domingo, 28 de septiembre de 2014

Sobre viejos que esperan

 
Me da un poco de apuro seguir relatando el último viaje. Repaso las notas que tomé en mi cuaderno y las noto todavía frescas, todavía con algunas gotas de zumo que puede exprimirse. A lo mejor soy yo la que está un poco pasada de fecha. Me imagino dándole al botón de publicar después de escribir otro capítulo. ¿Cómo me veo? Sonadilla. Como el abuelo encasquillado en historias de la mili. Treintañeros repasando su top ten de dibujos animados de la infancia. Agentes de seguros madrileños dándole la enésima vuelta a su versión de la movida.

Pero tampoco he hablado tanto, y no ha pasado tanto tiempo. Miro la fecha que hay encima de estas palabras, y el mes que hay en ella es el mismo que el de mis notas. Y a mí me parece como si todo lo que vi y todo lo que olí perteneciera a otra época geológica. Perfectamente enterrado en un cajoncito clausurado de mi memoria.

Es que no soy diferente de cualquiera de los que esperan a mi lado, impacientes, en los pasos de cebra. El veneno de la urgencia impregna mi mente y la vuestra, igual que el DDT prohibido hace unas décadas sigue viviendo en nuestras células, en duermevela. Tenemos muy bien entrenado el derecho a que en el Alcampo la pescadera nos atienda cuanto antes. Una nueva gotita inapreciable de nerviosismo cae cuando nadie responde inmediatamente a las paridas que soltamos en los varios canales sociales que dejamos prendidos todo el día. Inapreciable, vale, pero cada uno lleva su particular charquito de ansiedad allá donde va. Nunca falta quien te pita si buscando aparcamiento reduces la marcha. El ordenador siempre se toma un tiempo exasperante al arrancar. Por todas partes nos acechan salas de espera. En el banco, en el metro, en el médico de cabecera. Los cambios de escenario y las vueltas de tuerca en la rutina parecen siempre definitivas. ¿No hace una vida y media desde que guardaste el bikini bien plegadito?

Un mes no es nada, y de repente parece un siglo. Aquello ya pasó, y no merece la pena revivirlo. La urgencia no es amiga de que pongamos al Cid a ganar batallas después de muerto. Los días van pasando, y si eres como yo, seguirás esperando íntimamente a que una nueva experiencia le dé un vuelco radical a tu vida. Que tal y como está ya te gusta, por cierto. ¿Qué pueden conseguir al respecto unos cuantos paseos por ciudades no tan distintas de donde vives, unos cuantos paisajes cazados al vuelo desde el tren?

Y, sin embargo, no puedo olvidarme de algunas de las caras que vi entonces. Son como posesiones. Veo a una vieja sentada a la puerta de su casa vieja, en el Casco Viejo de Vigo, tranquilamente acosada por las grúas de la remodelación urbana. Veo también a tres putas de por lo menos sesenta años, esperando también en su puerta, y una de ellas tiene, misteriosamente, el aire de una catequista virgen. Veo a otras tres viejas vendiendo verdura a las puertas del mercado de Pontevedra, apenas una bolsa de tomates, unos melocotones picados y chiquititos, un manojo de nabos, levantando el mísero chiringuito cada vez que la policía local se deja caer por la calle. Veo al camarero de bigote más amarillo que cano que monta el desayuno buffet en un hotel que vivió tiempos de gloria mucho antes de que yo naciera. Lo veo colocando un mosaico de lonchas de queso como si fuera un tejadillo de la catedral de Santiago. Veo a dos mujeres y un hombre sordomudos intentando hacerse entender por conductores de autobuses: el pelo teñido hace demasiado tiempo, la maleta demasiado vieja, el aspecto de haber dejado pasar más autobuses de la cuenta. Gente que ya hace mucho vivió el penúltimo gran vuelco de su vida, y que sabe seguir esperando.


En los márgenes de la foto, todo el jaleo de las obras y de la urgencia.


