sábado, 28 de noviembre de 2015

Ups, she did it again, o la broma que no se agota



Las relaciones que duran generan caras específicas. Está la cara de ni una rata leprosa me daría más asco. La cara de distracción transitoria que pones al pelar un kiwi mientras tratas de adivinar quién serías si hubieras tomado otras decisiones. La cara de mansedumbre infinita que sigue a la millonésima aclaración de que el café molido que nos gusta es el natural, y no, nunca, jamás, el torrefacto. La cara de mantequilla a temperatura ambiente que se te pone al doblar su pijama todavía tibio para esconderlo debajo de la almohada.

Y luego está esa otra cara inquietante. El gesto que iba para carcajada pero cuya arquitectura muscular ves derrumbarse a cámara lenta y transformarse en la mueca desmoralizada del que busca vías de escape. Pasa cuando un viejo amigo vuelve a contar en público Aquella Anécdota, con idéntico adorno a como lo hizo por vez primera. Como si tú no hubieras asistido a esa ceremonia nunca. Como si, de hecho, no estuvieras ahí mismo, padeciendo el eterno retorno en una de sus versiones cutres. Todo el mundo se ríe; tu viejo amigo se ríe con una risa tan fresca que parece recién sacada de su embalaje. Todo el mundo te mira, y tú, mientras, intentas levantar del suelo los escombros de tu carcajada.

Pues precisamente esa es la cara que temía que se me pusiera al leer este segundo libro de Caitlin Moran. Con un título primo hermano de aquel que primero me distanció y luego me ganó eternamente para su causa. Con unas líneas maestras análogas. Con un personaje tan... ella. No estaba dispuesta a que mi flechazo se viera mancillado por el hábito, la repetición de clichés autoreferenciales, todas esas bragas sucias tiradas por cualquier parte. 


¡Ahí pone que Lionel Shriver es fan de CM!

Bien, no llevo más de un tercio de lectura, y sé que esa no es manera de hacer una reseña, pero, qué demonios, quién dijo que esta lo fuera. Esto es sólo una manifestación de amor fanático hacia una manera de hacer las cosas, las de la literatura y las de la vida, definida por el arrobo y el desenfado. Por la alegría silvestre de estar en el disparadero, en ese tipo de principios en los que el mundo te percute y te manda a tomar por saco. Cuando te atreves a concederte un permiso cándido y desnortado para construir a ciegas tu personaje. Cuando sólo respirar un aire sucio e indescifrable te dopa.

Esto es también una oferta de amistad entusiasta hacia todos los que cogen las armas de la alegría. Aquellos que, como la protagonista de la novela, saben que lo que ellos quieren ser “todavía no se ha inventado”.

miércoles, 25 de noviembre de 2015

Mi juego entre el rojo y el verde

 
Semáforos, semáforos por todas partes, semáforos hasta para entrar en tu cuarto de baño; semáforos que te congelan la sangre, te hierven la sangre, te coagulan la sangre. Árbitros de la convivencia urbana, odiados como señores altivos con apellido compuesto y silbato. A las tres de la tarde, una fantasea con la idea de pasarse a la kale borroka. Afinar la puntería en cada disco rojo hasta que Granada adquiera un aire del desenfado circulatorio de El Cairo. ¡Semáforos! Represores del animal humano; enemigos del paso.

Frenas, avanzas unos metros; frenas, avanzas. Reconoces que en realidad ese es el ritmo natural del aprendizaje, pero ¿está tu cuerpo a esas horas para sutilezas? El ámbar pasa a rojo con una sonrisa depredadora, casi, y tú, con tu anatomía diseñada para gloria del bipedismo, te conviertes en gato al que le impiden afilarse las uñas; perdiz que canta machacona en su jaula; perro que se queda encerrado todo el fin de semana en un piso.

