sábado, 30 de enero de 2016

Profesor

 
Era grandote, un poco cargado de hombros, y a mi amiga le daba morbo su ojo díscolo. Cada vez que entraba en clase ella chupaba el boli, y yo ponía una cara como si la estuviera viendo masticar caracoles crudos. Nuestra costumbre de ser adolescente nos impedía reconocer que a mí también pudiera gustarme un poquito. Ella se caldeaba con hombres que podían ser sus padrinos. A mí, que era carnosa, de risa fácil y palabra corta, me gustaban mis contrarios: nocturnos, antipáticos y huesudos.

Pero aunque siguiera el juego de no darle la razón a mi amiga, lo cierto era que aquel profesor me gustaba. Estaba ahí enfrente, hablaba de manera inteligible y sugestiva, y con eso tan simple bastaba. Su acento granadino era delicado, casi aristocrático, como si en la lengua tuviera un carmen. Abría ventanas en asuntos que a primera vista parecían obtusos. Desbrozaba campos enrevesados. Hacía comprensible lo oscuro e interesante lo acartonado. Era como la savia circulando por madera muerta: al paso de sus palabras, el Derecho revivía.

No me dejó más huella que la confianza de que incluso allí, en la Universidad adulterada y prosaica, el lenguaje era todavía importante. Que aún había posibilidad de aprender algo. Entre tanto vómito de conocimiento especulativo, fórmulas intangibles, discursos enlatados; a pesar de la mediocridad y el sopor sistematizados, había un atisbo de esperanza, un salvador zarandeo en una siesta de la que casi nunca terminabas de despertarte.

Pero no recuerdo ni una de sus enseñanzas. Me gustaría poder declarar de vez en cuando “como decía el profesor Serrano...” Corroborar de esa forma la certeza de que, entre tanto docente perfectamente olvidable y hasta digno de denuncia, él sí que fue importante. Yo entonces era casi impermeable. Estaba patológicamente atenta a mi corazón y a la busca de nichos vitales. Mi cháchara interna me volvía medio sorda al mundo. Vivía en una dimensión epidérmica: lo que no era yo me resbalaba o me deslumbraba. Pero pocas cosas reales conseguían penetrar en mí y alimentarme. Era dócil y tímida como los animales.

Y ahora que mi profesor ha muerto, pienso que cada vez que desaparece alguien a quien conociste de soslayo se forma una arruga en tu vida, un repliegue en la alfombra que pisas adonde van a enterrarse para siempre algunas de tus existencias alternativas. Lo vi paseando una vez por mi barrio con un niño de la mano, mirando los dos la copa de los árboles, y me dije: “ahí va un hombre brillante”. Y también “ojalá hubiera estado yo entonces más despierta como para interactuar con esa luz y no deslumbrarme”. Ya no hay manera de que sus palabras, como al Derecho, me revivan.

miércoles, 27 de enero de 2016

X el imborrable

 
En la vida hay encuentros decisivos, personas que resuelven o arrasan tanto que casi no puedes concebir que hubiera una época previa a ellas. Son tus pilares estructurales, uniones que construyen tu trama de tal modo que, poco a poco, con el correr de tu nueva vida, se difumina la circunstancia en que todo empezó a fraguarse.

Y luego están los encuentros irrisorios que no dan ni para una nota al pie de tu historia, anécdotas perfectamente olvidables que, por algún mecanismo de la memoria especialmente sarcástico, no se olvidan. Como si tu cerebro se hubiera rayado accidentalmente en esa pista. Sin un subtexto escondido, sin moraleja. ¿Por qué vuelve una y otra vez esa cara, ese contexto, esas tres palabras planas? Cualquiera sabe. Lo mismo sí hay un subtexto, un recado tan sutil que es como si estuviera escrito en un idioma de dentro de treinta siglos.

Yo recuerdo de manera forzosa y aleatoria a un tipo que me conocía. Me topé con él inevitablemente mientras intentaba abrirme camino en un pub atestado. Tanto tiempo hace de eso. Cielos, era Nochevieja. Entonces todavía me empeñaba en simular fe en ese tipo de fiestas. Buscaba mi hueco por la selva de cuerpos, y cuando no lo encontraba, metía cadera. En cierto momento mis huesos encontraron resistencia en un absurdo traje gris delfín. ¿Sabes cuando la maraña de un bosque parece tener voluntad manifiesta de no dejarte paso? A veces el bosque te reclama, y a mí esa noche me reclamó un par de ojos tan insistentes que parecían zarzas.