Y me veo también a mí misma, esperando tres horas y media en la estación de tren de Coimbra. Tenía un libro, tenía mi cuaderno, y ninguna prisa. Saber esperar tanto tiempo era la gran enseñanza del viaje, la verdadera aventura. Te pasas la vida esperando que un espectáculo nuevo lo ponga todo patas arriba y, mientras, lo pequeño y pasado, lo que parecía ya tan viejo, te va transformando sin que lo notes.


viernes, 26 de septiembre de 2014

Track 6: Autohipnosis


Hoy lo traigo facilito. Es viernes, y por todas partes se oye el gran suspiro colectivo.  La voluntad se da permiso para soltar tripa, la mente se pone fofa. ¿A quién puede apetecerle a estas alturas dejarse los ojos en la pantalla? ¿Quién tiene ganas de seguir asimilando experiencias ajenas y traduciendo el idioma del otro? Ni siquiera a mí me queda músculo para volcar mis mundos de Yupi en palabras. Reconozcámoslo: a veces la expresión escrita está sobrevalorada. 

Así que mejor una canción. Pero, mira, tengo mis condiciones. Quiero que la escuches como si estuvieras recibiendo una transfusión. Como si te ofrecieras de víctima en un show de hipnosis. Quiero que controles tu apego a hacer a la vez mil cosas,  pensar en mil cosas, tener una sopa espesa de sensaciones en el corazón. Quiero que simplemente escuches. No es tan complicado. De acuerdo,  son casi nueve minutos. Pero ¿de verdad que no puedes regalártelos? Dejarlo todo ahí afuera, como quien entra en una iglesia en penumbra o en una bañera bien llena. Los grupos de guasap, el tuiter, los planes para mañana, el niño pidiendo la paga, las acelgas para la cena. Puedes. Puedes tomarte un respiro de ti mismo.

Busca unos auriculares. En serio, verás qué diferencia. Sólo así funciona el truco con precisión. La voz empieza sonando por un oído, el izquierdo o el derecho, ahora no recuerdo, como si el cable de tus auriculares estuviera pinzado, y luego cambia hacia el lado contrario. ¿Efecto sonoro? El cantante merodea en torno a ti como si fuera el diablo. Te susurra por aquí y por allá, te está cercando. Antes de que el coro y los instrumentos se desplieguen,  tú ya casi te has entregado.

Ahora sigue sus reglas. No va a pedirte que te pongas a cuatro patas y ladres ni que te convenzas de que el público está desnudo. Sólo intentará que hagas memoria. Así que cierra los ojos. Acuérdate de aquella vez en que viste aparecer a alguien y supiste que estabas perdido. Aquel momento en que esa persona empezó a chisporretear y a soltar pavesas que prendieron en tu ropa y en tu carne. Acuérdate de cómo te tirabas boca abajo en la cama cuando llegabas a casa;  de cómo te cubrías la cara con las manos. Acuérdate de ese animal agarrado a tus tripas. Un gemido de tu garganta. Todo lo demás derrumbándose. Ante ti, sólo un espacio imantado por el deseo. Una desolación y una felicidad muy grandes.

Ya puedes abrir los ojos. Ahí la tienes delante: esa persona con la que hubieras querido fundirte antes incluso de conocerla. No estás alucinando. No hay truco en absoluto. Nunca desapareció, nunca la perdiste. Te abrasó de tal forma que todavía llevas hollín en el alma. Está siempre contigo: en el mismo parque de entonces, el mismo aula, la misma discoteca, la misma cafetería. Aunque ahora ya no sepas si está viva o muerta. Su imagen tiñó para siempre la gelatina de tus ojos. Imposible dejar de verla.



Jarvis Cocker (Oh, He): "You´re in my eyes (Discosong)"


martes, 23 de septiembre de 2014

Robando memes sin recato


Ya he dicho alguna vez que no me vuelven loca los memes: sus cuestionarios siempre me huelen a revista de peluquería, y por tanto a laca y a pelo húmedo y caliente, y por tanto a horror, el horror. Y también me huelen a fiesta de pijamas, y por tanto a ñoñería y a autoconocimiento obsesivo, y a adolescencia, y por tanto a años que deberían ser tuneados en toda biografía.

Pero al mismo tiempo me llaman como las sirenas, y no siempre tengo a mano mis tapones de cera. Son como un película de encargo: un guión ajeno con una serie de condiciones que te sacan de tus caminos trillados. Cuando veo uno, casi siempre pico o me imagino picando; alguna vez he empezado a babear en la siesta respondiendo mentalmente alguna pregunta chorra. Y cuando alguien que me-me mola los completa, me libero de prejuicios.