Hay algo sospechoso en esta dependencia patológica del semáforo, una especie de entendimiento tenso, un escepticismo radical hacia la capacidad de los ciudadanos para autorregular su tránsito. Lógico, por otra parte: la gentilidad de saber ceder el paso no es un talento generalizado.

Pero me he inventado un juego para neutralizar la trombosis del tráfico. Cada vez que el coche se detiene, me meto dentro de los peatones. Los poseo. Uso sus piernas nerviosas o mansas. No es que los haga míos: los hago yo. Soy esa madre que por deformación vital no sabe andar ya al paso zigzagueante de su hijo de cuatro años. Soy el treintañero que se siente un poco ridículo dentro de sus flamantes vaqueros elásticos. Soy el viejo que apoya su mano sobre el hombro de su esposa, desamparo disfrazado de cuidado.

Los viejos me gustan mucho. Siempre es sorprendente encontrar en ellos ese empecinamiento de seguir a pesar de la maraña de dolores entrecruzados, el rencor del declive, la calma de haber dejado atrás la prisa.

Soy, con más compasión de la que el juego pide, cada estudiante universitaria de segundo año: reconozco rápidamente la mirada desvalida de cuando la novedad del cambio se acaba y comienza la era de la expectativa incumplida y la obligación de convertirte en alguien.

Penetro a contracorriente en los cuerpos masculinos. Al principio me cuesta un poco adaptarme a su paso franco y sin ochos, los brazos tranquilamente liberados del fantasma del bolso.

Busco con avidez a los que corren. Abuso de sus pulsaciones. Hago equilibrios con ellos entre el placer y el pa' qué, la arrogancia y el desmoronamiento inminente. Mis pulmones hinchados como banderas arden de partículas diésel. Cada vez que apisono la acera, se comprimen mis cervicales. Me dan ganas de comerme un bocadillo de queso de un metro.

Y por más que lo intento, nunca consigo entrar del todo en el cuerpo mugriento de la mujer que duerme en el parterre. No soy capaz de apropiarme de su adaptación al frío y su sueño inexpugnable. La veo pararse junto al contenedor de la frutería, sacar un tomate pocho y comérselo ahí mismo, y no, no consigo que nuestro estómago pordiosero se calme.

Cuando la encuentro, el semáforo siempre cambia a verde demasiado rápido.


domingo, 22 de noviembre de 2015

Cama revelada

 
Siempre me voy a trabajar dejándome la cama desecha, temiendo que el desayuno se me ponga de punta, o que algo de la noche no se renueve, esa especie de contaminación íntima que flota en el aire mientras lleno la cafetera. Horas después, cuando vuelvo a casa, la arquitectura arrugada de las sábanas me sorprende. La parte de abajo del pijama despatarrada como en una escena del crimen. El aire de vida en Pompeya congelada.

Entro a mi habitación en busca de las zapatillas y la ropa de estar por casa y corro al cuarto de baño a cambiarme, para que el campo no invada el lugar donde duermo. Soy rápida, fundamentalmente porque me muero de hambre, pero un poco también porque me da apuro mirar mi cama. Es como si ahí hubiera pasado algo, y la protagonista de esa historia recóndita hubiera huido o estuviera ya muerta.

¿Y no es así? ¿Qué queda de la noche pasada salvo un par de hebras incoherentes de sueño? Piensa en lo que tarda en escapar tu calor de la cama abandonada. El mismo tiempo en que la nube rosa sobre la montaña se vuelve gris, antes de que la noche caiga. Lo que tarda en disolverse tu cifra modesta de experiencia en la contabilidad general del mundo.

Piensa en las camas por las que pasaste. Aquella que vio demasiado o la que siempre se quedó con ganas de un poco más de marcha. La que fue isla desierta sin Viernes o América recién descubierta. Barco, nave espacial a otro planeta, cabaña en el árbol. Sala de espera de la funeraria. Pasa a cámara rápida todas las vueltas de insomnio, los despertares raros y fugaces, los abrazos. Suma las horas que has estado en esas camas, y escribe al lado del número el rastro que de ti conservan.

