miércoles, 30 de noviembre de 2011

Malos pasos


Sólo hizo falta un comentario para que Sofía pasara de sentirse una reina a la niña torpe y gordita del recreo. Como no supo que contestar, desvió la mirada del cogote moreno, y habría jurado que suave, que estaba a sus pies, y se fijó en el espejo de la sala. Marco dorado de tienda de decoración para modernos con pretensiones y presupuesto limitado, pensó de corrido. Altura de colocación improcedente para el tipo de faenas propias de esa sala. Este tío es un fantasma, fue su diagnóstico, y la réplica que, gracias a dios, no atinó a darle a tiempo. Y yo una ridícula, tuvo que reconocerse.
El espejo dejaba a las claras con una precisión humillante que allí no estaba pasando nada. Que se había arreglado demasiado. Que el que ahora era sólo un tío no hacía otra cosa que trabajar. Pues vaya mierda de trabajo. Él, que no se había dado cuenta de nada, intercalaba su concentración con alguna explicación técnica, usando la jerga propia de los que creen, de todo corazón, que su trabajo es vital para el ser humano, y alzando la vista para mirarla. Sofía tuvo que hacer grandes esfuerzos para que esas explicaciones esotéricas le resbalaran. 
No consiguió, en cambio, dejar de beberse esa mirada suya de ternerito, casi con nostalgia. Le daba pena haberse convertido de repente en una pragmática. Había sido tan bonito imaginar que él comprendía, que había un segundo sentido detrás de las pulcras superficies de la habitación y de la forma correctísima que tenía de cogerle la pierna con la mano ahuecada, como si sostuviera pájaros. Tienes todavía manos de ángel y ojos empáticos, se le pasó por la cabeza, en un descuido. Y sin embargo, él tampoco se había percatado, seguro, de que había elegido los minishorts negros que llevaba puestos no sólo para mostrarle a las claras las bondades de su físico, sino para facilitarle el trabajo. Debía de ser tan incómodo que los bajos deshilachados y pringosos de unos vaqueros te rozaran los guantes. O que una guapa paciente se te plantara delante tuya en bragas. Tampoco había dicho nada de sus zapatos de ante fucsia, exquisitamente cómodos, asquerosamente caros, de aire medio veneciano, que tenían todavía etiquetas pegadas en las suelas. Él entendía de pies. Había supuesto que entendería también de zapatos. Que lloraría de gozo estético al comparar los que ella llevaba, una obra de arte, le había dicho el zapatero con aire de conservador de museo que se los vendió, con las cáscaras de polipiel torturado que se sacaban con un suspiro las habituales de la consulta.
Porque a cuántas tristezas no se habría visto expuesto. Ventanas para juanetes en el calzado. Un caminar bamboleante de paloma vieja. Talones blancos y agrietados. Uñas empecinadas, malignas. Uñas negras. Dedos sin uñas, en yunque, apretujados como una mano tacaña. Pasos atareados, pasos torcidos. Pasos con sobrecarga. Malos pasos. No sería raro, entonces, que se pasara los días soñando con un paraíso de pies suaves e inocentes, que no pudieran chivarse de ningún pasado repleto de carritos de la compra y de trajín de nietos, todos los sábados. Debería haber contemplado los suyos y haber imaginado, por lo menos, un atardecer compartido en la playa. 
A lo mejor era que este podólogo no entendía de pies ni de andares. Sí, sería capaz de recitar, hasta dormido, su anatomía y sus patologías, uno por uno sus tendones, huesos y músculos, pero no parecía haber aprendido todavía lo que los pies hablan y lo que la pisada delata. Tenía pinta de surfero y aire de alumno brillante en prácticas. Cómo iba a darse cuenta, entonces, de lo que puede herir que te digan, resumiendo y sin tecnicismos, “andas de una manera de lo más rara y simpática”, como si los años de la escuela no hubieran pasado.

lunes, 28 de noviembre de 2011

Como no tengo tiempo para escribir sobre lo que quiero, escribiré sobre el tiempo

Tiempo. Ninguna entrada de blog debería empezar con esta palabra. Al menos si quien la perpetra tiene un temperamento de andar con pantuflas. No sé qué fantasía os habréis compuesto sobre mi persona, pero yo no soy una intelectual. A mí sólo se me ocurren tonterías como que no estaría mal que Don Mariano, que dicen o decían que iba a arreglar este mundo malo, fuera pensando la idea de montar un ejército de señores bajitos, sonrosados como lechones, que le soltaran un guantazo, entre risitas, a todo aquel que introdujera el concepto tiempo en una conversación. Esta censura porcina habría de ensañarse especialmente con frases eternas del tipo “hay que ver como pasa el tiempo”, “no tengo tiempo”, “el tiempo vuela”, o “aprovecha el tiempo”. Hasta que llegase tal ayuda, el ser humano, a título individual y con sus recursos de andar por casa, debería dejar de intentar comprender la esencia tóxica del tiempo. Yo estoy en ello. A lo mejor si, efectivamente, hubiera sido tan triste como para matricularme en la carrera de Filosofía (otra de mis ocurrencias de inteligencia dudosa), habría llegado por lo menos a dominar de esa oscura jerga burocrática que parece dotar de contenido lo que en principio, y en final, se veía vacío. Pero como a ese respecto sigo sin domar, sólo puedo alcanzar a decir que el tiempo no existe. Ea.

Existen hechos incontrovertibles, nada más. Un polo positivo perfectamente tangible, uno negativo igual de concreto, y entre los dos, una corriente abstracta de tiempo. A saber: existe la necesidad impepinable de comer. Y, por algún atávico prejuicio que los arqueo y los antropólogos no han llegado aún a determinar, las sociedades humanas han inventado el trabajo para cubrir esa necesidad. La Biblia, tan rauda y servicial, se inventó una anécdota de lo más coqueto para explicar semejante invento, y como estaba tan bien construida desde el punto de vista narrativo – el gran padre de familia, con su jugosa herencia, el hijo apocado, la femme fatale de mano larga, el decorado paradisíaco, el castigo, – ninguna criatura del montón se ha planteado hasta ahora alguna otra alternativa creativa para solventar el primer punto impepinable de la existencia. Así que, no hay manera, el despertador suena, suena y requetesuena, justo cuando tu cerebro tiene su momento, quizás el único, realmente brillante, y tú te lo estás montando con un ente de gónadas triplicadas.

Luego tenemos la necesidad indiscutible del descanso. Por narices hay que dormir al menos cinco horas para sobrevivir, y ocho para tener un cutis aceptable. Cierto es que para compensar semejante esclavitud los humanos se sacaron de la manga una dulcísima prisión: la cama, que no es medicina, sino placebo. Tanto prestigio ha alcanzado esta patente, que si dices por ahí que dormir es una condena a lo mejor te miran raro. Así que no hay científico serio que haya puesto el poder de sus neuronas en la búsqueda de un paliativo a la necesidad del descanso.

Hay un último hecho que no entra en las discusiones, y que es el refinamiento extremo del anterior: hay que morirse, chaval. De eso no voy a hablar, porque por mucho que digan que es lo natural, no resulta humano, o atacable con armas humanas .

En definitiva, lo que queda entre los hechos de escala sapiens, es decir, levantarse para andar al trabajo y acostarse, es lo que llamamos tiempo. En mi caso, resulta que siempre quiero meter más cosas de las que caben en ese intervalo. Esa es mi pena, y por eso he decidido declararle mi hostilidad al tiempo, e ignorarlo. Me siento humillada. No más.

 ¿Qué hago entonces con la tapita de tiempo que tengo hoy a mi disposición? ¿Voy a renovar el contrato del piso o al gimnasio? ¿Escribo o cocino? ¿Vivo a regañadientes o me tiro al sofá, en busca del tiempo (de sueño) perdido? Hay que discriminar sin remedio. Es una de las cosas que tiene el tiempo: que te pone en tu sitio y te obliga a la humildad. 

(Por si a alguien le interesa, éstas fueron algunas de mis elecciones:

1.  Liarla con una calabaza. A mi lista de regalos, añádanle un hacha. Sé que mi triste destino es cortarme, en el transcurso de estos menesteres, al menos tres falanges de la mano izquierda. Lo que me será de gran utilidad para flipar en los bares (en el supuesto de que algún día vuelva a pisar uno), diciendo que me las tuvieron que amputar en mi última escalada al Annapurna.

2. Volver a odiar a los cajeros del Mercadona, que son mala follá con un 125% de pureza. Ponerme los dedos en la nariz al pasar por la sección de Pescadería. Tratar de ignorar el tono amarillo-sebo de vaca de los filetes de salmón. Inventarme títulos para la gastrotragedia que un día escribiré. "Si esto es un tomate". Por ejemplo.