Así que allá vamos. ¿Qué sería yo si fuera...?:

     (¿y dónde está el monito que se tapa la boca del guasap cuando se lo necesita?)

Un animal: una mula. Ni tan elegante como un caballo, ni en absoluto una burra. ¿Terca? Obviamente. Sin miedo a que mi genealogía acabe en mí misma y a ser improductiva. También un chorlitejo, uno de esos pajaritos tan monos y juguetones que se pasan el día persiguiendo olas en la playa, y que siempre huyen de ellas antes de que el agua les moje las patas.

Un libro: un diario cualquiera. Algo sin una trama narrativa de traca, pero apegado con gusto a lo cotidiano. Algo fragmentado y que se repite de vez en cuando. Una mezcla de timidez y charlatanería. Un cajón de sastre sin mucha estructura. Yo qué sé: El cuaderno gris de Josep Pla.

Un coche: una autocaravana. Con la soberana intención de llevar el hogar a cuestas allá adonde vaya. Con problemas ocasionales para ser aparcada.

Una película: tengo un virus en el cerebro que me borra de la memoria las películas que veo. ¿El verdugo?: obligatorio reírse hasta de lo más serio.

Un árbol: un quejigo andaluz. Cambia las hojas pero nunca se queda pelado del todo. Hace bosque pero quiere espacio alrededor. Da sombra pero deja pasar bastante luz. No pone muchas pegas para que lo trepes hasta arriba. No sé si es lo que soy o lo que quisiera.



Una canción: me gustaría poner una canción de ritmillo alegre, pero creo que esta me va mejor. Mi momento favorito del día es salir de la cama, abrir el balcón y comprobar alucinada que todo sigue más o menos como ayer lo dejé. Pellizco y sonrisa.


          Morning song, Perry Blake

Una bebida: café con hielo. Excitación controlada. 
  
Una comida: tabuleh, pongamos. Que no es que me robe el sueño, pero tiene de todo un poco: tiene especias y tiene mucha hierba y tiene la chispa de dulzura de los dátiles. O sushi con jamón ibérico.

Una prenda de vestir: la camiseta que llevo puesta hoy. Apta para la ciudad y para el campo, para dormir y para la playa, para leer tirada en el sofá. Cómoda, mona y sin estridencias.



Un cuadro: yo soy exactamente la figura del sombrero de paja. Disfruto con el sol y las orillas. En realidad soy un montón de puntos de color que sólo componen un todo según la perspectiva.


Seurat, por si a alguien le interesa.
 Un edificio: una de esas casetas de playa de rayas rojas y blancas. La casita en el árbol.


Y ahora es cuando alguien se anima a seguir la cadena...

domingo, 21 de septiembre de 2014

Bolhão y los idiotas


Cerrado el parentésis, sigo con lo que importa.

Sé de un lugar en Oporto que es a la vez bello y zarrapastroso, y lo uno no le quita nada a lo otro. Tiene un superpoder muy curioso: mientras tú lo estás retratando, el lugar a su vez te hace una foto, y en ella, poses o no, siempre se te ve cara de tonto. Cosas así sólo están al alcance de caracteres poderosos.

Tiene otras cualidades que lo hacen especial. Para empezar, es ambiguo: es un mercado, pero visto desde fuera dirías que es el Gran Teatro de la Ópera. Tiene algo de la vanidad de Viena, y algo de la improvisación de un barrio malayo.  Y para continuar, te lleva de viaje atrás en el tiempo. Sí, ya sé que eso no es nada del otro mundo en una ciudad donde hasta el humo de los tubos de escape huele anacrónico. Pero al franquear sus puertas monumentales, y contemplar los puestos comandados por viejas, los toldos corredizos que los protegen, los kioskos de tejadillos negros en el patio, los desconchones, a uno la mente se le pone en blanco y negro.

Y si eres de natural romántico, y si lo que sale del mar y la tierra te parece el colmo de lo bonito, los tomates rosas y gordos, las alubias jaspeadas y las sardinas, las guindillas y tantos tipos de hojas verdes como para hacerte un ramo de novia, entonces el lugar te encandila. Te podrías conformar con mirar y preguntar precios a esa potencial tatarabuela, flipando con el de los maracuyás, que allí se confunden con papas y aquí casi cuestan una hipoteca. Pero no puedes dejar de fotografiar. Es todo...tan antiguo, tan sabroso, tan vital.

