martes, 25 de diciembre de 2012

La Navidad explicada a un arqueólogo del siglo LXXI

Querido Doctor Citripio:

Hoy la cultura a la que pertenezco celebra el día de Navidad, pero mi familia ya no, y eso me genera una suave emoción ambivalente que no sé bien cómo explicar. Cuando me siento así, un poco desligada de los acontecimientos de mi tiempo, me acuerdo a veces de ti, lo confieso. Así que déjame que te cuente lo que significa el día de hoy, a ver si yo misma consigo aclararme.

Verás, la Navidad es una festividad que se lleva conmemorando desde hace unos dos mil años. Muchos, comparados con la duración de mi vida. Pocos, comparados con los cincuenta siglos que nos separan. Evidentemente, yo no he conocido un año sin Navidad, y a mi edad, la repetición de ritos se ha convertido ya en un pequeño y simpático fastidio. El calendario es un ciclo, y pasa que, sin que apenas te des cuenta, ya estás completando una nueva vuelta, y pensando “uf, qué coñazo, no sé si el tiempo pasa muy rápido, o si, con tanta repetición, en realidad no pasa nunca. Todo es siempre igual a todo, todos los años”. Fue precisamente este pensamiento el que me trajo tu recuerdo, claro. Antes de que hubiera Navidad, los romanos tenían Saturnales, los griegos, Panateneas, y los babilonios, sabe dios lo que tenían. Pues bien, todos sus fastidiosos ritos se han perdido, y todo lo que hoy es un tic cansino del tiempo, en tu época se habrá igualmente esfumado. No creo que esta idea te parezca deprimente. No serías arqueólogo, si te lo pareciera. A mí, desde luego, me sirve para considerar con ternura los ritos.

Quiero creer que tu disciplina está lo bastante desarrollada como para no tener que explicarte lo que se festeja en Navidad. Tal vez en tu época la cuestión de la mortalidad haya sufrido algún tipo de cambio radical, y la religión sea para vosotros un pintoresquismo más del pasado, como la rueda o los diccionarios. Pero nosotros podemos aceptar que los egipcios le pusieran cabezas de pájaro a sus dioses, e incluso que los mayas le ofreciesen sacrificios humanos a los suyos; así que a vosotros no creo que os cueste mucho comprender a esa divinidad tan exótica, Jesucristo, alrededor de la cual gira la cultura cristiana que me ha amamantado. Pero no quiero hablarte de él. Toda esa información oficial debes de tenerla minuciosamente almacenada en algún rincón de tu privilegiado cerebro biónico. Lo que yo quiero es que te hagas una idea de la repercusión psicológica que, a rasgos generales, tienen estas fechas para nosotros.

La tradición marca que, conforme se va acercando la Navidad, suframos un cortocircuito neuronal. Como sabes, en Navidad se celebra un nacimiento, y todo nacimiento inspira siempre un sentimiento de dulzura. Si el niño que nace es un dios que nos va a salvar de la muerte, entonces la dulzura alcanza niveles de delirio. De un día para otro, se nos olvidan las discordias cotidianas y le hacemos un hueco en nuestra mente a gente que habitualmente nos importa un carajo. Tienes que comprenderlo. Nuestro cerebro no ha sido dirigido por un programa de diseño tan fino como el que yo os supongo a vosotros. El caso es que, en pocos días, se monta tal maniobra publicitaria, que nos convencemos de que somos buenas personas.

Y como todo nacimiento es el acto cumbre de una familia, entonces el de la divinidad se celebra glorificando a nuestras propias familias. Es como si cada uno de nosotros se convirtiera en un bebé cuyo único papel en el mundo consiste, todavía, en ser arropado por su grupo. Para que eso no se nos olvide colocamos, en un sitio bien visible de nuestras casas, un ídolo llamado “belén”, que representa a la familia nuclear compuesta por padre, madre e hijo, más una serie de figuras animales y humanas cuyo análisis antropológico daría para una monografía. Con el “belén” como tierno espejo, los clanes familiares se ven obligados a reunirse en fraternidad. La tradición marca también que los cuñados se odien, que las nueras y las suegras compitan, que los tíos anhelen asesinar a sus sobrinos, y que los nietos se limpien de la cara los besos húmedos que les dan sus abuelos. La reunión del clan es un asunto peliagudo, tanto que se hacen necesarias varias herramientas sociales para que la cosa no acabe en tragedia o en inenarrable hastío. Te las enumero:


  1. La propaganda de bondad arriba mencionada.
  2. El disimulo.
  3. Una ingesta de alimentos y bebidas suficiente, en cantidad y calidad azucarada, como para inducir un estado de narcosis en torno a la mesa familiar. Juegan un papel muy importante, a este respecto, las psicotrópicos conocidos como “turrón”, “figurillas de mazapán” o “sidra El Gaitero”.
  4. La distribución diplomática de ofrendas materiales a cada miembro del clan. Aquí la religión cristiana entronca de lleno con otra, aún más vigente y poderosa: el consumismo. Pero, de nuevo, el tema es tan amplio, que tal vez vuelta a escribirte con ocasión de esa otra fiesta que llamamos “Reyes”.
  5. La entonación conjunta de unos oscuros himnos, los “villancicos”, cuyos estribillos machacones e indescifrables acentúan el aturdimiento de los sentidos.
  6. Y la invocación de la memoria colectiva e individual. Se cuentan anécdotas, se recuerda a los ausentes, y cada uno dedica unos segundos a lamentar el paso arrollador del tiempo sobre el rostro de los demás (Porque, deja que te aclare, todavía no hemos aprendido a controlar más que con parches el proceso del envejecimiento celular) Este punto, creo yo, es el que explica la pervivencia del rito. Sin la memoria, semejante combinación de canciones ridículas, comidas pesadas, dulces que se pegan al cielo de la boca, gastos exorbitantes, iluminaciones urbanas capaces de provocar ataques de epilepsia, y familiares cuya proximidad genética aberra, requeriría a gritos un tratado internacional que la aboliera. Pero, repito, el niño del “belén” es el tótem alrededor del cual gira esta fiesta, y cada uno de nosotros podemos llegar a identificarnos con él. Todos volvemos a ser aquellos niños pequeños vestidos con chalecos de borreguito (otro día hablamos de modas y vestidos); todos damos por buenas las letras de los villancicos; todos volvemos a dejarnos conquistar por el recuerdo de ese tiempo de los regalos que fue la infancia; todos estamos dispuestos a que los cuentos bonitos nos embauquen; a todos nos gusta suspender un momento la credulidad, para creernos otra vez nuevos y buenos.

Moraleja, y con esto me despido, doctorcito: la memoria es resurrección. Tú has elegido una buena profesión; y yo, a un buen interlocutor. Desde hace dos mil años decimos “feliz Navidad”. Ahora ya lo sabes. El año que viene, recuérdalo.


3 comentarios:

  1. Y si involucionáramos y en el futuro la cosa fuera aún más cañí?. A ver si algún día este hombre te contesta y nos saca de tamaños dilemas...

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    1. Incitadora eres, Laura... Yo creo que en el entrante 2013 desarrollaré la tecnología para recibir las respuestas de mi coleguita. Más cañí? Yo soy optimista por naturaleza.

      Un beso

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