Holasilviafelizaño. A mí no me sonaba de nada, el dueño de ojos y traje. De casi nada. Tanto como la cara de la comadrona que me sacó de mi madre. Me miraba, me miraba, y yo... No supe fingir ni hacer tiempo hasta que mi memoria viniera al rescate. No hubo ocasión para la diplomacia. A veces soy insultantemente expresiva. Y él siguió mirándome, miraba, miraba, no había manera de desenredarme de las zarzas, y miraba y miraba, y yo nunca he visto tan claramente a unos ojos encapotarse. No sabes quién soy, ¿verdad? Verdad absoluta. Intenté un par de nombres en vano. Siguió mirando y mirando sin decir ni una palabra, como si le resultara bochornoso explicarse. Me miraba como mirarías a un airbag pinchado, a un antibiótico pasado de fecha: algo que de ningún modo tenía que fallarte.

Al final no le quedó más remedio que dejarme paso. Me zafé de sus ojos y me fui con mi desconcierto de diva miope a otro parte. No volví a verlo ni esa noche ni nunca. Aún no he adivinado quién era. Mi cerebro se ha quedado rayado en esa pista, y no doy con la moraleja. Nunca olvidaré al tipo del que no consigo acordarme. 
 

domingo, 24 de enero de 2016

Gracias por los flechazos

 
Paola Vaggio escribe como si en vez de con lenguaje, se las viera con tendones, articulaciones y músculos. Hay algo atlético en sus frases, algo del ensimismamiento del deportista olímpico mientras se entrena. La ligereza letal del practicante de esgrima. La llave inapelable e imprevista del artista del judo. En sus palabras como carne abierta, láminas de un libro de anatomía de los sentimientos, acecha un ataque. Quién iba a pensar que ese caballero tan bien puesto fuera a robarte la cartera. Cómo presagiar que los textos urgentes de Paola Vaggio, como escritos a pie, como sueños anotados antes de que se esfumen, fueran a dejarte en bragas y con tus heridas al aire.

Yo me presto a que me ponga una manzana sobre la cabeza. Contemplo cómo tensa el arco. Crujen las maderas, silba la flecha. Un líquido chorrea por mi frente. Sea sangre o zumo, no creo que pueda salir indemne. Yo también he sentido una nostalgia de prendas de ropa en mi armario que no fueran mías. También la impresión de que la vida de la gente es ininteligible como los borboteos que escuchas bajo el agua. También he escondido en un bolsillo interior de mi mente una petaca de esperanza porfiada.

La fuerza de imán de sus imágenes. Hablando de sí es como si grabara veinticuatro horas en la intimidad de eventos secretos: veinticuatro horas de un volcán en efervescencia; veinticuatro horas en lo hondo del bosque; veinticuatro horas de la vida mínima alrededor de un cactus del desierto. Y leyendo tú sientes que estás espiando. Que has tenido la oportunidad de contemplar algo que tal vez no vuelva a suceder nunca, un cometa que no volverá a surcar el cielo para que sepas cómo expresarlo.

Me encanta cómo escribe Paola Vaggio. Esto: Lanzar sueños al azar. Aleatorios. Injustificados. Como un flechazo.

Me he pegado a esas palabras y a ese empeño. Llevo todo el día componiendo vídeos musicales con sueños. Me veo metida en un traje de apicultor a treinticinco grados andaluces, borracha de espliego y de vuelos, rara como un astronauta, señora feudal de los insectos.

Me veo echada sobre una tabla de surf, moviendo apenas los brazos en un mar que se ha quedado en calma de pronto, conforme en mi flotar como la Bella Durmiente en su lecho, sin echar de menos el movimiento.

Me veo montando a caballo sin silla. Viviendo en una casa sin luz, calefacción ni baño. Haciendo cráteres humeantes al mear sobre un suelo nevado. Me veo ordeñando y amasando, y me veo cocinando garbanzos en una autocaravana mientras afuera se arremolina la niebla. Amaneciendo en un pequeño barco pesquero. Me veo subiendo las escaleras de un faro y colgando cabeza abajo de la rama de un árbol. Con un halcón volviendo a mi puño. Durmiendo en un coche bajo el cielo de Colorado.


domingo, 17 de enero de 2016

Caer en lo básico

 
No puedo dejar de dormir. De noche, de día. Sin sueños ni interrupciones. El coma sube imperceptible e inexorable como la marea y luego baja, y me deja igual que cuando el mar se retira, con algas mojadas en los ojos y pozas de somnolencia. Soy un bebé, soy un gatito, soy una piedra. Mi cuerpo anda a la gresca con un resto de voluntad humana que se empeña en arrancarme la manta.

