martes, 30 de diciembre de 2014

Remate

 
Dice que está loco por que den de una vez las campanadas, no por la juerga, no por la memez de las uvas, que maldita la gracia, sino porque no aguanta más este 2014 que no ha podido salir más cabrón y más malo. Yo asiento sólo con la primera de mis vértebras cervicales. Una manera tan buena como cualquier otra de expresar un glup sin que lo note el de al lado. Glup. Nudo de saliva en la garganta. Vergüencita. Él tiene más que razón que un santo, y sobradas razones para afirmar que este año que acaba, pero que seguirá lanzando sus tentáculos sobre el que viene, ha resultado peor de lo que sus peores previsiones estimaban. Un momento antes yo estaba haciendo balance interior y me permitía el lujo de pensar lo contrario.

Y sí, objetivamente la segunda parte del 2014 ha sido generosa en dolor y desaliento, pero hay una manera de hacer economía con esas emociones para que al final el balance cuadre. El dolor es ese maestro de kárate que te hace morder el tatami cien veces y te deja el cuerpo verde de cardenales, con la noble intención de hacerte más atento y más fuerte. El desaliento te corta las vías y te quita el resuello, hasta que no tienes más remedio que pararte, liberarte de carga y como Sísifo, empezar de nuevo. Y eso que en principio puede parecer una mierda no es tan malo como parece. Es una forma de higiene del alma. Como mi tratamiento periodontal del carajo.

Yo sólo puedo decir que he conocido dentro de mí gente que nunca pensé que pudiera habitarme. Gente con criterio. Gente solidaria y valiente. Gente dispuesta a arremangarse.

He vivido la aventura de salir de mis coordenadas habituales y probarme distintos personajes. Más aguerridos. Más audaces.

Dentro de mí he visitado paisajes intactos cuya flora aún estoy catalogando. He encontrado reservas de silencio. Y mucho espacio.

He ido aprendiendo a leer mis propios planos topográficos. He traducido a mi propio idioma los símbolos en coreano de mi viejo manual de instrucciones. Me he dado cuenta de por qué hacía esto o aquello, y las razones que no casaban con mi instinto las he ido desechando.

He sido benévola conmigo misma. Me he dado permiso para ser más un poco menos eficiente, un poco más dubitativa, un poco más lenta de lo que dicta el giro actual del planeta.

He firmado una tímida paz con mi manera de estar en el tiempo. Espero menos, aprieto menos, echo menos de menos. Y como en matemáticas, ese menos por menos resulta en un más.

Y ahora que se va acabando, tengo el 2014 encerrado en un puño. Lo distingo perfectamente, desde su mismo comienzo, y soy capaz de descifrarlo. No se me escurre entre los dedos como el resto de años. Supongo que ha llegado la hora de abrir la mano y ver cómo se escapa volando. Como un buitre. Sólo aparentemente malo.


¡Ya se ve el 2015!


sábado, 27 de diciembre de 2014

Qué pasa dentro de esos cacharros

Quiero saber muchas cosas.

Quiero saber qué tienen los pájaros en sus ridículos cerebros para cruzar océanos y continentes con el automatismo con que tú te agarras a la barra del metro. Quiero saber qué apareamientos exactos se producen dentro de mi horno entre las moléculas del agua, la levadura y la harina. Cómo encuentra mi dedo índice las teclas de la n, la j y la k, sin confundirse ni hacerme escribir chorradas como aviok, nardín o jilogramo. Quiero saber por qué siempre que escucho una canción emocionante bostezo, o cómo distingue un gato los pasos de su dueño de los del resto de vecinos del bloque, al salir aquel del ascensor y avanzar por el descansillo.

Quiero saber tantas cosas que probablemente tendría que borrar otras de mi cerebro para hacer algo de hueco. Fuera el mecanismo de pintarme los labios. Fuera Sarandonga/nos vamo a come/un arroz con bacalao, y ¿está el enemigo?, que se ponga. Fuera por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa y la fecha de cumpleaños de a quien nunca le interesó el mío. Fuera las caras de Bélmez y Liberia, capital Monrovia. Cuando seas padre, comerás carne. Los seres vivos nacen, crecen , se reproducen y mueren.