Una cama desecha y sola es un lugar inquietante. Un casa llena de fantasmas que no saben comunicarse. 


Magnum again
 

miércoles, 18 de noviembre de 2015

Breve carta de amor pedestre


De pequeña tenía cierta idea de ser arqueóloga, no porque me interesara especialmente el tiempo, ni porque pretendiera ir por el mundo con una cazadora de cuero y un látigo, sino porque quería mirar por un agujerito y decir como Howard Carter “veo cosas maravillosas”.

Y ahora, que no quiero que el tiempo me interese, y que con un látigo sería capaz de arrancarme trozos de muslo, ya no me hace falta revolcarme en polvo de huesos para sentirme un deslumbramiento semejante.

Pasa cuando alguien a quien apenas conozco dice algo tan sutil y sorprendentemente gracioso que el pelo de las piernas me crece un milímetro.

Pasa cuando me seduce una portada en una librería, leo una línea al azar del libro, y ganas me dan de pedir mi mantita sucedáneo de gato y el pijama, porque yo de ahí no me largo hasta que me lo zampe.

Y pasa también cuando me quito las botas del trabajo. Ahora es cuando me llamas loca. Pero pasa: veo cosas maravillosas. Un par de pies nobles y baqueteados como los de la propia momia de Tutankamon. El fucsia desconchado de mis uñas refulge en contraste con el marrón páramo del calzado. Tengo lo que no quiero llamar callos y unos tendones con los que se podrían amarrar barcos. Los dedos son tan tímidos que los pequeños quieren parapetarse tras los grandes. Vaya, no son particularmente bonitos. Pero tampoco fiables: están tan descentrados con respecto al eje cadera-rodilla, que a cada paso que doy es como si alguien soltara un dudoso huuy de alivio. No, señor, nada fiables.

Pero yo los miro con júbilo cada vez que los veo magullados, pálidos de esfuerzo o señalados por la trama vil de los calcetines. Los libero de su cripta con reverencia después de ocho horas sin descanso, y entonces, mis pies-demasiado-pequeños-para-este-culo no dejan de embobarme. Tienen un cuentakilómetros abultado. Tienen humor, aplomo y paciencia. Tienen un pátina que los hace dignos. Son un patrimonio del que me siento orgullosa porque lo he ganado a fuerza de pasos en el campo. Yo no nací con estos pies trabajados. No sabía que podían llegar tan lejos ni durar tanto. Mis cosas maravillosas habitualmente escondidas.

domingo, 15 de noviembre de 2015

Qué decir, qué hacer

 
Yo... estoy confusa.

Me cuesta escribir sobre eso, embutir en frases bien hechas ciertos sentimientos. Por pudor, claro, pero también y ante todo porque tengo la sospecha de que hay temas demasiado complejos como para que los pueda digerir, así, como si fueran yogur aguado, mi cerebro.

Me asombra la agilidad con que otros se manifiestan aquí y allá, en las redes sociales, como si tuvieran una sólida formación en geoestrategia, como si cada mañana desayunaran café y gas pimienta.

Por eso me callo e intento que aquellos sentimientos se revelen a través de ojos que ya no parecen tener tensión suficiente como para mantenerse educadamente encajados en sus cuencas. Veo y no entiendo. Veo y me estremezco. Veo y escucho y casi huelo, y entender de inmediato me parece casi un acto arbitrario. Y, sin embargo, me empeño en ello.