3. Renovar el contrato, para lo cual he tenido que presentarme en la consulta de mi casero, que es nutricionista. Ahí estoy yo, en la sala de espera, maldiciendo, preguntándome qué hago yo aquí, entre tanta pobre cuentacalorías, si no soy una paciente, señorita enfermera, sólo quiero firmar mi contrato. Aunque bien mirado, a mi cuenta corriente sí que le ha puesto una buena dieta. Pero lo perdono, porque en tres años no me ha subido las rentas del minipiso a ritmo de IPC, y porque me encanta su piquito de vestidor de la Virgen de los Dolores.

4. Regresar a casa y a la bonita sensación del sabañón incipiente en la oreja derecha.

5. Regalar al par de cuerpos que habitan el piso recién revalidado, una crema de la calabaza asesina, y unos, esto, a ver cómo lo expreso para que no me escupan, unos ravioli de pasta de arroz rellenos de setas, salmón y langostinos. Lo que vienen a ser unos rollitos de otoño harto de que le pise el terreno la Navidad.

6. Ponerme el uniforme-fantoche y dejar que mi disoluta mente divague alrededor de todo lo que me gustaría decirte. Sí, a ti. No dejo de pensar en lo que ayer me dijiste por teléfono. Sobre eso quisiera realmente escribir. Pero no tengo tiempo (Zas, guantazo)



sábado, 26 de noviembre de 2011

Un día cualquiera


Mi padre acaba de recoger las cenizas del fuego que ardió ayer por la tarde en la chimenea. Todo está tan plagado de símbolos que da grima. Escribir ceniza y, por lo tanto, no poder dejar de asociarle adiós, recuerdo, vida devaluada. Chimenea, igual a hogar y a fin de viaje. No sirve de mucho sentir nostalgia por una mirada limpia de conceptos sin historia, porque los símbolos están ahí, con todo su poder intacto. Ayer, por ejemplo, el fuego marcó efectivamente la última etapa de un viaje emocional de andar por casa. A lo largo de todo el día pasé por la inquietud, la rabia, el gozo del reencuentro, de nuevo la nostalgia, la ofuscación infantil, el desamparo, el ansia, un pequeño rencor, una leve infección del ego y, por fin, la aceptación, el embeleso y el juego y la tranquilidad. Todo eso en un día de descanso. ¿A qué país habría llegado si mi padre no hubiera encendido la chimenea? Ahora miro el recogedor lleno de cenizas, y me niego a pensar que el día de ayer sea ya pasado. No pasará a la la lista de los días recordables y, sin embargo, calentaba.

Ahora lo que me calienta es el sol en la espalda. Ideal de vida: escribir en un mesa que mi madre recogió de ni ella sabrá dónde, con el levante queriendo refrescarme la nuca, y la hierba nueva ahí, al ladito, con ese verde imposible cuya existencia me parece una leyenda cuando estoy en Granada. Me levanto de la silla con cualquier excusa, y el gato Vito, que ya no es un gato filósofo, sino un gato mendigo y maullón (quién entiende el alma felina), aprovecha para robarme el sitio. La pantalla del ordenador refleja la buganvilla adosada a la fachada lateral de la casa, y mis gafas. Las dos son del mismo color. Cada vez me gusta más este espejo. Hoy he decidido no fijarme en lo que ayer me sacó de quicio, esa parte de las obras de un supermercado que amenaza con robarme la vista querida del mar, enmarcado por una maraña de acebuches y algún que otro pino. A ver, señores que hacen como que tratan de sacar a este país de la crisis, por favor, ya hemos tenido bastante de eso. Ya han relegado trozos demasiado grandes de nuestro paisaje a la memoria. ¿Es que vamos a tener que ascender por los valles, si queremos ver un metro cuadrado sin hormigón? A veces me siento como los mamuts en el Pleistoceno (un poner, que siempre me lío con esto de las eras): ahora baja el hielo hasta la playa, ahora llega una primavera inédita y el hielo vuelve a subir a las montañas, y yo, abrigada de más, no sé ya dónde quedarme.

Ayer, después de quedarme con la gana de bombardear las grúas, hicimos lo que los mamuts: migramos aguas arriba del río Castor, separándonos por fin del ruido de las máquinas. Y allí estaba de nuevo, ese olor a humedad de suelo forestal y, por detrás, otro olor más, recóndito, casi sonrojante, algo así como recordar en el autobús los olores íntimos de un amante. Eran los alcornoques, y era eso mismo, un antiguo amor. Recordé la piel secreta de los árboles, tras el descorche, su color salmón, y el aroma inconfundible que entonces, cuando vivía en Jimena y tenía que subir al tajo de los corcheros, para darle un inútil toque notarial a la cosa, yo aspiraba y aspiraba, una mezcla rara de fruta y especia india. Y volví a decirme, Silvia, ¿cómo puedes vivir lejos de esto? Pero como ya me he agotado de mi propia nostalgia, me separé del ritmo cochinero de Jose y mi padre, y apreté el paso. Me gusta sentir ese calor en el culo y encima de las rodillas. Me gusta llegar primera a los pocos madroños que todavía no se han caído al suelo. Me gusta sacarme con la lengua la arenilla que se me ha metido en las muelas. Me gusta tomarle el pelo a mi padre, que no para de apuntarnos los destrozos que hizo la última tormenta, hasta dónde llegó el río, los bolos que arrastró, el fragor que tuvo que escucharse por estos parajes. Se me ocurren todas estas recetas para curarme la nostalgia.

Y lo mejor de Estepona es que, a diez minutos de este mundo de bellotas y molinos en ruinas, queda la playa. El mar era ayer un choco gigante: iridiscente por arriba, atigrado y pardusco por abajo. Pero yo le presté poca atención. La espalda apoyada en la caseta huérfana de la Cruz Roja, los ojos chinos de tanto sol, ¡y ni una línea wifi sin clave! Oh, perdición. ¿Ni un guiri del Laguna Village se daba cuenta de que estoy rozando, por decirlo suavemente, la blogadicción? ¡¡Tenía que colgar el absurdo, y auguro que incomprendido, post de los regalos!! Y lo hice, vaya que sí, lo hice, después de mucho rebuscar. Qué penita de mí: parecía esa pobre gente que hunde los brazos, a las diez de la noche, en los contenedores del Hipercor. La misma impresión se debieron de llevar los clientes que fueron llegando al centro comercial para poner al sol sus cutis resplandecientes de botox. No me importó: también yo arrugué la nariz cuando me di cuenta de que llevaban más ropa y más complementos de los que sus cuerpos podían tolerar. Eran catálogos in vivo de cuantas más firmas, mejor.

Y pasó el guiso de patatas y pescado de mi madre, y la siesta irrenunciable, porque, aunque esté en modo descanso, no puedo evitar abrir los ojos a las seis y media de la mañana, y el despertar enfermizo y el convencimiento supersticioso de que si empujo la comida-veneno del mediodía con más comida, al final mi estómago terminará la digestión de boa constrictor. Para más información sobre los efectos malignos que sobre mí tiene la siesta, vuelvan a pasarse por aquí. Sólo diré que la perrera me dio esta vez por la archifamosa crisis de lectura. Gimoteos. Enésimo repaso a la triste biblioteca que languidece en esta casa de mi padre. Ansiedad de mocita vieja. Ganas de borrar de la memoria reciente la nula interacción que el mencionado señor padre tuvo con el primero de estos post que ha tenido a bien leerse, o a mal, yo qué sé, porque, Juanito (si estás leyendo esto, será buena señal), no hay manera de sacarte ná, y porque te obligó mi madre, que se está convirtiendo en un agente literario sin entrañas.

Pero al final llegó la hora de la chimenea. La madera soltaba chasquidos como de palomitas de maíz desquiciadas, y yo me puse a leer el primer relato de Alice Munro (Amistad de juventud) que ha llegado a mis manos. Y, entonces, albricias, ahí estaba lo que andaba buscando: los personajes sucios de humanidad, y la compasión. La estructura narrativa invitando a jugar, la poesía al lado de las pelusas del suelo, y una hondura sin aspavientos que hace simple y comunicable el misterio que cada uno de nosotros cargamos. Por fin me sentía tranquila, en casa.

viernes, 25 de noviembre de 2011

Clásicos renovados (I): La lista de regalos


Bien, bien, hablemos de regalos. Retuérzome las manos cual viejo usurero de película de Navidad. Hoy voy a soltar barriga, aviso. O sea (porque mi barriga es más plana que el discurso económico que nuestro querido Ra-ra-ra-Joy), que no pienso ponerle cortapisa cristiana alguna a mi vena más egoísta y caprichosa. Que existe, queridos, existe. Los que prefieran mantener la imagen de desprendimiento olímpico que tienen de mí, que se pongan al día con el resto de posts, por favor. Chispita, guárdate la ironía para tus adentros.