Y después, cuando lo consigue, no puedo dejar de hacer comida. Una espesa sopa de calabaza y pollo que huele como si, a modo de El Perfume, hubiera destilado el regazo de una abuela. Calabacines y cebolletas melosos como novias colombianas. Más pollo, puesto a marinar esta vez en naranja y miso. Bailas asadas que saben a rescoldo de verano, toallas de playa meciéndose en el tendedero, hombros calientes, labios salados. He cocinado para tres días o para tres casas, y si no tuviera ya los dedos arrugados de tanto enjuagarme las manos, metería la cabeza en la nevera y no pararía hasta agotar las posibibilidades de la combinatoria de alimentos.

Pero como también me gustan las cosas crudas, no puedo dejar de leer a Steinbeck. ¿Me pongo pesada? ¿Pueden seguir llamándose “declaraciones” a las manifestaciones repetidas de arrobo? Yo creo que sí. Cada vez que te enamoras parece siempre la primera. Cada gota de entusiasmo retrasa el reloj de tus células. Pone el contador de tus percepciones a cero. Me gusta Steinbeck porque:

Huele. A chapa caliente, a restos de bebida en los vasos que se abandonan en los bares. A cieno. A pintalabios barato. Al mar que no se ve y empapa el alma.

Es un coleccionista de afueras. Sabe seguirle el compás a los movimientos naturales.

Es un arca de Noé lleno de animales callejeros, chorreantes, interesados, ávidos de cariño.

Derrocha inocencia en cada personaje que reincide en su luminosa torpeza.

Corta el mundo según un patrón de amistad.

Se columpia en la imposibilidad de futuro.

Camufla perfectamente de simplezas lecciones de sabiduría como que sólo los tontos encienden grandes hogueras.


Así que, muchachas y muchachos, leed Cannery Row. Dormid y cocinad sin cuento. Dejaos caer en lo básico.

Y por aquí se mueve toda esa gentuza borracha y amable de Steinbeck. Gracias por la foto.

miércoles, 13 de enero de 2016

Al volver

 
A las siete de la mañana las perras no han empezado a ladrar todavía, como si supieran que algo ha atacado nuestra fortaleza y quisieran ser delicadas. Qué silenciosa está la casa. Parece que le hubieran echado encima un hechizo. O a lo mejor, después de haber dormido nueve horas, soy yo la que está hechizada. Abro los postigos de la ventana con cautela, por si acaso en vez de horas mi sueño ha durado siglos. Después de novecientos años, sabe dios con qué paisaje vas a encontrarte. Pero sólo encuentro negrura. El sol siempre se hace el remolón a una hora del dedo gordo de Europa.

Vuelvo a la cama para contemplar una vez más cómo se revela la fotografía del mundo. Ese proceso capaz de desactivar el lenguaje. Puedo contártelo paso a paso: las higueras convertidas en avanzadilla de un ejército fantasma contra la noche; hierba que se va tiñendo de gris antes de coquetear con el verde tímidamente. Pero nada de lo que dijera sería lo bastante elocuente como para expresar el misterio. Amanece, y ante eso, sólo se puede responder con ladridos.

Ayer esperé también a que el día arrancase. Cuando pasas la noche en un hospital, el amanecer trae consigo una esperanza descabellada. Subí la persiana y volví a sentarme en el sillón que ha odiado meticulosamente cada uno de mis huesos. Empezaba ya el tráfico del pasillo, el chirriar de las ruedas de los carritos, las medicinas, las sábanas y toallas limpias, toda esa estrategia para intentar corregir los designios fatales del cuerpo. Empezaba a amortirguarse por fin la letanía de la vieja demente que servía de metrónomo a la noche, de termómetro para la compasión del insomne. Cuando no sabes cómo encajar tu forma en otra, dónde poner las piernas, qué hacer con tus lumbares; cuándo estás incómodo y despierto, pero insultantemente sano, no viene mal escuchar cómo desafina el fin tortuoso de la vida. Para no quejarte demasiado.

Y ahora, en mi casa callada, tan cómoda debajo de mis mantas que es como si mi cuerpo fuera infinito; con mi padre recuperado durmiendo en el piso de abajo; viendo cómo un paisaje sin dolor me saluda, noto un sentimiento estúpido. Una especie de nostalgia. Quién podría echar de menos la vida en los hospitales. Y aunque no es exactamente eso, aunque el agradecimiento por la normalidad que vuelve podría abrirme úlceras en el pecho, tengo adentro un trocito de esa tristura dulce de las cosas pasadas. 