Yo...vivo una vida sin estridencias. Tengo un trabajo, vivo con quien quiero, uso mallas elásticas que me marcan las piernas. Estoy relativamente informada del penoso curso del mundo. Hablo mirando a los ojos y a veces me invento problemas. Me encanta servir comida rica y que me la sirvan. Me encanta mirar hacia arriba cuando paseo bajo árboles. Me encantan el mar, el sol de invierno y hacer crujir la hojarasca. Me encanta lamer helado en su cucurucho y dejar que la tarde se escurra imaginando vidas. Hay canciones que me dejan el corazón hecho una bola de aluminio. Tengo gastos de los que no depende mi supervivencia. Me voy a la cama sin deudas. Estoy enamorada del hecho puro y banal de estar viva.

Puedo llegar a comprender que alguien menos afortunado que yo enloquezca de odio al toparse en la calle o en vídeos con manifiestaciones como esta. Entiendo que gente que lleva comiendo mierda antes que potitos termine vomitando mierda. Entiendo y no que haya a quien esta vida fácil le parezca un agravio hasta el punto de querer vengarse .

Entiendo que haya quien diga que gente como yo vive instalada en una narcótica complacencia. Entiendo que a muchos indigne que lloremos más a unos muertos que a otros. Lo entiendo, y comparto ese enojo, pero a la vez pienso en secreto que uno no siente la misma culpa al devorar un suave corderito que un pollo o una gamba, y que el miedo y la desolación te contagian mejor cuando los tienes más cerca. Cuando el horror se introduce en el meollo de los regalos. Cuando tu hermana vuela en ese avión que a lo mejor, o tu amigo iba a un concierto a Brsuselas y... Entiendo que a cualquiera esto le parezca desalmado, pero el dolor puede convivir sólo hasta cierto punto con lo abstracto.

Entiendo que haya a quien le parezca que debemos sentirmos culpables por haber vivido hasta ahora ajenos a la angustia. Que la verdadera democracia es la del miedo. Que todos somos cómplices: por votar a gobiernos rendidos al negocio del crimen. Por ser yonquis del petróleo. Por ver las noticias y...y...no saber gestionar adecuadamente la información de naufragios y éxodos, guerras dirigidas por control remoto, pijamas naranjas y machetes.

Lo entiendo y no. Es demasiado complejo. Demasiado higiénico. Por ahora me limito a aspirar el olor hediondo de la zozobra, la aprensión y la pena.

jueves, 12 de noviembre de 2015

Gandula

 
Me paseo por casa con sandalias de playa y calcetines, como un jubilado de Cardiff en Nerja, sólo por no tener que bajar las zapatillas de invierno del altillo.

Vestidos ligeros y tirantes, pantaloncitos de tela que apenas escondían el bikini, siguen encastillados en mi armario. Bendita esta escaramuza de cambio climático.

La pelusa que vive en el inframundo bajo de mi cama ha empezado a organizarse socio-políticamente. Creo que han dejado atrás una economía de subsistencia y empiezan a crear estructuras agrícolas.

Duermo con mallas de gimnasio para no tener que buscar esa prenda turbadora que es el pijama.

El resto de mallas está tan dado de sí que, si me comparo con las valquirias que nunca sudan, soy Betty la fea en versión fitness.

Si declaro que al menos el quince por ciento de las piezas que componen mi uniforme ha conocido la plancha miento descabelladamente. Como un candidato.

Hasta que no me acerque a ese templo de la cosmética púdica que es mi farmacia, en busca de la Loción Corporal Prodigiosa, mis tibias conservarán su apariencia levemente escamosa.

Creo que en total habré desperdiciado como un semestre de vida esperando a que mi portátil arranque. Desde que lo asperjé con té, sufre y rehúye sus responsabilidades como un niño en su segundo día de escuela. La juiciosa idea de sacarle toda su médula y dar con un servicio técnico que lo ponga a punto o le dé el viático simplemente me marea.

Todas mis tortillas terminan en revueltos. No necesariamente por torpeza.

Me invento viajes y fondeo en la nostalgia de lugares verdes con tal de no hacer la maleta.

Cada vez que tengo que buscar aparcamiento creo merecer una peonada.