Y tendría que descartar hasta el recuerdo de libros favoritos para colmar mis ganas de saber cómo se traduce la realidad en fotos. Cómo puedo atrapar y guardar en mi bolsillo desde una peca tuya al Mulhacén y el Veleta. Cómo pueden compincharse mi cámara y mi móvil con ese tipo de coleccionismo algo patológico. Qué diabluras hace la luz en las tripas de los aparatos para darle de comer a mi feroz memoria. Por qué lo que ven mis ojos no coincide exactamente con lo que ve el objetivo. Por qué lo ve el objetivo coincide a veces, milagrosamente, con lo que ve mi corazón.



Saco el móvil; retozo con él un poco cuando ya no me quedan ganas de seguir leyendo ni de atender a mis cuatro dedos gordos; encuentro esta foto. Recuerdo cuándo la tomé, pero no haber visto exactamente eso de arriba: un cielo así de azul, una hierba tan verde, la sombra tan esbelta, una luz hecha casi religión. Mis retinas no estaban tan saturadas, o quizás la cercanía de los otros sentidos – un ramalazo frío de brisa en la mejilla, el olor de un charco enfangado, un pájaro desquiciado por tanto espacio – contaminaba la pureza de la visión. Como si la imagen del móvil y la que guardo en la memoria no fueran un mismo par de zapatos. Del mismo modelo tal vez, pero de números distintos.

Lo curioso es que así son precisamente, idealizadas y falaces, las copias de algunos paisajes que guarda mi emoción. Y así es como siento los lugares con árboles: sentados en el trono de un silencio regio que en el original no existía. Apropiándose de la luz y derramándola a su alrededor como si naciera de ellos mismos. Dándome a entender que no necesitan mi mirada en absoluto.

miércoles, 24 de diciembre de 2014

Si todo va de lo mismo

 
Hay etiquetas de este blog que están a punto de encerrarse en una parroquia para reclamarme sus derechos de aparición. Se sienten humilladas y mustias. Como el hijo único que hace una semana dejó de serlo. Tuvieron un momento de gloria que con el correr de los días se desinfló. Las alimenté con mimo, engordaron y se pusieron lustrosas. Había temporadas en las que sólo se me ocurría o me apetecía escribir sobre asuntos de su incumbencia. Y luego pasó lo que pasó. Lo que pasa siempre. El tiempo, nuevos fogonazos, apreturas más imperiosas. Mis niñas bonitas perdieron su garbo. Los mejores trabajadores de esta empresa se fueron al paro. Lo que entonces me interesó me siguió interesando, pero en un tercer o cuarto plano. En el plano pasivo y lector.

Pasó con la etiqueta En el taller, donde reúno - reunía - mis escarceos con la ficción. Este abandono es el que más duele, porque la glotona de libros que soy siempre ha seguido una dieta de novelas, y la escritora que quisiera ser mantiene el prejuicio de que la no-ficción es eso con lo que uno se entrena mientras no le nace el talento para sacarse historias de la manga. Qué le vamos a hacer. Mi imaginación es de abdominal flojo. Y la realidad me embriaga bastante como para ponerle los cuernos a lo inventado con impunidad.

Y ha pasado con La tasca de Sila, ahí donde vegetan las chorradas sobre los buenos ratos que paso en mi cocina. Con esto apenas hay regomello. Nunca tuve expectativas de hacer grandes cosas al respecto. Todo lo que perpetré sobre la alquimia de los alimentos fue para mí pura distracción. No me interesaba compartir con el orbe salivante mis recetas, más que nada por humildad, y por vergüenza torera: no creo que en internet quepa ni una pava más poniendo posturas con estilismos aptos sólo para daltónicos, ni un blog culinario más. El mercado está saturado. Y yo cocino medio bien, pero compongo mis platos de pena, como si la comida saliera de una hormigonera, y siempre tengo demasiada hambre como para que las fotos me salgan finas. 

Cuando publicaba una receta, lo que me interesaba no eran los gramos, los tiempos de cocción o el resultado, sino la historia que podía haber tras ella. El júbilo que sentía y siento al ver como un apio fláccido o un engrudo de agua y harina se convierten en cosas ricas y reconfortantes con el abracadabra del aderezo justo y el calor. La certeza de que cocinar es a la vez ciencia y arte, coreografía e intuición, y una demostración del modo que tiene uno de estar en este planeta, de amor y dedicación. Cocinando estoy presente siempre: calculando, danzando, ejecutando, ensuciándome de cosas tangibles, canturreando. Me muestro formal y alegre. Juego como si no supiera qué es el futuro.

