sábado, 1 de diciembre de 2012

Querida tita


Qué palabra, ¿no? Tita. Llegó un momento en nuestras vidas en que las palabras se nos fueron quedando cortas o insuficientes. Tú y tu hermana eráis ya bastante más que las hermanas de mi madre, y tita era poco menos que la más ñoña de las palabras del diccionario. Yo había aprendido mucho tiempo atrás a sonarme los mocos y a no hacer pucheros en público, y comprendía, con un punto de jocosa nostalgia, el alivio que os suponía no tener que comprar más regalos navideños a unas sobrinas que ya no creían en nada. Crecí, fui sumando cursos y desaprendizajes, y hasta comencé a ganarme el sueldo. Había llegado la época, quizás, de llamarte por tu nombre de pila. Y, sin embargo, nunca me salió con naturalidad decirte Juana. Llamabas por teléfono, y yo respondía con un neutral tía, o un juguetón Juanita, o un afectado y meloso tiíta.

Hoy necesito aquella vieja palabra de la infancia. El invierno ha entrado de golpe, y en la ciudad las calles huelen igual que las Navidades de tu pueblo. Afuera el aire está intratable, pero aquí, bajo la campana de luz que me regala la lámpara de pie, se lee y se escribe con los pies calentitos, y una se siente prácticamente a salvo. Si suspendo por un momento mi visión lateral, casi puedo afirmar que estás un poco a mi izquierda, hundida en tu sillón azul, con las gafas que ya necesitas para leer, o con la cabeza acercándosete sospechosamente al hombro. Mi madre también está ahí, muy recta en su silla, pasando las hojas de una revista, y vuestra hermana Esperanza, que le ha echado huevos, y ha salido al patio para hablar por teléfono. Llega el frío, nos refugiamos, y en estas horas largas de tarde, el mundo entero se reduce a una sala de estar caldeada. Mira si tenemos suerte. ¿Y quién me convence de que esta luz de tonos ámbar no es la misma que alumbra en tu casa, y que no seguimos allí reunidas, cuidando un rato de silencio antes de la cena?

Tita, no voy a engañarte. No voy a decir que me acuerde de ti todos los días. De vez en cuando paso junto al portal de uno de los edificios donde viviste, y una cuña de remordimiento se introduce en mi consciencia, sin que lleguen a saltar astillas. No dura mucho. Te recuerdo, me asombra que no lo haga más a menudo, y prosigo la charla que traía. Otras veces te invoca el corte de pelo de alguien, o una comida muy salada, que es como preferías el arroz o la poca lechuga que tolerabas. Hoy, en el coche del trabajo, iba escuchando la radio. Un psicólogo contaba que, como sabía de sobra que los manicomios enloquecen, había decidido montar una empresa de yogures, para que los enfermos del hospital psiquiátrico donde trabajaba se sintieran útiles y ocupados. Y, perdona, pero cómo no iba a acordarme de ti. ¿Cómo iba a poder saltar graciosamente sobre la pena de imaginarte ingresada en aquella planta de agudos, que debía de compartir frontera con el infierno? Imaginarte, sí, porque allí nunca te vi, una más entre tantas criaturas sin rumbo ni coordenadas, acosada por los delirios propios y los ajenos, por miradas terriblemente fijas y miradas a duras penas humanas, entre chicas que habían dejado de comer hacía un año, y pobre gente de la que tal vez te avergonzara no fiarte, y que, como tú, no comprendería por qué había sido encerrada.

Cómo no iba a acordarme de tus esporádicos intentos de acorralar la enfermedad, y de cuando empezaste a colaborar en la asociación de salud mental. Ibas y venías, salíais de excursión, preparabas debates. Andabas atareada y pendiente, le dabas la bienvenida a los nuevos socios, tan frágiles, y ponías tu risa de camionero a disposición de quien necesitara usarla. Ahora me pregunto si aquella vía no podría haberte conducido a un lugar un poco más cercano de adonde te marchaste. Quizás, una de aquellas tardes, hubieras encontrado una reserva escondida de motivación a la que aferrarte. Quizás tus días hubieran podido empezar a estructurarse en torno a la voluntad de ayudar. Quizás eso hubiera regado tu voluntad de seguir preparando tus comidas, seguir paseando por la ciudad con atención, seguir devorando libros, y compartiendo tarta y cine con tu hermana y tu sobrina.

Querida tita, quiero llamarte así, y recordar cómo eras cuando yo usaba todavía esa palabra. Para una mocosa que leía novelas de Julio Verne, tener una tía como tú suponía una especie de plus. Qué poco te veía, en realidad, qué poco sabía de ti. En tu historia de entonces relumbraban los viajes. Te ibas sola a Marruecos, traías diapositivas de Samarcanda. Y te preciabas de saber dialogar con los niños. Mi madre hacía de madre y regañaba. Tú nos llevabas aparte y, con voz conciliadora, tratabas de convencernos mediante una razón híbrida entre la adulta y la infantil. Era exótico, casi novelesco, tener una tita como tú. Era fácil ser tita tres veces al año, pero entonces también era mucho más fácil ser sobrina. Fui creciendo, y dejé de querer parecerme a ti. Y ahora esa clase un poco mezquina de orfandad hace que me sienta culpable.

Tita, por aquí las cosas no andan mal. Hace frío, pero todavía tenemos la suerte de poder refugiarnos y abrigarnos. Laura se ha casado, y Ana sacará adelante a otro niño tan dulce como el primero. Mi madre no puede creerse todavía que no estés, y yo no recuerdo haber vuelto al cine sin ti y con tu hermana Esperanza.

10 comentarios:

  1. hola silvia,que carta mas bonita y emocionante le as escrito a tu tita

    ResponderEliminar
  2. Escribo sólo para decir que no tengo nada que decir. M.

    ResponderEliminar
  3. Hace tiempo que no sacaba un rato para leerte,y hoy que lo tengo,pum,voy y me encuentro esto...Creo que todas las sobrinas pensamos lo mismo,la palabra tita,se nos fué borrando,en uno de sus malos momentos,yó la llamé Juana,y ella me contestó:¡¿desde cuando tú me llamas Juana?!.Pero había gente delante y a mí me dió corte llamarla TITA.Gracias Silvia.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Es que uno de los efectos más duros de enfermedades como la suya es lo difícil que pone a veces a los que estamos cerca conservar la compasión y la calidez. Un beso muy grande, Anita.

      Eliminar
  4. Tuve el placer de compartir con ella y con Esperansa un té en la Calle Elvira e intercambiar palabras y sonrisas en uno de los días en los que era Juana, la hermana díscola pero encantadoramente traviesa e ingeniosa. Tuvimos una especie de relación, breve pero intensa. Seguí sus sufrimientos. Y aun me duele aquél correo en el que me dijeron que se había ido. Es jodido que me la hayas recordado. Ojalá descanse donde esté.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Recordar es jodido y fundamental. Lo único bueno de su final es que su dolor se acabó, aunque ello multiplicara el nuestro.

      Eliminar