miércoles, 13 de enero de 2016

Al volver

 
A las siete de la mañana las perras no han empezado a ladrar todavía, como si supieran que algo ha atacado nuestra fortaleza y quisieran ser delicadas. Qué silenciosa está la casa. Parece que le hubieran echado encima un hechizo. O a lo mejor, después de haber dormido nueve horas, soy yo la que está hechizada. Abro los postigos de la ventana con cautela, por si acaso en vez de horas mi sueño ha durado siglos. Después de novecientos años, sabe dios con qué paisaje vas a encontrarte. Pero sólo encuentro negrura. El sol siempre se hace el remolón a una hora del dedo gordo de Europa.

Vuelvo a la cama para contemplar una vez más cómo se revela la fotografía del mundo. Ese proceso capaz de desactivar el lenguaje. Puedo contártelo paso a paso: las higueras convertidas en avanzadilla de un ejército fantasma contra la noche; hierba que se va tiñendo de gris antes de coquetear con el verde tímidamente. Pero nada de lo que dijera sería lo bastante elocuente como para expresar el misterio. Amanece, y ante eso, sólo se puede responder con ladridos.

Ayer esperé también a que el día arrancase. Cuando pasas la noche en un hospital, el amanecer trae consigo una esperanza descabellada. Subí la persiana y volví a sentarme en el sillón que ha odiado meticulosamente cada uno de mis huesos. Empezaba ya el tráfico del pasillo, el chirriar de las ruedas de los carritos, las medicinas, las sábanas y toallas limpias, toda esa estrategia para intentar corregir los designios fatales del cuerpo. Empezaba a amortirguarse por fin la letanía de la vieja demente que servía de metrónomo a la noche, de termómetro para la compasión del insomne. Cuando no sabes cómo encajar tu forma en otra, dónde poner las piernas, qué hacer con tus lumbares; cuándo estás incómodo y despierto, pero insultantemente sano, no viene mal escuchar cómo desafina el fin tortuoso de la vida. Para no quejarte demasiado.

Y ahora, en mi casa callada, tan cómoda debajo de mis mantas que es como si mi cuerpo fuera infinito; con mi padre recuperado durmiendo en el piso de abajo; viendo cómo un paisaje sin dolor me saluda, noto un sentimiento estúpido. Una especie de nostalgia. Quién podría echar de menos la vida en los hospitales. Y aunque no es exactamente eso, aunque el agradecimiento por la normalidad que vuelve podría abrirme úlceras en el pecho, tengo adentro un trocito de esa tristura dulce de las cosas pasadas. 

Experiencias intensas que has dejado atrás con trozos de tu piel antigua. Momentos que te han puesto a prueba. La cercanía con el núcleo palpitante de la existencia, despojado de defensas, de disfraces, de autoengaño, de amnesia. Esa ocasión de intimar como nunca con la vulnerabilidad y el cuidado. Todo ha pasado y bien pasado, viva, pero lo que aprendí aquellos días se merece un recuerdo cálido.

 

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