sus bragas, todavía es demasiado pequeña,
y que no está preparada, pero es preciso que no pierdas ni un día
en su formación como futura madre.
Si no lo haces así, tarde o temprano
terminará sintiéndose desconcertada. Minusvalorada. Estafada. Si
pierde la perspectiva de lo importante que es su menstruación, nunca
le tendrá respeto. No tardará en considerarla una cosa fastidiosa,
como las tos o los mocos. Un desperdicio. O peor, la condena por un
pecado que no ha cometido. Se rebelará contra su cuerpo. Maldecirá
a la naturaleza. Le indignará el hecho incuestionable de que, a
pesar de su inteligencia, su libertad, de su carrera, o de las
elecciones que haya podido hacer en la vida, su cuerpo sólo es el
campo sobre el que se juega la perpetuación de la especie. Por
encima de todo lo que se proponga o lo que consiga, la sangre le
recordará siempre que es un animal. Una sangre, no lo olvides, muy
molesta. Que huele. Que ensucia. Que turba la mente. Que duele. Su
enojosa compañía durará más de la mitad de su vida. Así que ella
va a necesitar que seas un gran publicista para encontrarle, más
allá de la resignación, un poco de sentido a esto. Tendrás que
enseñarle a reverenciar, por encima de todo, el hecho de ser un
instrumento reproductor.
Porque si no algún día se va a enfadar
de verdad. Cuando se de cuenta de que su salud física y su
estabilidad emocional dependen del equilibrio de sus hormonas. Cuando
la regla le gaste la broma de saltarse tres ciclos, y la paranoia la
embargue. Cuando su médico trate este desajuste con un tratamiento
farmacéutico que tendrá que durar más de seis meses. Cuando tenga
que tomar anticonceptivos, oh ironía, para que sus entrañas
reproductoras vuelvan a sincoparse. Cuando el desconsuelo químico y
los nervios se adueñen de sus mañanas. Cuando unos niveles
exagerados de estrógenos en sangre la obliguen a perpetrar textos
tan sexistas y lamentables como este.
Sobre tu último párrafo,no será que nos resulta más cómodo achacar a las hormonas estados de ánimo puñeteros y demás "malafollás",en fín, será que a mí no me han dado molestias las tales.
ResponderEliminarTe digo yo que no, queridita, que soy capaz la puñeterez de base de los estallidos de pena sin sentido químicamente puros. Yo hablo en este post de la maldad intrínseca de los anticonceptivos. ¿Tampoco la has sufrido?
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