A mí me gusta regalar. Y me gusta sobremanera que me regalen. No soy como mi señora madre, que monta un drama cada vez que le regalan algo, porque no soporta verse obligada a la correspondencia. Ni como Jose, gran regalador e infame regalado. Que es una combinación rara, porque si experimentas un auténtico placer al regalar, si te ilusionas de tal manera con el proceso completo de maquinación, búsqueda y entrega del regalo, que parece como si te lo estuvieras haciendo a ti mismo, si das en el clavo y al regalado le brillan los ojos de emoción o de gula, y tú te pones a dar palmitas, entonces no puedes ser capaz de negarle ese mismo placer a nadie, ni siquiera con la buena, digamos, intención de evitarle el gasto.

Porque la campanita del amor hace chiin cuando alguien acierta con un regalo. Tú, que eres el regalado, tanteas volumen y peso del paquete, que será, que será, bueno, creo que ya sé. Rasgas el envoltorio, dispuesto con tanto celo (fan) que parece pensado para proteger una carga de plutonio, y entonces, oh, no me lo puedo creer, “-IX”, ¡no puede ser! ¡¡Me has regalado la Thermomix!! Ah, sádico, ah, malandrín, me tenías engañada, hubiera jurado que era una vajilla del Ikea. ¡La Thermomix! Es inevitable que, en momentos así, fluya una corriente de amor imperecedero. No por el aparato que, con los abrazos, se ha quedado un poco arrinconado, a punto de caerse de la mesa donde lo has depositado, adiós, recipiente Varoma, tu destino era morir sin haber sido desflorado, o por el título del libro que ha surgido del paquete, justo el que querías. O por la blusa que nunca habías visto en un escaparate, y si la habías visto, nunca habías declarado que te gustara, pero ahí está, la blusa ideal, la blusa con la que quieres que te amortajen, perfecta de modelo, de color y de talla. No son las cosas, aunque sí, también, sino la sucesión de pasos que sabes que el regalador ha tenido que dar hasta ponerlas en tus manos: la atención preciosa que lleva poniendo, desde que te conoce, a lo que eres; el repaso mental de tus gustos, la lectura entre líneas de lo que manifiestas descuidadamente el mes anterior a tu cumpleaños; el espionaje que simulas no percibir; las tiernas excusas, cuando llega el momento de salir a la caza de la cosa en la que ha terminado materializándose su intuición, “¿vaya, otra vez a la biblioteca, no fuiste ayer? (vale, me hago la tonta, tú tranquilo)”; el remoloneo nervioso a la hora de entregar el regalo, y, por fin, el reconocimiento: Regalador y Regalado se miran a los ojos, tras el abrazo, y Regalado siente como si Regalador le hubiera recordado una hermosa anécdota de cuando los dos eran unos niños. “Estamos juntos desde entonces. Gracias por saber quién soy de verdad”, quisiera decir Regalado, si se le pasase por la mente consciente.

Muy bonita, la teoría, ¿verdad? La práctica, para variar, es otra cosa. Pensar un regalo es un coñazo, sobre todo si conoces a Regalado, precisamente, desde que era un puto niño pedigüeño, y ya no sabes qué regalarle que no sea un autoplagio. Es por eso por lo que he decidido facilitaros la tarea, mis estimados regaladores fijos. Por vosotros sacrifico el placer de la sorpresa. Me siento magnánima. Hipotéticos regaladores eventuales, no os cortéis. No seré yo quién coarte vuestro deseo de hacer ofrendas. Como no quiero tener que volver a buscarle sitio a un alisador de pelo, antes de pasarlo al corredor de la muerte (repito, Alisador de Pelo. Aclaro, como si hiciera falta: hace unos quince años que me corté la frondosa cabellera con la que la genética me dotó), ahí va la lista:

  • Por favor, hatos decentes para el gimnasio. Que parezco una recogida de la calle. Cositas de calidad, ligeras, transpirables, un poco glamourosas. Cuando haga body pump, quiero sentirme como Madonna en uno de sus vídeos. Pantalones. Mallas que se adapten a mi pantorrilla torneada, pero que, a ser posible, no subrayen más de lo necesario las exuberancias de mi retaguardia. Y, por lo que más queráis, un buen par de zapatillas. En serio. Entro en el gimnasio con miedo de que me miren a los pies, compungida como un mendiguito de Dickens. Que me compré lo que me compré porque la confianza que tenía en que mi actividad física durase era muy triste y muy pobre.
  • Mmm. Estoy falta de bolsos. No hay quien entienda mis fases estéticas, lo sé. Paso de la señoritinguez al desenfado de Converse y manos en el bolsillo con una frecuencia de las que te sacan estrías en los tejidos blandos. Pues ahora vuelvo a incorporarme a la elegancia antinatural. Se acabó el tener que escoger entre sacar a la calle el móvil o la libretita que todo escritor, ejem, tos, tiene que llevar. Se acabó la pinta de ardilla hinchándose a piñones de los bolsillos de mi abrigo. Se acabó lo de endilgarle cachivaches a mi pobre mulito de carga. ¡Bolso ya, aunque todavía no los diseñen con velcro en el asa, aunque yo no me haya hecho implantar unas alcayatas en los hombros! Ni chico, ni grande, ni negro ni con estampados chirriantes, ni con pelo, ni de plástico, ni tipo alforja, ni de Tous, ni de Desigual. Repito, gla-mour, plis. En la tienda Dayaday me pareció ver algunos apañados, pero como estoy en la playa (oh, sí, por eso ayer no pude colgar esta, ejem, obra de arte de post) robándole internel al centro comercial pijo del que os habluve una vez, no puedo poner un enlace.
  • Sería muy fuerte que pidiera los zapatos ideales cuyo aspecto todavía no conozco porque puede que no se hayan diseñado. Ése sí que sería el regalo diez, porque odio, odio y odio la idea de tener que hacer una inmersión en el reino maligno de las zapaterías. Como no soy tan cruel como para sugerir ese regalo, pero sí bastante especialita en materia pedestre, propongo un vale a canjear en las aduanas de dicho reino. Esto, no racaneen, que los zapatos para las chicas de mi clase no valen veinte ni treinta euros.
  • Mi fondo y mi superficie de armario necesitan una primavera árabe. Lo cual no significa que esté solicitando burkas o nicabs, o como quiera que se llaman esas bonitas prendas que no necesito, porque carezco de una lujuriosa melena con la que tentar a los hombres que no sean de mi familia. Lo que pretendo es que me ayuden a acabar con la tiranía corrupta de las camisetas. Tengo algunas que podrían llegar a interesar a los arqueólogos. Sugiero vestidos, muchos vestidos, y bonitas y combinables rebecas (perroflauterías no) y americanas que echarles encima. “Antes muerta (congelada) que sencilla” no es mi lema. Sugiero asimismo un bono del Estilario, a saber, ya que mis estilosas amigas o son invisibles, o viven en Philadelphia, que es lo mismo.
  • Todavía me persigue la leyenda urbana de que mi ropa interior rebosa por los cajones. Todo porque mis primeros sueldos me transtornaron levemente. Pero de eso hace ya unos siete años y medio (jesús!). ¿Saben lo que esa cantidad de tiempo puede hacer hasta con el algodón más aguerrido? Y yo no soy de las de bragas de algodón, amigos. Así que, hale, anden al Women'Secret (cuidado que no he dicho La Perla, lo cual me honra), y carguen delicados cucos y sostenes. Talla 85C (tristeza) por el hemisferio norte, M/L por el sur. Nada de muñequitos Disney o tirantacos anchos.
  • Sigo buscando al amor literario de mi vida. Ojalá pudiera darles una lluvia de títulos de libros, pero es que mi crisis de lectura alcanza ya dimensiones griegas. (Siri Hustvedt me deja tan fría como su apellido, y por respeto a mi salud mental, ya no leo el Babelia del País, así que no estoy al loro de las novedades) ¿Por qué no me intervienen, me rescatan, me inundan de libros amarillos de Anagrama?
  • La cocina es un valor seguro. Los cacharritos torturadores de tomates y huevos me quitan el sentío. Sólo que...ya tengo casi de todo. No sé, una buena manga pastelera, unas varillas de montar eléctricas, moldecitos para raciones individuales, moldecitos para nada en absoluto, una mandolina de la Inquisición (a ver, una mandolina es esto. No me voy a dedicar a la interpretación de melodías de sirtaki, todavía. Que no, que no me dejan pegar fotos, así que denle al Sr. Google), cuchillos para seguir torturando con eficacia, una tabla de cortar en la que no peligren las yemas de mis dedos, una máquina panificadora, una sorbetera...¿la Thermomix?. 
  • Inclasificables: sesiones de spa, sacarme a bailar, una composición de fotos, cosas que pueda colgar en las paredes para que parezcan las de un loft de Amsterdan sacado de un blog de decoración, cojines con un toque artesanal, una fiesta sorpresa, que mi vecina deje de poner la tele a todo trapo cuando yo quiero leer o dormir, que en Granada no haga frío este invierno y no huela a tubo de escape con EPOC, una cámara de fotos lo bastante buena como para que enfoque decentamente y capture luces con textura de melocotón (como estas preciosidades), pero no tanto como para llevarla por el mundo con cuidados de corazón trasplantado, que me desaparezca la lepra de mi pobre meñique derecho, miso, sashimi togarishi, sake, dashi, y cualquier otro ingrediente japonés de la misma índole lírica, espacio para colocar todos mis regalos.

