miércoles, 26 de diciembre de 2012

(A ver si cambiendo el nombre de la entrada dejan de buzonearme)

Ruega a dios que no te mande una hija.
Y si te la termina mandando, ruégale que al menos no sea muy lista. Que no termine cogiéndole gusto a eso de considerarse un individuo.
Ni que sea tan tonta como para creer que puede ser igual a los hombres.

Vístela de rosa, siempre. Que lleve el pelo largo, siempre. Regálale muñecos bebé, siempre. Que lleve siempre vestidos. Que nunca se ensucie con el barro de la calle. Que no corra con los niños, ni como los niños. Que no juegue a ser Indiana Jones o astronauta. Tal vez esto te parezca anticuado, pero créeme, si desde el principio asimila las particularidades de su sexo, de mayor no llegará a confundirse.

Que la educación que le des concuerde con la que va a recibir en el colegio, en la tele y en las redes sociales. No trates de convencerla de que puede llegar a ser lo que quiera, ni que podrá competir en igualdad de condiciones con los hombres. Así no conocerá la rabia de cobrar menos por hacer el mismo trabajo. Nadie la tomará a pitorreo, cuando quiera hacer trabajos de hombre. Nadie la tratará como a una cosita pintoresca. Nadie antepondrá su sexo a su nombre propio o a sus habilidades

No te esfuerces mucho en explicarle lo bueno que sería para ella cultivar su intelecto o su independencia. No fomentes su autonomía. Cuando le digas que la belleza va por dentro, que ella note que lo haces con la boca chica. Que no llegue a olvidar nunca que a lo largo de su vida va a ser juzgada primero por su escote, su ropa, su culo, su manera de andar, su corte de pelo, sus piernas, y luego por todo lo demás.

Sobre todo, inspira en ella valores maternales. No creas que lo que los anuncios publicitarios puedan decir al respecto será suficiente. Refuerza bien la idea de que lo mejor que le puede pasar a una mujer es ser madre. Consigue que ese estribillo sea todavía más pegadizo que el de una canción de verano. Bajo ningún concepto fomentes en ella el deseo de realizarse de cualquier otra manera. Cuando, delante de ella, escuches o pronuncies la misma palabra realización, levanta visiblemente una de tus cejas. Sobre todo, haz que adore a los niños pequeños. Enséñale a ser cariñosa, protectora, solícita.

Cuando tenga su primera regla, no hagas como si nada, no te sonrojes, no te burles amablemente de ella. No, no: deja escapar una lágrima de orgullo, incluso móntale una fiesta. Tendrá que ser plenamente consciente de lo fundamental que es ese cambio. Intentarás que se sienta complacida y madura. Importante. Le harás comprender perfectamente la magnitud del superpoder que acaba de brotar en su cuerpo. Tal vez te parezca que, a pesar de esa mancha en sus bragas, todavía es demasiado pequeña, y que no está preparada, pero es preciso que no pierdas ni un día en su formación como futura madre.

Si no lo haces así, tarde o temprano terminará sintiéndose desconcertada. Minusvalorada. Estafada. Si pierde la perspectiva de lo importante que es su menstruación, nunca le tendrá respeto. No tardará en considerarla una cosa fastidiosa, como las tos o los mocos. Un desperdicio. O peor, la condena por un pecado que no ha cometido. Se rebelará contra su cuerpo. Maldecirá a la naturaleza. Le indignará el hecho incuestionable de que, a pesar de su inteligencia, su libertad, de su carrera, o de las elecciones que haya podido hacer en la vida, su cuerpo sólo es el campo sobre el que se juega la perpetuación de la especie. Por encima de todo lo que se proponga o lo que consiga, la sangre le recordará siempre que es un animal. Una sangre, no lo olvides, muy molesta. Que huele. Que ensucia. Que turba la mente. Que duele. Su enojosa compañía durará más de la mitad de su vida. Así que ella va a necesitar que seas un gran publicista para encontrarle, más allá de la resignación, un poco de sentido a esto. Tendrás que enseñarle a reverenciar, por encima de todo, el hecho de ser un instrumento reproductor.

Porque si no algún día se va a enfadar de verdad. Cuando se de cuenta de que su salud física y su estabilidad emocional dependen del equilibrio de sus hormonas. Cuando la regla le gaste la broma de saltarse tres ciclos, y la paranoia la embargue. Cuando su médico trate este desajuste con un tratamiento farmacéutico que tendrá que durar más de seis meses. Cuando tenga que tomar anticonceptivos, oh ironía, para que sus entrañas reproductoras vuelvan a sincoparse. Cuando el desconsuelo químico y los nervios se adueñen de sus mañanas. Cuando unos niveles exagerados de estrógenos en sangre la obliguen a perpetrar textos tan sexistas y lamentables como este.

2 comentarios:

  1. Sobre tu último párrafo,no será que nos resulta más cómodo achacar a las hormonas estados de ánimo puñeteros y demás "malafollás",en fín, será que a mí no me han dado molestias las tales.

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  2. Te digo yo que no, queridita, que soy capaz la puñeterez de base de los estallidos de pena sin sentido químicamente puros. Yo hablo en este post de la maldad intrínseca de los anticonceptivos. ¿Tampoco la has sufrido?

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