Experiencias intensas que has dejado atrás con trozos de tu piel antigua. Momentos que te han puesto a prueba. La cercanía con el núcleo palpitante de la existencia, despojado de defensas, de disfraces, de autoengaño, de amnesia. Esa ocasión de intimar como nunca con la vulnerabilidad y el cuidado. Todo ha pasado y bien pasado, viva, pero lo que aprendí aquellos días se merece un recuerdo cálido.

 

domingo, 10 de enero de 2016

No hay rutina

 
Hay gente de la que desconfío a la primera frase. Gente que se jacta de ser sincera. Gente que, sin sonrojarse, se declara letraherido. Gente que te perdona la vida cuando les hablas de tus ritmos extremadamente diurnos, porque te acuestas cuando acaba el telediario y te levantas con los mirlos. Gente que hace apología de los destilados. Gente que empieza solidarizándose con un drama y termina diciendo sí, pero. Gente que mete la palabra rutina en el campo semántico de burócrata, mezquindad o fascismo.

Con gente como esa podré coincidir media hora bajo un mismo techo, pero entre nuestros ojos nunca se dibujarán rayos eléctricos. Nunca nos buscaremos el calor como crías.

Ellos me considerarán idiota si confieso que coger naranjas me parece una forma de cielo. Si digo que poder preparar esta tarde una ensalada de garbanzos me ha tenido eufórica. Pondrían los ojos en blanco si me vieran alisar la cama con un cuidado primo de la reverencia.

Yo pensaré que son idiotas al escuchar su enésima soflama contra la rutina. Me rascaré con furia los rastros de dermatitis al ver dibujarse en el aire sus frases de Facebook. Pondré los ojos en blanco cuando me hablen oootra vez de la toxicidad de lo que se repite. Me parecerán tan dignos de crédito como fotógrafos de unicornios.

Porque basta con que un temblor te sacuda las costumbres para que sepas que la rutina es una criatura igual de fantástica y de postiza. Ninguna experiencia se repite. Nada tiene el mismo tono ni la misma textura que otra cosa similar que haya sucedido. He desayunado mil veces pan con queso fresco y tomate, y el sabor me provoca cosquillas cada día. He visto pasar dos mil veces las bandadas de garcillas, y ni una sola vez han dejado de conmoverme. El despertador me habrá sacado de la cama unas ochenta mil veces, y en cada una me ha asombrado el prodigio de seguir viva.

Hay que tener una mente estereotipada para creer en la rutina y arremeter contra ella. Hay que ser aburrido para aburrirse. Y basta probar el estado de excepción de los hospitales para que el día a día se convierta en una cosa regia.

jueves, 7 de enero de 2016

Postdata

A ver, trío de cutres, me da igual que estéis ya de vacaciones, en Rovaniemi, en Yemen o en Puerto Vallarta. Me da igual que os hayáis roto los cuernos repartiendo ilusión y magia a los niños de la parte bendecida del planeta. Que os merezcáis vuestro descanso después de tanta faena y tanto estrés, y alguna que otra polémica,  y todas esas ceremonias que  provocan toneladas de vergüenza ajena.

Me da igual que estéis hasta la corona de quejas, de la perspectiva de que muchos de vuestros regalos sean devueltos, de que cada una de vuestras cosas sólo alimente el hambre de más cosas, de tanto insatisfecho.

Me da igual todo eso. Soy una persona  relativamente flexible y empática, o a lo mejor sólo soy una blanda, pero esta vez no permitiré que os aprovechéis de mis hipotéticos talentos.

Escuchadme, Sus Majestades: necesitáis un curso de reciclaje; alguna acción formativa, un aprendizaje de pocas horitas. Salir de vuestras madrigueras de mirra, papel charol y cartón piedra. Asimilar el significado de ciertas verdades implícitas. Tenéis que entender que hay cosa que no es necesario pedirlas, verbalizarlas para ser deseadas, formularlas para confiar en que se te regalen.

Porque, Queridos Reyes Magos,  se me olvidó añadir en mi carta el clásico item de "y salud para mis familiares". Creí que os parecería obvio, una perogrullada, una polvorienta frase de cortesía. Creí que el carácter escueto de mi carta sería bien recibido, un bálsamo para vuestras hiperatareadas, saturadas cabezas. Admito que soy una crédula.

Admitid vosotros que la habéis cagado: volved de la cabaña con sauna de vuestro colega nórdico, de la casa de vuestras queridas en Yemen, de Puerto Vallarta. Cambiadle a mi padre el regalo que le habéis dejado. Llevaros el ictus que le ha convertido en el único hablante en el mundo de un lenguaje inventado.

lunes, 4 de enero de 2016

¡Yo también carta!