                                 Ale, a la calle, que sólo quedan nueve días.


miércoles, 23 de noviembre de 2011

Mamá gata


Esta tarde, a lo mejor, no ha tenido ganas de salir de casa. Ha declinado la propuesta de ir al cine que le hizo una compañera de trabajo, o ha dejado para otro día el rastreo de tiendas, a la caza como estaba de un vestido apañado para la comida de Navidad, o cualquier otro plan o compromiso. Hoy no. Hoy será de esos días en los que desarrolle a sus anchas el particular horario que ella y su hombre han perfeccionado a lo largo de tantos años. El horario que horrorizaría a cualquier europeo, y que ellos puede que ya estén hartos de justificar. Así que, ahora, cuando a mí me falta poco para la cena, ella estará enroscando la cafetera, y colocando unas cuantas galletas de emergencia en un plato, porque, la verdad, ayer no se acordó de comprar nada para merendar. Sube la escalera con la bandeja, sirve las tazas, se sienta en el sofá, desde donde contempla, todavía asombrada, pese a la costumbre, la iluminación color brasa de la Alhambra. Quizás ahora piense que, en realidad, tendría que haberse inventado cualquier excusa para salir a la calle, lejos del salón, del sofá, de la manta con la que le gustaba jugar a la canija.

Yo aún recuerdo la tarde en la que compartí sus juegos, en el mismo sofá, con la misma vista gloriosa. Me enamoré de esa gata, de la concentración con la que trataba de atraparme algún dedo, y de los arañazos que, sin querer, me escribió en las manos, con sus uñitas de bebé. No le faltaba más que reír a carcajadas, para demostrar, al que todavía no se hubiera dado cuenta, lo feliz que era. Ahora ya no está, y ella, su amiga, su madre grande, ya no va a poder despertarse de la siesta notando en las pantorrillas el bulto pequeño y calentito, el lince de peluche que era Sally. Sé que, esta mañana, y ayer, habrá tenido que hacer de tripas corazón en el trabajo. Nunca ha sido de esas personas que se recrean en la ostentación de su pena. Y seguro que sabe de sobra que, según el ambiente, llorar por un gato perdido o muerto cosecha más cejas levantadas que condolencias. Los humanos, y su humanidad rácana. A ella, estos cercos a la ternura, estas clasificaciones de lo que es normal defender o amar, se le quedan demasiado pequeños. Y de eso, de su corazón de hada buena, se dan cuenta hasta las personas que igualan perro o gato a cosa pateable.

Francamente, me cuesta imaginar que haya alguien que no la quiera. Por su bondad, claro, de eso no cabe duda. Por su abrazo abierto a la desdicha del mundo. Por su manera de escuchar limpia y sosegada. Por la generosidad con la que regala su tiempo sin pedir nada a cambio. Porque es un bálsamo para los que están perdidos en los laberintos de su propia sensibilidad. Porque, con unas frases, hace fácil lo que a los demás nos cuesta un mundo. Por sus vigorosas coordenadas éticas. Por la manera en la que excluye de su ámbito la queja gratuita. Porque no es blanda ni dura. Y también por su alegría, por su chispa. Por su vitalidad que no invade. Porque no siente su vida como una cosa ya fraguada. Por querer seguir aprendiendo y ensanchando el espectro de sus posibilidades. Porque se va sola de viaje y se hace amiga de los taxistas. Porque sabe hacer unos bizcochos de naranja celestiales, y darle un retoque a la ropa que se compra. Porque no le tiembla la mano a la hora de tirar de tarjeta para darse un capricho. Porque habla bajito. Porque la cara se le ilumina cuando algo la maravilla, y eso es algo que sucede a menudo. Porque no le asusta morirse.

Podría hablar mil páginas sobre ella. Decir que siempre que me topo con una pared en la que no encuentro puerta, una pared imaginaria de autocompasión y protestas, me paro, tomo aire y pienso “¿qué es lo que haría ella?”. O que me dolió en el alma aquella vez en la que fue ella la que tuvo necesidad de tomar aire y quitarse un rato de en medio, que era donde mi hermana y yo estábamos, allá en la roja Bolonia. Trato de acordarme a menudo de aquello, para no volver a decepcionarme de mí misma, que es lo mismo que decepcionarla a ella. Podría admirarme una vez más de la entereza sobrehumana con la que digirió la muerte de su hermana. Vuelvo a verla esa noche en el hermoso patio de su casa, donde reinan los gatos y las plantas de vivero arraigan como si nada, su cara apesadumbrada, pero comprendiendo, explicando lo inexplicable, no a ella misma, sino a la misma sinrazón, a mí, a Jose, a Manolo, salvando del fuego, que al día siguiente daría cuenta del cuerpo de mi tía, un puñado de detalles relativos a la cronología que hasta hacía tan poco había sido la cotidiana. El tupper de comida que no llegó a llevarle a porque pensó que no le apetecería. Cómo al final su hermana ya no podía ni siquiera leer, que era lo que más le había gustado hacer en la vida. Y mientras hablaba, nunca se quebró, no dejó que la pena se adueñara de ella, ni que la conmoción, como a mí, la anestesiara.

El ángel bigotón (me dejas usar la foto ¿verdad? Quería que estuviese aquí para siempre)


Yo, que tantas cosas quiero ser, y a tantas personas me gustaría parecerme, nunca dejaré de admirarla. Quien de verdad quiero ser, de mayor y ahora, eres tú, Esperanza.

martes, 22 de noviembre de 2011

Barrida por la democracia

J.C.B., estás jodido. Porque no acudiste a ocupar tu puesto de vocal en la mesa electoral A de mi barrio, y el peso (anoréxico) de la ley va a caer sobre ti. Porque si en realidad tenías un motivo de enjundia para que te excluyeran de tus risibles obligaciones ciudadanas, estás jodido. O embarazado de seis meses. Lo mismo pensabas morirte a las 12:37. Quizás, pobre mío, seas analfabeto. O puede que hayas cumplido ya los setenta, y preferiste usar tu domingo en la preparación de la maleta que te llevarás a Benidorm. Aunque a mí no me pareció que anduvieras ya por esa franja de edad, si te soy sincera. Porque te vi, ¿sabes? Me quedé con tu nombre a las ocho de la mañana, y más tarde, a eso de las 09:30, lo apunté en la lista de votantes que tú deberías estar rellenando, y donde tendrías que haber apuntado el mío, tú, sí, tú. Tenías esa pinta deslucida de la sesentena esteponera, el jersey que tu mujer habrá comprado en el Carrefour hace cinco otoños, las mejillas de cuero, y un poco de susto al dejar tu voto en la urna. Sé dónde vives, J.C.B. Iría a por ti, si no fuera porque estás jodido.

¿Por qué? Porque me has alterado los planes blogueriles que tenía para el fin de semana. Mira, el domingo iba a hacer una lista de las cosas que, ejem, me gustaría que me regalaran para mi cumpleaños, aprovechando que justo ese día faltaban dos semanas para el importante evento. Le habría insertado alguna veta existencialista a mi frivo-lista, jugando con los conceptos de suplencia y titularidad, mientras me quemaba las espinillas con el fuego de la chimenea que habría obligado encender a mi padre. Compréndeme, mi teléfono habría estado todo el día a la vista, por si acaso te daba un infarto, o una lipotimia, y yo tenía que acudir rauda a la guardería electoral (no es una ironía) para sustituirte. Yo no habría sabido quién eras, si hombre, si mujer, si omaíta, si amazona en pleno dominio de sus energías vitales. Eso me habría dado pie para fantasear un poco contigo. ¿Y si hubieras sido tú la titular, y yo la suplente, no sólo de la vocalía segunda de nuestra mesa electoral, sino de mi, nuestra, propia vida? ¿Cómo serías? ¿Estarías más allá de la espera y de la pereza? ¿Tendrías treinta buenos amigos a los que invitar, de dos en dos, a merendar, y una casa en el campo a la que llegaría el olor a mar? ¿Tendrías esa sonrisa que desarma a los tíos listos, y las tetas que hacen lo propio con mis chicos de las pesas? ¿Podría ocupar yo algún día tu puesto? ¿Cuándo dejaría de pasar frío en el banquillo?

El lunes, de vuelta en Granada, le habría arrancado algún ratito a mi jornada laboral vespertina (porque, como todo el mundo sabe, aunque perezosa, soy una de esas raras personas multitarea que, al mismo tiempo, pueden ser moderadamente eficientes), y, venciendo a la tentación de hablar sobre las falacias actuales de la democracia, porque yo soy una exquisita y no pico en el mismo cubo de pienso que muchos, muchos, de los pollos de mi corral bloguero, habría compuesto un post sociológico llamado “Más triste que la estación de autobuses de Málaga”. La excusa perfecta para, ya que pasaba por ahí, desenhebrar alguna de mis fobias, empezando por ésta de conducir, que me arrojó el sábado a las garras malignas de Portillo (*).