Ya ni me paro a pensar por qué hago o dejo de hacer ciertas cosas que cualquiera sólo un poco menos indolente entendería como lastres para el normal desarrollo de la persona.

Si me pusiera, tal vez podría imaginar alguna historia no demasiado necia. Dejar de castigar a mi prójimo con chorradas.


Pero en vez de ponerme con cualquiera de estas buenas acciones, me derrumbo en la cama. Miro el blanco del libro hasta que me duelen los ojos. Invento constelaciones de gotelé. Subo piernas y brazos como una medusa desquiciada. Tengo el demonio de la pereza adentro. Y no me apetece ni un poquito llamar al padre Karras.

Pero, ¿y si la galbana fuera una brújula? Si la dejara que me apuntase, toda remolona, la dirección de mi marcha. ¿Me revelaría algún mensaje? ¿Que todo está bien como está, por ejemplo, la ropa sin ordenar, los deberes medio hechos, los planes en latencia? ¿Que estoy a gusto en el medio de todo, con un montón de platos chinos puestos a girar? ¿Que no necesito estructura ni vértebras? ¿Que tengo un elevado nivel de contento basal?


domingo, 8 de noviembre de 2015

Medicina

 
Y yo, que carezco de sentimientos religiosos; que voy tirando del carro de mis días sin que un sentido último me azuce; que no soy capaz de meter en la misma frase trascendencia y materia; yo, que encuentro asiento más o menos cómodo en la aleatoriedad y en la falta de esquema de las cosas, salgo por fin del coche y la última de mis células entiende el significado de la reverencia.

Realmente no hay nada ante lo que arrodillarse. No hay una montaña majestuosa que aplaste desde la distancia lo presumida que pueda sentirme por formar parte de mi especie. No hay una geometría perfecta en el paisaje. Sólo pinos retorcidos, víctimas apasionadas de un pasado en el que sangraron resina; y parcelas de cultivo abandonadas en las que un par de membrillos arratonados se empeñan en seguir dando fruto; y matas de romero y tejas rotas y unas cuantas ruinas. Pero hay algo. Una especie de...turgencia: en otoño, a las cinco y media de la tarde, el campo tiene la cara llena y plácida y la fe de una mujer preñada.

No hay silencio, pero en cuanto pongo las botas en el suelo me siento inmediatamente aliviada. Como si me hubiera tomado una poción mágica. Y no me había dado cuenta de que estaba enferma. Es como cuando un masajista te toca y dice ¿ves? aquí, aquí y aquí estás tensa, y a ti te da una poca de vergüenza, porque esa tensión en el cuello, esa manera de impedir que las piernas caigan y se fundan con la camilla, son tu manera natural de estar en el mundo, tu vicio pasado por alto. A mí el espacio silvestre me aplaca. Me desatornilla la mandíbula. Debería hacer algo con esa información tan simple. Lo sé y siempre se me olvida.

No hay una belleza de revista, ni siquiera de Instagram o de Facebook, pero a mí me dan ganas de llevarme una muestra a mi casa. Una piña vieja, un trozo de raíz nudosa, un puñado de grava blanca de una barranquera, el plumero de esparto donde el atardecer se demora. Lo pondría todo en mi mesilla de noche. Para no olvidarme nunca de lo que me importa. Total, hay gente que se arrima cosas peores: las muelas en un vaso, una estampita de San Pancracio, el móvil.

No hay un bosque regio que le dicte órdenes al residuo pagano de tu conciencia. Nada que te atemorice un poquito o te absorba. Hay un álamo que se deshace, un borrón de amarillo que gotea con cada hoja que cae bailando. Me enamora eso: el instante en el que la hoja sabe que ha llegado el momento de dejar de aferrarse. Hay un nogal, y quién se resiste a rebuscar entre la hojarasca. Cuando alzo la vista, toda avidez y gozo, me estás mirando con la sonrisa que destinas a los cachorros. Mi botín asciende a siete nueces. Hay algo muy antiguo en el placer de partirlas con una piedra y llenarte la boca de árbol, de estaciones que llegan y pasan, de cosa no manipulada.