Y tu fascinación no es nada rara. Muchos otros turistas se pasean por entre los callejones estrechos y las pasarelas con buenas cámaras de fotos pegadas a la cara. Este es de ese tipo de sitios donde las réflex predominan sobre las vulgares automáticas. Pero es normal. Todos nosotros, visitantes, venimos del reino del plástico. Algunos somos más jóvenes que el primer supermercado. Nos servimos con abundancia de ese bufé en el que los alimentos, desde los filetes de pollo hasta la piña en rodajas, se sirven en barqueta. Y aquí hay señoras que te hablan y que tienen las uñas negras. Algunas desgranan vainas, y fíjate bien, de ahí es de donde salen las alubias jaspeadas. Otras pican muy menuditas las hojas de nabo que se usan en el caldo verde inevitable. Hay hogazas de pan de maíz y centeno que otra señora te vende en cuartos u octavos. Por dios, si hay hasta jaulas con pollos vivos. Con todas sus plumas y patas cagadas. Una de ellas tiene también palomas. Una de sus primas de la calle la observa del otro lado. Escenas de corredor de la muerte. Todo eso te encanta.

Los puntales para aplazar el desmoronamiento. El montón de puestos que ya nadie ocupa, los mostradores de mármol abandonados que fueron carnicerías y que conservan su aire forense. La ruina. Te burlas de todos los memos a los que esto les parece poco higiénico y europeo. Te recreas con lo decrépito. Una foto de esto, otra de aquello, envases de carne de membrillo con etiquetas escritas a mano, calendarios de la Vigen de Fátima de hace trece años.

Así hasta que ves ese cartel en el mostrador de la panadera: no fotos, por favor. Y entonces es cuando el Mercado de Bolhão te retrata. A ti, con tu camarita automática pero resultona, tu fascinación de antropólogo y tu celebración de un desenfado comercial al que no tienes acceso en tu mundo tan limpio y estilizado, se te ve idiota en la instantánea. Has estado coleccionando la vida cotidiana de esa gente, su modo de vida, su tiempo y su trabajo. Disparándole a escenas que están a punto de extinguirse pero que todavía respiran. Convirtiendo en costumbrismo lo que para esas mujeres no es más que costumbre. Encerrándolas en las vitrinas de un museo. ¿Qué pensarías si un forastero petulante te hiciera fotos cuando bostezas en el metro, de camino al trabajo? ¿Al bajar los envases al contenedor amarillo? ¿Esperando a que cambie el semáforo? ¿Llevando una caña y una tónica a la mesa número siete? Pensarías que un gilipollas te está mirando como a un animal de zoo o de granja-escuela.

Las tengo en blanco y negro, preciosas. De álbum. Llevátelas pa' casa, niña.

He ahí el superpoder principal del Mercado: te enfrenta a tu jeta de mema. Desactiva tu cámara y te convierte en turista, que es algo que, en tu infinita pedantería, te da mucha vergüenza.

viernes, 19 de septiembre de 2014

Avestruz

 
Abro parentésis.

Interrumpo la crónica aleatoria de mi viaje para hacer público un compromiso: no volveré a encender la tele a la hora de la comida. No veré nunca más el telediario, si soy yo la que tiene el mando. En comedor ajeno me tragaré lo que me echen, en la pantalla o en el plato. Pero en mi casa sólo se prestará atención a la verdurita tuneada del momento y a las migas en la comisura del vecino.

Debo aclarar que ese es uno de los hábitos tontos y automáticos que siempre estoy a punto de y siempre pospongo extirparme. Después de trabajar con lo peliagudo (mi vocación por papar moscas y dejar plantadas a la gente de verdad y a la escritura por lo que pasa en las nubes; mi ex-mal humor; mi vieja tendencia a instalarme en la insatisfacción y la autocrítica; mi etc., etc.), ya no me queda mucho más fuelle para pulirme y darme una última capa de brillo. Por eso, siempre que vuelvo del trabajo lo primero que hago es poner el telediario. Antes de soltar la mochila y de calentar la comida; antes de librarme del uniforme y de lavarme las manos. Sin que me vaya la vida en saber cómo anda la actualidad, esa fantasía. A sabiendas de que la persona que está apretando el botón de la tele no soy yo exactamente, o al menos mi yo vigente y consciente, sino una criatura del pasado.