¿Y hoy? Quizás habría empezado a revolotear en torno a un tema que me preocupa tanto que quizás debería callarme: las imposturas de la comunicación verbal, con perdón. Mis tristes y sesgadas digresiones habrían sido bautizadas como “No, mi teniente”, por razones que ya desvelaré, si (atención: trampa) mi teniente me lo permite.

O todavía más quizás, me habría quitado todas estas caretas ridi-reflexivas, y sacado el poso más sincero de mi corazón a pasear por el teclado. Yo doy por descontado que en mi risa y en mi inquietud también pongo sentimiento, y que no finjo cuando juego o cuando merodeo por el huerto de las ideas. Pero éstas son mis verdades de espuma. Por debajo, o por detrás, o por encima de todo, hay una profundidad viscosa y casi impronunciable a la que no se me ocurre llamar de otra forma que no sea amor. O humanidad. Esta tarde, si no fuera porque estoy medio recomponiendo todo lo que J.C.B. ha desordenado, bucearía hacia ese fondo y me subiría el suficiente material compasivo como para cantarle un modesto homenaje a una de las personas que más quiero en este mundo, y en todos los demás. Porque, aunque no lo pida (ella no pide nunca) tal vez necesite que otros corazones nos pongamos ahora a la sombra del suyo, gigante, y lo acompañemos en una pena que muchos no comprenderán. Hoy estoy demasiado dispersa para traducir ese gesto en palabras, pero sabes que estoy aquí, ¿verdad, Entre Comillas?


(*): Portillo: para los no iniciados en la idiosincrasia malagueña/campogibraltareña, dícese de esa compañía de transportes terrestres poseedora de una atención al cliente propia de Rudolf Hess. En esta comparación, sustitúyase “raza aria” por “la gloriosa raza de los pigmeos sin barriga”, y “solución final” por “si hay que cortarle las piernas a la escoria de más de metro y medio, para que quepan en sus asientos, mejor que mejor”.

sábado, 19 de noviembre de 2011

Expedición nocturna

      Alguien se despierta sobresaltado en mitad de la noche. A lo mejor le ha asustado el traqueteo del camión de la basura, o un sueño pegajoso del que ahora no se acuerda. Da igual. Sólo sabe que ha sido brusco y que, de pronto, su casa es un calabozo. Es algo que nunca se le había ocurrido. Su casa, cálida, segura. Rodeada de barrotes. Se ha despertado de golpe, y se volverá a dormir también de golpe. Pero su vigilia durará el tiempo suficiente como para que pueda asombrarse de esta lucidez rara, que poco tiene que ver con el día. Mi casa, mi refugio, una prisión, se repite. Empieza a tener miedo de que llegue la mañana. Las mismas calles de ayer, las personas con las que coincide inevitablemente, los mismos alimentos, el mismo horario, el cuerpo amado al otro lado de la cama y de la mesa del comedor. Se pone boca arriba y cruza las manos sobre la colcha, dispuesto a plantarle cara a la visión. Siempre le ha parecido una vulgaridad sentirse inquieto o apresado por la rutina. Sólo la gente cutre se aburre con lo que parece, sólo parece, repetirse a los largo de los días. Pero esta noche es distinto. Algo oscuro le llama desde un lugar que no identifica, algo que le impulsa a buscar por detrás de los muebles de su casa y de su vida. Qué, no lo sabe, ni sabe si lo necesita. Tiene que encontrarlo, eso es lo único que sabe, eso y que está fuera de su casa. Fuera.

Donde alguien le está cortando la cabeza con una motosierra a seis cadáveres, en una ciudad de México. Donde alguien ha puesto el despertador a las 06:45, a pesar de que hoy le han dado un sobre con el finiquito. Alguien, en la misma posición en la que él se encuentra ahora, intenta todavía de asimilar que el dolorcillo sordo que lleva sintiendo desde hace cuatro meses en el costado era la señal de alarma de un cáncer sin solución. Alguien finge un orgasmo, y su actuación es recibida con tanta emoción, que el placer se vuelve real. Alguien se pregunta, con un retraso de once años, si de verdad estaba preparada para ser madre. Alguien se bebe las palabras que salen de la boca de alguien de barba venerable, tocado con un turbante. Alguien vomita en el suelo de un cuarto de baño cuyas paredes retumban. Alguien encuentra la manera de pedir perdón mediante un abrazo callado. Alguien se reconoce que, después de todo, las Pirámides de Gizeh no son tan fascinantes como se veían en los libros de texto.

Alguien pasa la última noche en una casa en la que ha vivido quince años. Alguien prefiere ser traicionado a la soledad. Alguien delira por culpa del hambre, indignado porque las estrellas del cielo no puedan comerse. Alguien se siente leve y bueno cuando, al otro lado del ordenador, un desconocido comprende su sentido del humor. Alguien se echa a andar, con las manos en los bolsillos, detrás de una mujer que va sola por la calle. Alguien se da cuenta por fin de que aquel amor era un cuento que se había contado a sí mismo para dormirse. Alguien se da la vuelta en la cama y sonríe. Alguien escucha pisadas en el bosque, y no siente miedo. Alguien acerca su mechero al pasto y se pone cachondo. Alguien mira las noticias en su habitación de hotel, y se da cuenta de todo lo que pasa, aunque no entienda ni una palabra del idioma del presentador.

Alguien lía un canuto de hachís revuelto con discursos que explotan como fuegos artificiales. Alguien se enamora del único chico que no habla. Alguien conduce toda la noche con la ventanilla abierta, y despierta de su ligero letargo de autopista cuando huele el mar desde la distancia. Alguien cose a máquina las piezas de la camisa número setenta y tres de la jornada. Alguien se permite llorar, al fin, después de pasarse la tarde entera en urgencias, con el niño que ahora duerme tranquilo y orgulloso de los puntos que le han dado en la barbilla. Alguien se da de plazo hasta mañana, para dejar a su pareja o para matarse. Alguien se da cuenta, aterrorizada, de que no recuerda el nombre de su marido.

Alguien, él mismo, el que se despertó sobresaltado, encuentra lo que le habían obligado a buscar. No le cuesta volver a quedarse dormido.

jueves, 17 de noviembre de 2011

Menudencias bañadas en oro

Ah, los placeres triviales, perfectamente prescindibles y, sin embargo, cuando te percatas de su presencia, qué cara de amor se te pone. Fugaces, porque se queman rápido, tan calentitos, tan suaves. Se me ocurren éstos, ahora (lo mejor es que suelen estar escondidos en sus madrigueras, hasta que te asaltan y te arrancan un oh, sí, ah, es verdad, viva)

      • Pasarme un dedo mojado en saliva por el rosario de picaduras de pulga que adorna mi pantorrilla izquierda. Que exactamente lo que hago ahora, entre línea y línea. Nueve. ¡Nueve picaduras de pulga! ¿Por qué siempre a mí? ¿Por qué soy tan apetitosa para los insectos, y tan poco para los animalazos del gimnasio?
      • Subir sola solita sola en el ascensor de la Delegación, a las ocho de la mañana, cuando las hordas de funcionarios bañados en desodorante asaltan el edificio.
      • Rascarme el cuero cabelludo después de venir de la playa, y comprobar la cantidad de arena que se me queda bajo las uñas. Dulce, añorado placer veraniego.
      • Mojar pan. Eso es universal. El colmo del placer es rebañar ese concentrado mágico que se pega a las paredes de la sartén.
      • Acostarme en una cama de sábanas recién puestas.
      • (Ponerme ropa interior de madame debajo del uniforme) Los paréntesis son para que no me escuchen mis queriditos forestales.
      • Chupar las tapas de los yogures. Si son pecaminosos postres lácteos cargados de grasas saturadas y azúcar, el placer es ya pornografía pura.
      • Despertarme medio minuto antes de que suene el despertador. Me hace sentir como un emperador romano coronado de laureles. “Yupi, a vivir”, canturreo para mis adentros.
      • Encontrarme en el Paseo del Salón al Barrendero Chiflado. Un día le haré un video robado, para que os deleitéis con su manera de darle a la escoba, con movimientos de gondolero y a ritmo de bulería. Qué nubes levanta el tío, qué ambientazo de western.
      • Apoderarme en la biblioteca de un libro recién comprado, sin estrenar todavía. Placer en vías de extinción, dados los dichosos recortes del infierno. Esta vez me siento como un cacique desflorador de doncellas. Con todos mis respetos.
      • Esperar en el sofá a que se seque el suelo del salón, que acabo de fregar. Una Robinsona en mi propia casa.
      • Mear una hora después del desayuno, y que el pis huela a café. Qué comunión con los elementos.
      • Bailar música hortera en los probadores del grupo Inditex.
      • Partir las primeras veinte almendras de un cubo repleto.
      • Comerme la tetilla de una barra de pan en el trayecto de la panadería a mi casa. Le tengo especial afición, también, al ratoneo de galletas. Coger una del paquete, mirar a lado y lado, porque sin furtiveo no tiene gracia, morder, y dejar inocentemente el resto de galleta en el mismo sitio.
      • Ver esas cajas profesionales de lápices de color en el escaparate de una papelería técnica. Bueno, todo lo que hay dentro de esas cuevas de Alí Babá me estremece. Ese olor. Dios.
      • El tintineo de los cubitos de hielo cayendo en un vaso de tubo.
      • Dejar un círculo de vaho en la ventanilla de un tren. Hace ya tanto tiempo.
      • Pasar por debajo de un castaño de Indias que yo sé, y levantar la cabeza, sin parar de andar. Ahí está, por arte de magia, el bosque entero, en la ciudad.
      • Acariciar y acariciarme los lóbulos de las orejas. Qué invento.
      • Rebañar con el dedo el chocolate que se ha quedado pegado en el cazo donde lo he fundido previamente, y ponerme la boca perdida, y de paso toda la cocina.
      • Arrancar pajitas del campo, sobre todo si están recalentadas, y jugar a Lucky Luck.
      • Buscar rutas alternativas en un mapa de carreteras. Porque, cuando no me duermo, soy un lujo de copilota. Me río yo de los GPS.
      • Levantar la capa coagulada que se forma en la superficie del arroz con leche o de las natillas, zampármela yo sola, y que mi mamá me diga, todavía, estate quieta, niña.
      • Ponerme, después de la ducha, el albornoz espeso que me regalaron mis tías, justo encima de la crema hidratante. Me convierto en un balneario andante.
      • Pasarme una mano por la nuca recién pelada, tal y como ahora mismo. Es que me encanta la forma de mi cráneo. Qué cosa más egipcia, esta mollera mía y este placer, porque sepan ustedes que a los tutankamones, unos lascivos selectos, les ponían cantidad las cabezas rapadas, masculinas o femeninas. 
         