Y hay... mira, mira esas cabras montesas. Tan entregadas a su pasto que no se han percatado de nuestra presencia. Ávidas y gozosas...Descuidadas de guardar el secreto. Pronto pisaremos algo ruidoso y se acordarán de que no deben confiar en criaturas bípedas. Moverán sus cuerpos cerro arriba con un garbo inimaginable a primera vista.

Y entonces quizás pensemos que lo que nos cura de lo silvestre es su apariencia terminada e íntegra: las cosas son ya su potencia, sin esfuerzo permanente de mejora. Miraremos huir a las cabras envidiando su dominio del movimiento, y no se nos ocurrirá pensar “pobre, no eres ni un quince por ciento de lo que podrías”. 



 

jueves, 5 de noviembre de 2015

Monito

 
Peter Marlow. Magnum también es amor.

 
De alguna forma u otra, todos los días se las apaña para pasar cerca de esta parte de la valla. No siempre se detiene, aunque quisiera. A veces va en el tractor, segando alfalfa, removiendo la tierra con estiércol fresco, acercando unos fardos de heno que a lo mejor no hacen ni falta. A veces se hace el despistado detrás de las vacas, como si no las estuviera encaminando adrede hacia donde a él le interesa. A veces llueve con fuerza, y a veces Dori y los niños han venido de visita, o sólo queda media hora para la cena, y su mujer, que nunca se ha quejado de nada, prefiere que no se retrase. A veces simplemente lo deja para el día siguiente o para el sábado por la tarde, porque cuanto más lo retrasa, más placer obtiene luego del encuentro.

Pero siempre tiene algún gesto aunque no se pare. Levanta las cejas una décima de segundo. Se toca al ala del sombrero. Sonríe por dentro. Nunca mira directamente, pero sabe que ahí sigue ella, sentada sobre la valla que no se ha pintado en todos estos años, balanceando las piernas sucias, o de pie sobre el travesaño, sujetándose todavía a la rama del fresno con una sola mano. Demonio, monito.

Y cuando por fin se acerca, con la camisa limpia y un puñado de moras, o un manojito de amapolas y acianos sudados, ella siempre pregunta que por qué ha tardado tanto. No entiende que un hombre tenga obligaciones. A veces vienen partos malos. O hay que hacer recados al pueblo. O alguien se ha muerto y toca ir de entierro. Él procura explicárselo para que lo entienda: uno no puede estar siempre sentado en la valla jugando a ver quién escupe más lejos. La gente crece; determinadas cosas empiezan a depender de ti, y para que el mundo funcione tú tienes que hacer tu parte. Te levantas cada vez más temprano, te acuestas cada vez más temprano, y tu cara se oscurece. Y cada año pasan menos cosas, o a lo mejor pasan siempre las mismas, pero ya tú las has visto antes, y ya nada te sorprende. Los toros cubren a las vacas, las vacas paren, y al poco el becerrito que a duras penas podía ponerse en pie es una enorme tira de carne. Y los niños... Bueno, a todos los niños les pasa más o menos lo mismo.

Él le explica estas cosas con cautela, asegurándole que no tiene por qué preocuparse. Para compensar, le promete unos pendientes de plumas de arrendajo para la vez siguiente, o le cuenta que hacer fuego en realidad es bastante fácil. Que la pequeña de su hija Dori se le parece un poquito cuando se aparta el flequillo de un manotazo. A él le da algo cada vez que lo hace. Pero que nadie, ninguna otra niña del mundo, mira igual que ella, como si el mundo estuviera bien acabado y Dios realmente se hubiera merecido el descanso. Como si la luz dorada del atardecer o la luz dentro de las personas nunca pudiera agotarse.