Qué hacemos. Mi familia siempre comió con el runrún de las noticias amortiguando el de las mandíbulas. Que no se hablara mucho alrededor de la mesa no sé si fue huevo o gallina. Luego, al independizarme, la voz de los presentadores siempre fue preferible a ese himno al aislamiento que es el zumbido de la nevera. Comer con la mente perdida en lo que sucedía por ahí parecía más seguro que entender lo bien que rima adaptarse a la soledad con tristeza. Fue la persona que me rescató de vivir sola la que me hizo darme cuenta de lo maquinal de mi gesto.

Repito, qué hacemos. La gente tiene hábitos curiosos, y nunca nos paramos a leer la historia que hay detrás de ellos. En mi época universitaria, compartí piso con una chica que se extrañó de que yo limpiara el váter por dentro. Y yo, por mi parte, me extrañé de su fe en el poder acumulativo del aseo: siempre que volvía a casa de sus padres se duchaba dos veces al día, para no hacerlo ninguna en el par de semanas que pasaba en nuestro piso, y ahorrarse así la parte correspondiente de agua y butano.

Pero me disperso. El caso es que no pienso volver a hacerlo. Compartir piso con majaderas y ver las noticias. Y no sólo durante las comidas. Renuncio para siempre al telediario. Porque me genera sueños feos. Por ejemplo*: estar encerrada en una habitación con una horda de salvajes que me raja en vivo una pierna y me astilla el fémur para hacer mondadientes. Suena bastante imbécil, pero la visión en un bar del vasito con palillos se ha vuelto el triple de angustiosa de lo que ya de por sí era.

Y, sin embargo, ninguna pesadilla podrá ser tan macabra como el vídeo en que un niño le corta la cabeza a un muñeco, adoctrinado por su padre. Yo ya no quiero ver nada más de este mundo tan bárbaro. Sencillamente, mi umbral de tolerancia al horror se ha visto superado. ¿Estrategia del avestruz? Por supuesto. Pero ¿saber lo que pasa sirve de algo? ¿Sirve tener en casa un manual de oncología  si eres hipocondriaco? ¿Te salva ser consciente de cosas en las que no puedes incidir de ninguna forma? Resistir impávidamente la visión del espanto no te convierte en mejor persona, no te hace más bueno ni más valiente. Como mucho le añade barroquismo a un conocimiento más viejo que el hambre: que el ser humano es un animal abominable.
Qué cosas salen del internel
 

Yo prefiero ser un avestruz. Aunque sólo sea por las pestañas.

Cierro paréntesis. Mañana volveré a enterrar la cabeza en mi viaje.


* Creo firmemente que la narración de los sueños debería estar severamente penada por ley.

miércoles, 17 de septiembre de 2014

No sé a ti

 
Hay un Oporto donde los azulejos de fondo verde, azul, amarillo, son todos gris marengo tras décadas de humo.

Donde unos lavaderos públicos no son carne pintoresca para tu guía de viaje, sino un recurso básico para esas dos o tres casas que esconde el pilar jurásico del puente.

Donde los trapos de cocina más nuevos que cuelgan del cordel se compraron en 1984.

Donde las viejas nunca se peinan, y los hombres que no tienen adonde ir matan las horas con el codo apoyado en la mesa de una tasca, solos, en su mesa de su tasca, como esperando a que un Velázquez los retrate.

Donde la hierba y una constelación de colillas rellenan las juntas entre los adoquines de las cuestas.

Donde una gallina rubia y robusta picotea los restos de arroz de una boda, a dos pasos del Palacio de la Bolsa tan elegante.

Donde en la espalda de uno que creerías yonqui-desahuciado cuelga la mochilita de Doraemon de la niña que lleva de la mano.

Donde en tiendas de grifos y ortopedia nunca se ven clientes.

Donde no huele la dulzura decadente del oporto, sino un año de meados.


Pero a mí me encanta.

Donde la biblioteca más agradable del mundo tiene el aspecto de la cabaña de troncos de Robinson Crusoe. Levantas la mirada del libro, la revista, el ordenador, y el verde del parque te limpia las virtualidades.

Donde la decrepitud es pornográfica, de tantos huecos y humedades que enseña.

Donde se habla un portugués menos encrespado y diabólico que el lisboeta.