Y creo que todo eso ya está dicho y redicho de sobra. Toda receta puede tener su contexto propio y su gracia. El sabor único del momento en que la hice. Todas tienen su historia, pero los argumentos al final se repiten.

Por eso no he diseccionado aquí el alma que habitaba en el plum cake de plátano y coco que hice hace diez días y que Laura sugirió que sirviese en La tasca. ¿Qué podía decir que fuera nuevo? ¿Que llevaba un plátano que se había ennegrecido en mi nevera, y un ingrediente inédito? ¿Que a veces el sabor perfecto se consigue combinando lo desconocido y lo que creías que había que tirar? ¿Que también así es la vida?

Bueno, la vida es como cualquier cosa con que uno quiera compararla. Como un melón. Como un montón de monedas de un céntimo. Como un desodorante en spray. En realidad lo de las etiquetas es una mera formalidad. Todo lo que escribimos y leemos va de una sola cosa: de entender qué carajo es esto de estar vivo. Todo lo que hay aquí podría llevar la misma etiqueta. Así que no se me ponga ninguna nerviosa.


domingo, 21 de diciembre de 2014

Quieras o no quieras, la Navidad


Así que la Navidad, ese subgénero bloguero.

El contador de días empieza a correr hacia atrás como en un despegue en Cabo Cañaveral, y una ola de incontinencia nerviosa se alza en este patio de vecinas. Hay como una orden no escrita de dar tu opinión sobre ciertos asuntos, una especie de temario oficial que forma parte del contrato que has firmado con la expresión digital de tu vida, y que no te puedes saltar. Por supuesto, uno es libre y escribe lo que le sale de los genitales, pero hay que ser muy fuerte, tener una conciencia muy, muy robusta, muy impermeable, para que el clima de emoción general no empape o reseque tu criterio a la hora de elegir lo que quieres decir o no.

Yo soy fuerte, y soy robusta, y la Navidad me chupa un pie de manera bastante radical, pero los artículos por encargo me gustan, y aunque nadie me ha solicitado que hable de ello, mi propio prejuicio respecto a escribir de lo que toca me impone el reto de hacerlo.

Pero qué se puede decir que no esté ya dicho. Cuántas maneras originales de recuperar, celebrar o denostar el espíritu navideño nos pueden quedar. Una odia la impostura de alegría. El otro satiriza el brote de buenos sentimientos postizos, olvidándose de que Berlanga ya hizo lo mismo en Plácido, cincuenta años atrás. La de allí publica una versión treintañera de carta a los Reyes Magos que obligará a S.S.M.M. a hipotecarse. La de acá se queja de todos los regalos que le quedan por comprar. El de enfrente descifra entre atónito y cabreado la letra de los villancicos más populares, y se pregunta en mayúsculas qué demonios querrá decir eso de Holanda ya se ve, yo me eché un remiendo, yo me lo quité. Este compara sus modestas Navidades infantiles con el derroche de la de sus hijos. Aquel polemiza sobre europeísmos versus casticismo, el gordo y simplón Papa Noel frente a la exuberancia narrativa del oro, incienso y mirra.

Los hay que se ponen tristes, y quién se atreve a llamarlos cenizos: otro año que se escapa; otra vez la penúltima casilla de este juego de la oca cíclico, otra vez la farsa de que todo permanece, cuando lo cierto es que con cada calendario que cae, caen también trozos de ti mismo. Las figurillas del belén no envejecen; las bolas del árbol se han descascarillado un poco, pero si las colocas con inteligencia no lo notará tu cuñada. La tele, oh, sí, la tele, esa fuerza conservadora por antonomasia: el mismo formato de anuncios de cuando eras un crío, las mismas noticias, calcadas de un año para otro, sobre la subida de precios del marisco. Lo conveniente que resulta comprar por adelantado el cordero y congelarlo. Los aeropuertos que estallan en abrazos. Un discurso dispuesto a convencerte de que la Navidad es volver a casa, a tu propia historia reeditada, a tu fe inocente en un tiempo de regalos, cuando a lo mejor tu casa se ha hundido, o está cada vez más llena de fantasmas.