Y aquí  pongo el fin, porque, en realidad, de lo que yo me proponía a hablar esta tarde era de mi tortuosa relación con la peluquería. Pero estoy sola en la oficina, t-r-a-b-a-j-a-n-d-o, y el sol se colaba por las rendijas de las persianas, cuando empecé a escribir en modo interruptus, y las mesas parecían las del rey Midas, y yo me sentía magnánima como una vaca retinta recién desayunada.

Si fueran tan amables de continuar esta lista en la sección de Comentarios... Pero la gracia está en que sean menudencias. Nada de olor a tierra mojada ni de gatitos ronroneantes ni de puestas de sol)


miércoles, 16 de noviembre de 2011

La música amansa a los idiotas


Entró al escenario con paso lento, apoyándose en una muleta, y el silencio expectante del público se hizo todavía más denso ante la visión de ese pie derecho que colgaba como el de un perrito cojo. Se sentó, ordenó los pliegues de su túnica naranja, y colocó la kora entre sus piernas. Y entonces fue como si todas las historias de un pueblo viejísimo empezaran a descolgarse de las ramas del silencio, o de nuestro ruido cotidiano. Ahí estaba, de pronto, todo, el amor, el miedo, el recuerdo. La sangre, la pena, la espera, el latido. Ahora sé que eran sólo cuatro dedos los que utilizaba. Cuatro dedos para convocar al antílope y el éxodo y el rebaño y la hoguera. Podría seguir enumerando hasta el final del diccionario, y por eso resumo diciendo “todo”. Todos los instrumentos, todas las veces en las que un hombre tomó entre sus manos un resto de algo que una vez estuvo vivo, un trozo de madera, una calabaza, un pelo, e imitando su propio pulso y su voz, lo resucitó. Al cabo de poco menos de dos horas, que parecieron eras, se levantó de su asiento, estrechó la mano de los tres músicos que lo acompañaban, y que, sin ser viejos, tenían su mismo aspecto venerable, y recogió su cojera y su mundo tras el telón. Pero no su arte. Eso se quedó.

Todo el camino de vuelta a mi casa, mientras andaba en paralelo a nuestro río raquítico, que ya respira a menos de diez grados, fui acariciando en mi mente la última de sus melodías. No quería perderla. No podía. Quería ser como esa canción. Quería ser ella. Honda, tranquila, evocando sin nostalgia la belleza y el músculo del mundo. Quería que la sensación de limpieza que experimenté durante el concierto continuase. Porque fue eso, un bautismo de los antiguos, de cuerpo entero. Llamadme ingenua, pero realmente percibí cómo toda la porquería de mi ser (el nervio, la queja, la debilidad de estar junto a otro y no comprenderle ni que te comprenda, y entender esa incomprensión como un rechazo) era arrastrada por la música. Hubo momentos en los que incluso sentí que me estaba nutriendo, y que todo mi cuerpo digería esa misma música, que mi clavícula, de repente, sabía oír, y mi tobillo tarareaba, y tenía la barriga llena de notas, y mis células se habían hinchado y estaban jugosas, y todos los espacios vacíos vibraban. Ahora es cuando podéis llamarme fantasiosa. No sé lo que fue, ni qué proceso fisiológico se desencadenó. Pero es verdad que, tras el concierto, me sentí embellecida. Ennoblecida.

Palabrería, pensaréis. Dejad que os siga explicando. Era notarse humilde y pulido como un trozo de madera. Grande y pequeño a la vez. Demasiado pequeño como para hacerle hueco a las pequeñeces. Lo bastante grande como para sentirse desahogado por dentro. Para el aire limpio había hueco, no para la exigencia, no para la tristeza pegajosa. A estas alturas quizás os hayáis dado cuenta de que la persona con la que fui al concierto y yo habíamos discutido, con muy pocas medias palabras y un silencio de filos oxidados. La razón minúscula me la reservo, porque pertenece a una esfera íntima, y porque ni yo misma la sé. Todo no se puede contar, gente deluxe, o sí, pero es que yo he firmado, conmigo misma, un contrato de confidencialidad sobre los asuntos que afecten no sólo a mi corazón, sino al de esa otra persona. En fin, que toda esa morralla sentimental se lavó.

Y supe que el olor vil y nauseabundo de los perros en descomposición con el que me las tuve que ver por la mañana, durante el trabajo, no atentaba contra la belleza musgosa del lugar en el que los recogimos, mi compañero y yo (en una de éstas os voy a narrar con gusanos y detalles en qué consiste exactamente esa faena. Que se preparen los que casi vomitaron con el momentazo sifónico, y los que se ríen de mi endeblez profesional). Supe que podía, y hasta debía, enamorarme de cualquier persona y de cualquier cosa. Supe que en las pocas nociones fijas que manejamos a lo largo de nuestro día a día cabe más bien poquito. Supe que yo es una palabra muy, muy cortita.

Lástima que ésta fuera una sabiduría tan privada, y tan abstracta y tan difícil de compartir.

Para compensar la vaguedad de este post, os dejo otra de esas musiquillas que abren la lata del corazón. También para minicelebrar que hoy hace un mes que este coche arrancó (¿tan poco?). No es Toumani Diabaté, porque el Sr. Youtube no le sienta nada bien. Para sentir lo que ayer sentí yo hay que estar encerrado con él, bajo el mismo techo, o el mismo cielo, o la copa del mismo baobab. A cambio, os dejo una canción que no tiene nada que ver, pero que me maravilla. Ojalá pudierais escucharla alguna vez en el coche, a toda volumen, por una carretera paralela al mar.


martes, 15 de noviembre de 2011

La fábula de la parada nº 5 millones

       “Todavía no hemos visto el fondo”, dijo alguien. Los demás asentimos sin palabras. Fue sólo un momento de silencio, y si hubiera pasado realmente un ángel, habría sido uno negro. Un solo momento de desazón amable, y luego, de nuevo los chistes fáciles de las 13:30 de la tarde.  Ninguno de nosostros puso mucho empeño en pensar lo que sería de nuestras vidas si un coletazo de estas políticas económicas demenciales, que tanto se han llevado ya a su paso, y lo que te rondaré, morena, nos dejase también a nosotros sin trabajo. Si alguien se acordase de ese débil eslabón de la burocracia que es el Agente de Medio Ambiente.

Así que es ahora, sola y sin el uniforme (juraría que confeccionado en kriptonita), cuando me pregunto que pasaría si de aquí a, pongamos, dos o tres años, alguien tuviera el (¿buen?) criterio de considerar superfluo mi trabajo. Que, para más inri, es nuestro trabajo, mío y también de Jose. Imaginemos.

Después de unos días, o semanas, que nos parecerían de descanso, en los que casi tendríamos que forzar la memoria para recuperar, un poco culpables, nuestra perplejidad, tendríamos que ponernos manos a la obra con las decisiones.