Donde unos negros que toman el fresco en la plaza pasan de guardar cola cuando llegan los voluntarios con una cacerola de sopa y bollitos: sólo cuando están servidos el mendigo, la chica que fue tan lista y tan guapa, la madre de tres hijos o uno que podría ser tu primo, ellos se levantan, se atusan la ropa como príncipes y reciben lo que les toca.

Donde dos niños se persiguen y se disparan con palitos de madera gritando ra-ta-ta-ta.

Donde en la plaza del barrio los viejos juegan a las cartas con una seriedad de estadistas que no pactan con troikas.

Donde fachadas que alguien sacó de un libro para colorear y recortar tienen un entresijo que el que las fotografía nunca alcanza.

Donde siempre huele a guiso rico y a ti te gustaría subir escaleras de madera que crujen y gritar abuelitaaa.

Donde tras el rimmel corrido de las calles siempre encuentras caras limpias y belleza.

Donde ningún turista te disputará unos paisajes que, misteriosamente, siempre consideraste tuyos.
 

lunes, 15 de septiembre de 2014

Nuestros viajes son los ríos que van a dar en la mar



Esta foto no tiene nada de particular. No impacta ni tiene sombras atractivas. No vale un pimiento desde el punto de vista paisajístico, narrativo o documental. No merece ser compartida ni subida a los escaparates sociales. Se tomó un día cualquiera, en una playa cualquiera, sin pretensión. Como quien suelta un suspiro de gozo.

Y sin embargo, aquí estoy con toda mi cara morena, presentándome con esta estampa banal después de un tiempo de ausencia. He andado de viaje. He cosechado espacios abiertos y fachadas deslumbrantes. Podría ofrecer algo mejor. Pero al volver de la playa, mientras se calentaban los calamares en salsa, me puse a repasar las fotos del móvil y me di cuenta de que esta que hoy traigo, cazada sin pose ni estudio, dice más de mí que cualquiera de las que fabrico en mis idas y venidas.

Échale un vistazo rápido. No exige mucho más. Fíjate, por ejemplo, en lo que debería ser arena: es piedra. Canto rodado. Guijarro. Parece que las playas de la costa granadina son todas así de horribles poco complacientes y rudas. Hasta hoy no lo sabía más que de oídas. La gente de aquí se queja siempre de la arena de otras playas, de lo sucias que son, de esa presencia persistente y pegajosa que se te pega a la piel como la muerte, por más que te tumbes como si fueras un maniquí de Zara. Siempre me he reído de esos remilgos. Y siempre he tenido un mismo prejuicio de vuelta. Hace casi nueve años, nueve, que me mudé a Granada, y siendo como soy criatura anfibia, nunca me había arrimado a sus playas. Las desdeñé siempre. Por feas, por brutas. Yo me he criado dejando correr un puñado de arena entre los dedos, como si mi mano fuera un reloj y el tiempo fuera mío. Las dunas doradas de Cádiz son la salita de estar de mi casa. Pero, mira, hoy he estado tan en la gloria como en cualquiera de los lugares a los que me siento apegada. Me curé de otra tirria arbitraria. Aunque suene a eslogan barato, al final de cada orilla el mar es igual de grande y de acogedor.

Fíjate también en la toalla roja. Mi culo se apoyaba en el trozo que falta. Ahí estaba yo, a pesar de mí misma y de mi esquematismo. Hoy me había propuesto retomar dos de las tres actividades que, a falta de incorporarme el miércoles al trabajo, vertebran mis días: este blog, el gimnasio. Dos pilares para levantar el puente que lleva a la otra orilla del tiempo: del ocio a la laboriosidad. En el mismo ecuador de septiembre, qué ortodoxa yo. Pero al final me dejé seducir por la propuesta de esta excursión, sin más equipaje que el que se ve ahí arriba. Definitivamente, el tiempo no es un animal vertebrado. No se puede domesticar a fuerza de horarios personales. Y yo amo estos fusibles que saltan y dejan a oscuras los planes trazados. Cada viaje me convierte en una yonqui de la provisionalidad.