Le dice que su mujer es demasiado obediente, y que cuando sus hijos eran pequeños, cada vez que intentaba explicarles un juego, ellos le miraban desconcertados. Le dice que tiene suerte de no haber crecido nunca. Que a lo mejor fue bueno que no pudieran casarse. Que la rama de fresno se terminase partiendo mientras ella hacía equilibrios en ese mismo travesaño. Busca en sus ojos su comprensión perfecta, y le jura que ella es lo único que dura.


lunes, 2 de noviembre de 2015

El peligro mongol

 
Probablemente sea fea como un perro descompuesto, pero ¿quién no querría ir al menos una vez en la vida a una ciudad que rima con los latidos del corazón? Ulán Bator, Ulán Bator, Ulán Bator. Leí una vez que miles de niños viven en sus alcantarillas cuidándose entre sí, organizando la nada, compensando el frío salvaje con vodka y roce. Niños rata, los llaman. ¿Te imaginas? ¿Cómo se hace adulto un niño rata? ¿Cómo sales de la cloaca y te pones de pie en el asfalto, si te has pasado tu corta vida en años, tu larga vida vieja, protegiéndote de los grandes? Imagina mear en tu hotel y no atreverte a tirar de la cadena del váter. Imagina mirar por la ventana, que la sordidez ordenada de la arquitectura soviética te roa los ojos, y querer buscarte una alcantarilla.

Y, sin embargo, quién no querría llegar alguna vez a Ulán Bator para inmediatamente irse. Ulán Bator, Ulán Bator. Rima con corazón. Y a veces el corazón está tan apretado y sucio y larvado de criaturas frágiles como un paisaje urbano. A veces en su alrededor inmediato se encuentra pronto el alivio. Si yo viajara a Mongolia, no dudaría en pasar un día en su capital. Me daría pena, en cierto modo: qué confianza puede tener en sí misma una ciudad levantada por nómadas.

Llegaría, me aflijiría, espiaría las alcantarillas con terror de toparme con un par de ojos rasgados. Y luego me marcharía en busca de lugares verdes y vacíos, y así estaría muy cerca del corazón de un pueblo. Descubriría entonces que mientras pronuncias Ulán Bator, Ulán Bator, tu propio pulso se para, y que justo al salir de allí te lo devuelven.

Ya fuera no me resultaría difícil sentirme en casa. Cómo, si mi historia está llena de mudanzas. En los trenes pegaría la frente en la ventanilla para no perderme ni a un miembro de mi familia. El parentesco del desarraigo. La comunidad de los que plantan el hogar en cualquier parte. Qué lugar común tan romántico. Qué fotogenia del alma. Habría que vivirlo primero antes de cantarlo. 


NG me lo da todo
 

Y después de horas y horas viendo el mismo paisaje, me daría cuenta de que cualquier sitio es prácticamente el mismo. Hierba, ganado, cielo, hierba, ganado, cielo. Cualquier lugar donde plantes la yurta es mellizo del que has dejado. Supongo que no tienes que ser un prodigio de adaptabilidad para hacerte con cada posición cambiante. Siempre vas a tener la seguridad de la nieve o la hierba. Como en el desierto, cerca y lejos se desvanecen. A lo mejor por eso aman a los caballos: porque puedes correr, correr y correr, sin moverte demasiado.

Si me quedara en Mongolia el tiempo suficiente, renacería a través de la humillación, como decía aquella canción de la Rosenvinge: perdería mis remilgos con la comida, porque tendría que alimentarme, quisiera o no, de cosas con sabor a lana. Me quejaría del frío hasta la vergüenza, y luego se me haría costra. Dejaría que los caballos me tirasen cien veces hasta perder el miedo al galope. Mi mente poblada de apegos se volvería adicta al vacío. La abundancia de lo que no fuera hierba, ganado, cielo, me causaría espanto. Es mejor no correr ciertos peligros.