 La primera sería, seguramente, la de dejar el piso, nuestra minúscula cueva calentita y llena de ropa (sí, me repito más que el ajo) y libros. Jose propondría la casa de sus padres como alternativa gratis. Y yo me quedaría callada, incapaz de decirle que no, pero a la vez sopesando, en pleno ataque de raciocinio, que lo suyo sería quedarse una temporada en Granada, donde habría más posibilidades de encontrar un trabajo. Porque después de diez años de funcionaria, todo mi ser tendería, con todas sus fuerzas haraganas, a un nuevo puesto asalariado. Así que nos mudaríamos a su casa de Alhendín, llena de cariño y habitaciones sin usar. Daría vueltas como un león de circo por todos los recovecos incomprensibles, las comidas de su madre me sentarían regular, y no sería raro si me preguntasen "qué te pasa". Me dejarían cocinar sólo una vez por semana, pensando que bastante tenía yo ya con andar buscando trabajo. Me pondrían de adorno en el salón, junto a las figuritas de cerámica y los recuerdos de bodas.

 Y el trabajo seguiría sin llegar, porque las empresas de consultoría ambiental habrían sido barridas por la crisis. Tendría un par de intentos dentro del ramo del turismo ecológico o de la educación ambiental, pero lo dejaría al par de semanas, porque me pagarían una mierda, o por miedo a terminar empujando al fondo de un barranco a un dominguero cutre y listillo, o a un niño histérico por no encontrar un enchufe donde cargar la play portátil, o como se llame eso, durante un campamento de fin de semana. 

Al final no podría más, y me largaría a la casa de Estepona, a la de mi padre, donde recuperaría parte de mi independencia cotidiana, y el oxígeno que, a fuerza de techos bajos y dichos de pueblo, habría volado de mi sangre. Jose, comprensivo como un Hermes, alternaría temporadas conmigo y con sus padres. Allí no tendría tiempo para aburrirme, ni para merodear por los cuartos. No necesitaría subir veinte veces seguidas las escaleras de la planta baja a mi habitación, porque sería raro que el culo se me quedase entumecido. Me daría todavía un tiempo de recreo, para escribir y pasear. Después llegaría el tiempo de aprenderse el calendario del huerto: me las tendría que ver con la mulilla mecánica y los mirlos, con la mosca blanca y el exceso de aguacates. Mi padre, al final, transigiría ante mi imposición de novedades. Meteríamos gallinas. Conejos no, porque no tendríamos valor para liquidarlos. Él se negaría mil veces, pero al final terminaríamos teniendo una cabra, que habría que atar para que no se comiera los brotes de los naranjos. La amenazaríamos con convertirla en cecina hasta que se dejara ordeñar. Un día yo bajaría la cuesta del huerto gritando, como una Arquímedes posesa, yogur, papá, yoguuur. Estudiaría cien libros de agricultura ecológica. Haríamos conservas. Me cuidaría mucho las uñas. 

Un día de poniente asesino, con la cintura quebrada de recoger fresas, algo me diría que había llegado el momento de poner punto y seguido a la fase pastoril de autosuficiencia. Sería cuando llevase un tiempo ya haciendo cuentas, y dejando siempre el resultado para el día siguiente. Es verdad que no gastaría mucho, el coche o el autobús para ir alguna vez a Granada, la cuenta de internet, cuyo gasto no querría endilgarle a mi padre, alguna cosilla de ropa, para seguir sintiéndome una chica pinturera. Bocaditos que irían dejando mondos los ahorrillos que me resultaran del ERE. Habría llegado, pues, el Momento. La hora crítica de las preguntas honestas. Por ejemplo: qué tengo, qué sé hacer, para qué valgo. Apuntaría dos columnas en una libreta, una con las respuestas, y otra con los proyectos que a ellas pudiera asociar.
  • Cocinar poner cinco mesas en la terraza, en los porches, o bajo los aguacates, y servir comidas con encanto rústico-chic a turistas con clase.
  • Cultivar promocionar en internet cestas de frutas y verduras ecológicas, y de mermeladas y panes como los de tu abuela.
  • Leer/Interpretar el monte → repartir, entre los turistas con clase-ávidos-de experiencias-andaluzas-integrales, folletos, hechos por mí misma, y subvencionados por la pensión menguante de mi padre, mediante los que publicitaría mis rutas guiadas por las bellezas naturales de Málaga y Cádiz. Tratar de pescar a un octogenario dueño de un castillo en las Highlands.
  • Escribir → beneficiarme de los réditos publicitarios que puede rendir un blog popular (guiño a todos ustedes, lectores: no queréis que muera de hambre, ¿verdad?). Si es necesario, enseñar las tetas, o revelar que mi padre me está violando. Prohibido plantearse reparos sobre si eso, escribir, es algo que sé o no hacer. Seguro que por internet pulula gente que se hace de oro aunque escriba como un molusco. Crónicas, revistas, hasta libros!
  • Creerme, a escondidas y pese a la timidez, más lista que la media →inventarme talleres de escritura creativa, de cocina o de conservas, dirigidos a las marujas de alta gama de Estepona (las de baja, pobrecitas, seguirán haciendo malabares con los productos Hacendado del Mercadona). Con caradura, internet y todos los libros que tengo no creo que tuviera mucho problema .
  • Etc?
Así pasaría bonitas tardes. Levantaría la mirada de la libreta, y vería pasar por el cielo las inevitables bandadas de garcillas, de camino a sus dormideros. Me diría, toda desprendimiento, que el mundo se articula perfectamente conmigo o a mi pesar, y quedaría estupenda. Que la maraña de necesidades es inescrutable. Que, si aprendo a mirar, la balanza de las cosas que sé y no sé hacer se acerca al equilibrio.

(Habrá quien piense que no debería frivolizar con un drama de dimensiones colosales como es el paro. Quien se diga que, visto que soy una privilegiada, con mi trabajo fácil y bonito y seguro, hasta que se demuestre lo contrario, podría meterme las fábulas en el culo. Espero que ese alguien haga el voto solemne de no reírse nunca, cada vez que vea el telediario)

domingo, 13 de noviembre de 2011

Simulacro de incendio


¿Cuántas veces había bajado a la calle, esta mañana? ¿Cinco, seis? Eva ya había perdido la cuenta. Siempre era lo mismo: estaba concentrada frente a su ordenador, presumiendo para sí misma de la velocidad con la que crecían las filas de sus cinco tablas de Excel abiertas, y, de pronto, la puerta de la oficina no dejaba de abrirse, y un barullo de voces se colaba por ella, junto al golpe inevitable de aire frío. Chistes que deberían premiarse con la guillotina. Una que le contaba su receta de estofado a otra, con un detallismo exasperante. La risa de gaviota de la responsable de cuentas. Los silbidos eternos del jefe. Eva, entonces, ya no podía estarse quieta en su silla. Le dolía el culo y se frotaba las cervicales, añorando los masajes de su marido. Había que bajar a tomar aire. Y, mientras contaba los escalones que separaban la quinta planta en la que trabajaba de la calle, se decía que, a estas alturas, debía de ser la empleada que más probabilidades tendría de sobrevivir si se declarase un incendio en la empresa. Ese pensamiento le puso una sonrisa maligna en la cara. Imaginó los tubos fluorescentes estallando en rosetas de fuegos artificiales, los ordenadores retorciéndose sobre sí mismos, y a ella en la calle, contemplando los brazos arracimados en las ventanas, y justo debajo las llamas, queriendo abrazar a los de arriba, moviéndose como sirenas, como algas, y ella, otra vez, hipnotizada, o riéndose a carcajadas, o robándole el silbido de la Cabalgata de las valquirias al jefe, que por fin se había callado.

Al franquear el portal del edificio, volvió a sentirse un poco decepcionada. En la calle, sólo olía al humo mezquino de los coches. ¿Qué hacía allí parada, si ni siquiera fumaba? Pues lo de siempre: darse un paseíto hasta la primera esquina, y luego pararse de súbito y volver, aparentando que había olvidado algo. Otro simulacro, se dijo. Pero no, esta vez, a la quinta o la sexta, por fin, pasó. Ahí, en la acera de enfrente, estaba el hombre, quitándose el casco. Eva sacó su móvil del bolsillo de la chaqueta, se lo llevó a la oreja y empezó a asentir con la cabeza ante las preguntas de nadie. Sabía que, nada más llegar, él siempre se echaba un cigarro, y se ponía a mirar distraído, así que tenía que parapetarse. Sabía que él, ahora, estaba mirando en su dirección. Eva, pues, bajó la mirada al suelo, coqueta, y empezó a dictarle al teléfono mudo una lista de la compra. Se daba cuenta de que todo lo que se le ocurría estaba ya dentro de su cocina, y eso, esa falta de verosimilitud íntima, más que la comedia al teléfono, fue lo que le hizo sentirse ridícula.