Y ya sólo queda el libro. Esta vez no lo voy a recomendar. Es un poco bastante insufrible, y un poco demasiado adictivo. Un hurgarse la nariz literario. Es La novela luminosa de Mario Levrero, y es el diario que su autor perpetró como calentamiento para escribir una novela por la que lo habían becado. Lo eché a la mochila para leerlo en trenes, hoteles y salas de espera, y ahora no puedo desembarazarme de él fácilmente. Le he cogido el mismo cariño que termina generando lo freak. Me repele y me encandila a la vez, y cada trivialidad consignada minuciosa y maniáticamente me aburre y me causa ternura. El amigo Mario era un neurótico, hipocondríaco y compulsivo que hacía esfuerzos por recuperar la parte dañada de su espíritu de la que arrancaba su escritura. Yo leo cada recaída en sus obsesiones como si fuera vouyerista, cada impulso de reconstrucción con un aplauso preparado. No puedo dejarlo. Tenemos una especie de compromiso.

Porque, sin darnos cuenta, este libro ha atravesado conmigo el verano. Mi amigo Óscar me habló de él en una de esas noches de terraza perfectas, uno de esos colofones a los días en que se toman fotografías que sólo a nosotros nos hablan de nostalgia. Cuando volví a casa, descubrí que ya lo tenía. Y me propuse leerlo como un tributo a la amistad. Quién le iba a decir a ese montón lamentable de páginas los paisajes que terminaría conociendo: una playa de película en las islas Cíes, un vetusto hotel de Oporto, un andén en Coimbra.

Paisajes que pertenecen ya a otras fotografías.

martes, 2 de septiembre de 2014

De rodaje


Tengo que confesar que en el post anterior me guardé un as en la manga. Oculté una información básica. De manera completamente inocente, añado en mi  defensa.  Todo fue culpa de un pequeño trastorno de perspectiva temporal que padezco: igual que cuando conduzco de noche la miopía me vuelve soberanamente torpe para calcular la distancia a la que están los demás coches,  a mi cerebro le cuesta calibrar lo que tardan en aproximarse las cosas. Lo que parecía esperarme instalado en un futuro remoto, de repente me da caza. El porvenir se me echa encima y yo no me doy cuenta. 

Y así, desprevenida, de repente me veo de vacaciones. Ajajá, gorriona, habrá quien me diga. Qué fácil es escribir sobre veranos infinitos teniendo quince días libres por delante. Qué displicencia a la hora de compadecer a los que volviendo a sus rutinas dan los buenos días largos por muertos. Cuando tus ocios no se han acabado. Cuando una mañana desayunas en Granada, almuerzas en Madrid y cenas a la vera de las Rías Baixas. Así cualquiera, chavala. 

El tren que me pondrá en Pontevedra se se está tragando la Península como si fuera bulímico. 237 km/h, 193, 120 cuando bosteza. La mirada a ras de tierra no está hecha para velocidades como esta. Los álamos que salpican la Meseta giran medio posesos. Pero entre punto y punto seguido de este párrafo yo vuelvo a saludar al paisaje. La ventana de un tren,  dice Jose,  tiene algo de pantalla de cine. Un viaje en cinemascope.

Y acaba de empezar, pero yo ya tengo un puñado de fotogramas. Esta mañana hemos madrugado criminalmente,  y el trayecto en autobús a Madrid se ha escrito en código Morse. Punto, raya, vigilia espesa,  cabezada.  Entre una y otra, algo sí he visto. Un sol que nace amasado con azufre.  La cara de un camionero a la misma altura que la mía,  cuando lo hemos adelantado. Movía los labios; debía de estar cantando o hablando con la radio. Un viejo señalándole a otro un punto perdido en el océano de olivos: un Rodrigo de Triana de secano. Ovejas aún esquiladas apiñadas en una acequia como en las escaleras mecánicas del metro. La dignidad de las encinas dando sombra a un rastrojo de muchos quilates.

Apuntarle a Jose los toros que nunca puede admirar cuando es él el que conduce,  y pensar que viajar de este modo, llevado por otros y a merced de un horario que ya no marcamos libremente, es hacer bonitos equilibrios entre el impulso propio y la conformidad. Dar la siguiente cabezadita admitiendo que, como modelo de vida, tampoco está mal.

Nos vemos ya mismo, queridinhos. Voy a estar unos cuantos días de rodaje. Así que, si no habéis pensado ningún propósito para el nuevo curso, yo ofrezco uno gratis: seguid leyendo este blog.  Ahí lo dejo.