A las siete de la mañana las perras no
han empezado a ladrar todavía, como si supieran que algo ha atacado
nuestra fortaleza y quisieran ser delicadas. Qué silenciosa está la
casa. Parece que le hubieran echado encima un hechizo. O a lo mejor,
después de haber dormido nueve horas, soy yo la que está hechizada.
Abro los postigos de la ventana con cautela, por si acaso en vez de
horas mi sueño ha durado siglos. Después de novecientos años, sabe dios
con qué paisaje vas a encontrarte. Pero sólo encuentro negrura. El
sol siempre se hace el remolón a una hora del dedo gordo de Europa.
Vuelvo a la cama para contemplar una vez
más cómo se revela la fotografía del mundo. Ese proceso capaz de
desactivar el lenguaje. Puedo contártelo paso a paso: las higueras
convertidas en avanzadilla de un ejército fantasma contra la noche;
hierba que se va tiñendo de gris antes de coquetear con
el verde tímidamente. Pero nada de lo que dijera sería lo bastante elocuente
como para expresar el misterio. Amanece, y ante eso, sólo se puede
responder con ladridos.
Ayer esperé también a que el día
arrancase. Cuando pasas la noche en un hospital, el amanecer trae
consigo una esperanza descabellada. Subí la persiana y volví a
sentarme en el sillón que ha odiado meticulosamente cada uno de mis
huesos. Empezaba ya el tráfico del pasillo, el chirriar de las
ruedas de los carritos, las medicinas, las sábanas y toallas limpias, toda esa
estrategia para intentar corregir los designios fatales del cuerpo.
Empezaba a amortirguarse por fin la letanía de la vieja demente que
servía de metrónomo a la noche, de termómetro para la compasión
del insomne. Cuando no sabes cómo encajar tu forma en otra,
dónde poner las piernas, qué hacer con tus lumbares; cuándo estás
incómodo y despierto, pero insultantemente sano, no viene mal escuchar cómo
desafina el fin tortuoso de la vida. Para no quejarte demasiado.
Y ahora, en mi casa callada, tan cómoda
debajo de mis mantas que es como si mi cuerpo fuera infinito; con mi
padre recuperado durmiendo en el piso de abajo; viendo cómo un
paisaje sin dolor me saluda, noto un sentimiento estúpido. Una
especie de nostalgia. Quién podría echar de menos la vida en los
hospitales. Y aunque no es exactamente eso, aunque el agradecimiento
por la normalidad que vuelve podría abrirme úlceras en el pecho, tengo adentro
un trocito de esa tristura dulce de las cosas pasadas.
Experiencias
intensas que has dejado atrás con trozos de tu piel antigua. Momentos
que te han puesto a prueba. La cercanía con el núcleo palpitante de
la existencia, despojado de defensas, de disfraces, de autoengaño,
de amnesia. Esa ocasión de intimar como nunca con la vulnerabilidad
y el cuidado. Todo ha pasado y bien pasado, viva, pero lo que aprendí aquellos días se merece un recuerdo cálido.
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