Alzó la cabeza, dispuesta a volver a su oficina, jurándose que se habían acabado las tonterías de quinceañera. El hombre ya no la miraba. Entonces, sí, se lanzó a espiarlo, y conforme lo hacía, su cara fue adoptando la misma expresión, entre el hechizo y la repulsión, que se le ponía cada vez que se obligaba a ver una película porno con su marido.
Era la cabezota, con su forma sutilmente aguitarrada, y ese pelo. Eva estaba segura de que sólo el acto de quitarse el casco había deshecho, esa mañana, la labor nocturna de la almohada sobre el peinado del hombre, y de que su mujer debía de pronunciar la palabra divorcio todos los sábados, frente a la constelación de gotitas de pasta de dientes que decoraba el espejo de su cuarto de baño. Sus mejillas, que le recordaban al bizcocho que hacía su abuela, y la guayabera que llevaba puesta, tirante a la altura del ombligo, desamparada sobre los hombros. Entre medias, en cambio, Eva intuía unas tetas bien puestas, firmes sin llegar a musculosas, con unos pezones diminutos de gato macho. Había otros restos fosilizados de juventud en la figura del hombre: las zapatillas deportivas, unas piernas propias de alguien que siempre fue delgado, y unas pulseras de cuero en la muñeca que sostenía el cigarro, puede que medio soldadas ya, a fuerza de tiempo y de sucesivas duchas, aunque tampoco tantas. Eva imaginó el trozo de piel que quedaría bajo las pulseras, blanda y pálida como una tortuga sin caparazón, o peor todavía, como las manos de un ahogado. Imaginó también, a su pesar, las uñas cortadas de sus pies, flotando en el agua parda del water. Le daba grima, y sin embargo. Bueno, así que ahí estaba de nuevo. Al final no se había largado a otra editorial.

“No quedan botes salvavidas, compañero. No podemos abandonar el barco”, le dictó Eva a su grabadora imaginaria. Y también: “Pose trasnochada, boca al bies de cantante melódico italiano. Este tío es de los que se jactan de saber decirle "no " a la comida de Navidad. Da asco”. Y, sin embargo, echó a faltar, en ese momento, una cámara de fotos que no fuera imaginaria. A la izquierda del hombre se aproximaba un autobús. A la derecha revoloteaba la bandada de adolescentes que acababa de cruzar delante suya. Él todavía las miraba, con la ceja un poco levantada, como si estuviera en un garito de barra americana, y acariciara con desapego unas piernas tan lisas, que parecían ortopédicas. A Eva se le ocurrió que sería bonito poder imprimir esa foto. Sería bonito poder enviársela a ese hombre, con el que no había cruzado más de cuatro frases y que le hacía fruncir el ceño más de la cuenta, en el transcurso de su próximo viaje a Sicilia, en el que contemplaría fachadas barrocas y cielos barrocos, dormiría en camas barrocas, haría el amor, con amor, con su marido, y olvidaría por completo sus jornadas laborales. Una postal clandestina en la que apuntaría algo críptico, como “Quién sabe en cuántas fotos ajenas aparece uno”. O quizás no fuera algo bonito, sino sólo inexplicable, lo que era suficiente a esas alturas de la vida de ambos.

Cuando el autobús salió por la esquina izquierda de la fotografía, el hombre ya no estaba. Si había entrado al edificio, ella no lo había notado. Tampoco esta vez olió a humo de incendio. Otro simulacro. Con paso lento, Eva subió a su oficina.

sábado, 12 de noviembre de 2011

Los bajos fondos de una casa

Estaba entre feliz y horrorizada por tener dos y hasta tres historietas rondándome en la cabeza. Feliz porque, a pesar de lo que digan compañeros de piso ajenos (guiño), no me ha empezado a quemar todavía esta frenética actividad bloguera. Horrorizada porque las historietas no eran tales, sino un batiburrillo de ideas blandas e imágenes como las de cuando me quito las gafas. Y convertir todo ese en un relato es duro, amiguitos. Pero, entonces, durante la tarde, hizo su aparición en mi vida uno de los conceptos más siniestros que se puedan concebir. De ese tipo de conceptos que aniquilan emociones humanas básicas como la felicidad o el horror. De esos que hay que pronunciar con voz de Halloween:

         ¡¡¡ EL BOOTEEE SIFÓONICOOOO !!!

En realidad todo empezó hace tres años, que fue cuando me mudé al minipiso en el que vivo. No tuve que esperar mucho para darme cuenta de que mi chollo pequeñito tenía un pequeño defecto. Esto... olía. A cañería medieval. Será cosa de la lluvia, me decía yo, ilusa. Seguro que con el tiempo, el meteorológico y el humano, mejora. A lo mejor, que la casa haya estado deshabitada una temporada, entre la anterior inquilina y yo... Parece ser que el hecho de que el cuarto de baño de un piso de unos cincuenta metros cuadrados tenga, pegados en las paredes, ni más ni menos que dos asquerosos ambientadores (invento del demonio) no me dijo nada. A veces no soy muy sagaz, la verdad. No había nada que hacer. La casa olía y punto. Pero es acogedora, y tiene dos balcones por donde se ve Sierra Nevada, y un olmo que me enseña amorosamente el ciclo de las estaciones, y un ciprés donde se posan las tórtolas, y un molino de harina del siglo nosécuantos que ya está restaurado. Antes de hacerlo en esta casa, yo vivía en algo parecido a una cueva junto a un taller de Renfe. Estaba ávida de luz y horizonte. Así que puse todo mi empeño en sufrir en silencio los malos olores (es que tengo un olfato muy, muy bueno). Aprendía a ver mi casita como a un tío bueno, intelectual, con sentido del humor, corazón y dotes amatorias propias de un Casanova ….con mal aliento.

Hace un par de meses, y después de sucesivas recaídas y mejoras de la enfermedad del olor, todo empeoró. La bañera dejó de tragar. Cielos. No la insulté demasiado, porque yo también he tenido mis más y mis menos con eso de la deglución. Había que ducharse con los tobillos inundados, y punto. Pero mi empatía se empezó a quebrar cuando la bañera dichosa, por si no tuviera suficiente con no chupar el agua, empezó a vomitar. Como lo oyen. Primero, pelos, y luego, todo tipo de motas viscosas indiscernibles. Tal y como un vómito de pisto. Yo abría el grifo del lavabo y, oh misterio, oh tiniebla, una oleada de esa inmundicia era regurgitada por el desagüe de la asquerosa, enfermita, puta bañera anoréxica.

Como dentro de mis muchos dones no suele figurar el sentido práctico, mi única reacción, tras el estupor y la propia arcada, fue esta declaración gloriosa: “Jose, la casa se está agotando ... (Pausa efectista) … de nosotros”. Ni la horrible de Blanche en Un tranvía llamado deseo. Creo que a esta maniobra, en psicología, se la llama desplazamiento de la culpa. Yo me agobio en la minicasa, habitada por dos Homo sapiens, un puñado de polillas de la harina, multitud de pelusas, medio Zara, secciones Woman, Man y Trafaluc, y los ecos de una vecina con fobia social, cuya tele, en la que parece haber un bucle sin fin de Sálvame deluxe, está a la altura exacta del cabecero de mis camitas gemelas. Me dan remordimientos, porque yo a mi casita la quiero mucho, a pesar de. Ergo, la culpo a ella de querer echarnos. Suerte que tengo un Jose con más resolución que yo, pero sobre el que empezaban a hacer mella los sucesivos fracasos con desastacadores químicos, chupones y las leyes de la Mecánica de Fluidos, y un sabio padre, que nos dio la clave para solucionar el enigma. “¿Sinfónico, opá?” (Seguro que todos los cenutrios desesperados hacen el mismo chiste).
Y así es como el concepto entró en mi vida. Resumiendo, el bote sifónico es como el apéndice de un cuarto de baño, el lugar absurdo adonde va a parar toda la mierda indigerible, hasta el día en que dice hasta aquí hemos llegado de pelos y espuma de afeitar (¡¡¿¿indigerible??!! Por dios, chicos ¿qué os echáis en la cara para afeitaros? ¿Cemento?), y se inflama. Cuando eso pasa, no queda otra que operar: abrir, reprimir el asco, meter ahí la mano y sacar la peluca de Aramis Fuster. Pueden hacerse una idea del proceso con este edificante vídeo:



(Me troncho con éstos dos. Los comentarios de Isa, y las maniobras medio pornográficas de su maromo. Parece un mamporrero, o lo que la leyenda urbana dice de no sé qué película sobre Calígula)

Y voilà. Mi bañera ya no tiene angustia física o existencial. Traga como tiene que tragar un desagüe bueno. Esta noche la dejaré descansar, pero mañana, ah, la ducha que me espera va a ser de las contraindicadas en casos de conciencia ecológica y dermatitis atópica. Final feliz.

Moraleja uno: qué pena, vivir en un lugar, y ser ciega a su anatomía, a sus achaques, a sus depresiones, a su memoria; qué cortedad, ignorar la física del mundo

Moraleja dos: ojalá en el alma humana hubiera un bote sifónico.