Me paseo por casa con sandalias de playa
y calcetines, como un jubilado de Cardiff en Nerja, sólo por no
tener que bajar las zapatillas de invierno del altillo.
Vestidos ligeros y tirantes,
pantaloncitos de tela que apenas escondían el bikini, siguen
encastillados en mi armario. Bendita esta escaramuza de cambio
climático.
La pelusa que vive en el inframundo bajo
de mi cama ha empezado a organizarse socio-políticamente. Creo que
han dejado atrás una economía de subsistencia y empiezan a crear
estructuras agrícolas.
Duermo con mallas de gimnasio para no
tener que buscar esa prenda turbadora que es el pijama.
El resto de mallas está tan dado de sí
que, si me comparo con las valquirias que nunca sudan, soy Betty
la fea en versión fitness.
Si declaro que al menos el quince por
ciento de las piezas que componen mi uniforme ha conocido la plancha
miento descabelladamente. Como un candidato.
Hasta que no me acerque a ese templo de
la cosmética púdica que es mi farmacia, en busca de la Loción Corporal Prodigiosa, mis tibias conservarán su apariencia levemente
escamosa.
Creo que en total habré desperdiciado
como un semestre de vida esperando a que mi portátil arranque. Desde
que lo asperjé con té, sufre y rehúye sus responsabilidades como
un niño en su segundo día de escuela. La juiciosa idea de sacarle
toda su médula y dar con un servicio técnico que lo ponga a punto o
le dé el viático simplemente me marea.
Todas mis tortillas terminan en
revueltos. No necesariamente por torpeza.
Me invento viajes y fondeo en la
nostalgia de lugares verdes con tal de no hacer la maleta.
Cada vez que tengo que buscar
aparcamiento creo merecer una peonada.
Ya ni me paro a pensar por qué hago o
dejo de hacer ciertas cosas que cualquiera sólo un poco menos
indolente entendería como lastres para el normal desarrollo de la
persona.
Si me pusiera, tal vez podría imaginar
alguna historia no demasiado necia. Dejar de castigar a mi prójimo
con chorradas.
Pero en vez de ponerme con cualquiera de
estas buenas acciones, me derrumbo en la cama. Miro el blanco del
libro hasta que me duelen los ojos. Invento constelaciones de gotelé.
Subo piernas y brazos como una medusa desquiciada. Tengo el demonio
de la pereza adentro. Y no me apetece ni un poquito llamar al padre
Karras.
Pero, ¿y si la galbana fuera una brújula?
Si la dejara que me apuntase, toda remolona, la dirección de mi
marcha. ¿Me revelaría algún mensaje? ¿Que todo está bien como
está, por ejemplo, la ropa sin ordenar, los deberes medio hechos,
los planes en latencia? ¿Que estoy a gusto en el medio de todo, con
un montón de platos chinos puestos a girar? ¿Que no necesito
estructura ni vértebras? ¿Que tengo un elevado nivel de contento
basal?
Lo que tantas veces hemos dicho: La vida es menos transcendental de lo que nos empeñamos en hacerla parecer.
ResponderEliminarUna chorradita interesante.
EliminarNo tiene nada de malo una pereza enorme pero transitoria, nada de nada.
ResponderEliminarA disfrutar.