Leo la carta al rey Baltasar de esta chica única y, como auténtica culo veo, culo quiero, el chip emulador al que debo tanto se me activa. Sólo que, por tres razones, yo prefiero escribirle a Melchor:

- El rey negrito tiene que ser descargado de parte de su alforja de regalos: bastante tiene con el peso de la sospecha y la condescendencia ajenas.

- Gaspar me da cosita: creo que se tiñe la barba, y eso es argumento suficiente como para presumir cierto grado de maldad.

- ¿Y quién tiene la barba blanca? Mi papá. Adelante, recuérdame a Freud. Pero a mi padre se le van cargando los hombros, y cada vez le cuesta más subir cuestas, y quiero concederle al menos ese parentesco con la majestad.

Y aunque Gaspar podrá alegar por su parte que en el 2015 no he sido buena, yo he intentado no ser una carga para nadie, y alisar las arrugas de las alfombras que pisan los demás, así que me veo con el derecho de pedir por esta boca lo siguiente:

- Una cadera de repuesto. Según qué movimientos, la de fábrica me chasquea de una manera que aterra. Como los labios de un malo de western. Como dos placas tectóncias a punto de contactar. Y tengo la irrevocable determinación de ser una octogenaria trotona.

- Piel nueva para mi rostro. Efectivamente, estoy en ese punto de colisión con la edad. Yo vivía en amoroso olvido de mi cara hasta que Algo Muy Rencoroso creyó que me había llegado la hora de ajustar ciertas cuentas cutáneas con la adolescencia. Y desde entonces la piel me tira como si me hubieran llevado las orejas hasta el culo; me brilla a no sé cuántos vatios; me pide cosas en un idioma que yo aún no he descifrado, y por eso le doy desde cremas ruinosas hasta yogur natural. Rey Mago, no me malinterpretes: no voy en busca de la juventud eterna, y sé que regalarme la cara de Adriana Ugarte es algo que se te escapa, pero, por caridad, devuélveme la paz facial.

- Lluvia, lluvia, lluvia. Charcos y gorgoritas. Escenas de película, dejarte llover como en Sentido y sensibilidad; saltar, correr, empaparte, atarte al suelo con barro en las botas de montaña; llegar a casa envuelta en nubes de vaho como una vaca; encontrar afecto detrás de la toalla. Y volver a salir al campo en cuanto escampe.


- Ya que te pones, un poco de aire respirable.

- Imágenes, imágenes, imágenes. Que me posean y me usen como médium. Pedazos de vida de otra gente, ávidos de contar.

- En en la punta de la lengua, un Sí siempre en guardia. Entender que el No a veces es necesario.

- Bríos para arrancarme del sofá.

- Sumar nombres a mi vida contra la lógica natural de las restas.

- Una custodia modestita en el centro del pecho para proteger la amistad.

- Y, bueno, ya he dejado caer unas cuantas veces que mi ordenador es una dama victoriana que se desmaya sin ton ni son....

viernes, 1 de enero de 2016

Ensayar el año

 
Pero imagina que por un momento el régimen del sentido común declina. Que de repente se te olvida decir “chorradas” con una simple caída de párpados.

Imagina que vuelves a ser la criatura elemental y crédula que fuiste antes de la experiencia y las lecturas. Que el idioma de la lógica empieza a parecerte tan postizo como el esperanto.

Imagina que estás sentada en una mecedora, que miras por la ventana, y que ahí afuera relumbra el verde a pesar del extravío de la lluvia, y campa el silencio de los durmientes; y hace un día de sol tan hermoso que lo más fácil, lo sensato, es creer a pies juntillas en la posibilidad de un comienzo.

Imagina que, sin asomo de duda o sospecha, formas parte de todo eso, y que entonces tu conciencia es lo mismo que el granado con todas sus hojas amarillas en el suelo, como si se hubiera desnudado, o que algo tan inventado como el calendario.

Imagina que ya no te parece ridículo que el primer día de enero sea una muestra fiable de tu carácter, la piedra de toque del año.

Que antes de que el mundo se ponga en pie de nuevo y la maquinaria de las fechas arranque, se te permite ensayar un nuevo personaje, limpio de automatismos, pulidos tu callos.

Así que, ¿quién serás hoy entonces? ¿Qué cualidades vas a probarte? ¿En quién podrías jugar a reencarnarte a lo largo de este año?,

Yo tengo mis ideas. Pero la gente a la que quiero ya está despierta y va en busca del sol como los gatos. Es la hora de ver si quién quiero ser funciona.



Jugar a ser el título de esta canción.