Y yo, ¿qué puedo añadir al ruido que valga más que el silencio? Poca cosa, la verdad. Ayer volvía del trabajo cerca de las diez de la noche y me costó la vida aparcar. Los accesos al centro estaban colapsados, los coches se buscaban las distancian como si fueran de choque, y una orquesta de cláxones parecía querer entonar el fun-fun-fun. Un aire histérico de compras impregnaba las calles. Ah, la Navidad, ese otro síntoma de nuestra enfermizo modo de vida: las cosas como vía de acceso a la ilusión de felicidad, como llave al cariño de los otros, como demostración de estatus social. Las cosas que has de conseguir a costa de tiempo y espacio. Que alteran tu ritmo y paisaje. Que se imponen a tu voluntad. Anoche me alegré de no rendirle a la Navidad más tributo que alguna bolita de coco, la bendita idiotez de las uvas y una comida un poco más especial de la cuenta, por el gusto de encender el horno y monear.


La vida es forgiana. Me lo han emprestao aquí

Y, sin embargo, también me apenó un poco ser descreída. Por un momento añoré tener una familia más numerosa a la que odiar con cariño profundo en pantagruélicas cenas de Nochebuena. Envolver una pirámide de regalos. Aborrecer el azúcar y no poder parar de tragarlo. Olvidar un instante el ser adulto en que he llegado a convertirme. Estar a punto de entregarme al brillo bobalicón del Portal.

Por un momento deseé que la vuelta al hogar fuera mucho más que un reclamo publicitario. Quizás sea eso lo que me ha lanzado a escribir sobre asuntos que no me interesan ya.


miércoles, 17 de diciembre de 2014

Era mi primera vez. Y dolió.

 
Fígurate que justo hoy acabas de experimentar por primera vez algo muy vulgar. Algo violento que ha quebrantado tu integridad. Todavía andas un poco asustada. Te da la impresión de que has atravesado un umbral. Has vivido uno de esos sucesos que ponen a cero tu eje cronológico. A partir de ahora podrás contar en negativo todo tu tiempo anterior.

Pero ya tienes una edad, y tu candidez resulta medio ridícula. Por eso no te atreves a hablar todo lo que te gustaría del asunto, a desahogarte con los demás. Temes que te miren con condescendencia. Que te den una palmadita en el hombro y te digan vale, ya eres una niña mayor. Vas por la calle con las manos en los bolsillos del abrigo y con miedo a verte de refilón en los escaparates por si no te reconoces en ellos. Vas preguntándote si esa chica vestida de gimnasio o ese señor con un paquete de piononos habrán pasado por lo mismo que tú. Pero claro. Pues claro. La gente hace eso a todas horas, en cualquier época del año. Si aún eras virgen al respecto, el bicho raro eras tú.

Ponte que hoy, sólo hoy, te has sentado en una butaca espeluznante, dispuesta como un altar de sacrificios en el centro de una habitación sospechosamente pulcra. Ponte que has apretado muy fuerte los ojos mientras alguien te hacía un butrón en el cráneo en medio de un ruido del carajo. Que después han desenrollado tus sesos y les han metido líquido a presión hasta dejarlos lo bastante limpios como para hacer con ellos morcillas. Ponte que en el transcurso te han obligado a mirar un trozo sanguinolento de tu mugre interior. Ponte que al acabar te han dirigido una mirada beata. Como si te hubieran metido por fin en vereda. Como si tus días de buen salvaje se hubieran terminado. A quién se le ocurre, pasarse toda la vida con toda esa mierda en la cabeza. En qué estaba pensando esta chica que lleva la ropa limpia y gasta en pollo ecológico unos cientos de euros al año.

Ponte que después de todos esos ruidos espantosos, los fluidos que chorreaban por tus sienes, y el dolor, el Dolor, el D-O-L-O-R, te han hecho pasar por caja, y te han pedido que vuelvas. Ponte que, de toda la gente que conoces, tú eres la única que todavía no se había sometido a este tratamiento de higiene básico de la civilización. Ponte que te tragas las ganas de llamar a todos tus contactos para lloriquearles que te han hecho esto y aquello, y has sentido cómo unos tejidos que creías inexpugnables han sido atravesados por sabe dios qué instrumentos; y has olido cosas asquerosas que resulta que eras tú misma; y te han insinuado que tus superficies internas tenían el aspecto de una acera de Calcuta; y te has sentido desvalida y a la vez valiente, y ahora es como si fueras una persona distinta. Más limpia, más madura. Y..., bueno, ya sabes. No, nunca... Pues yo qué sé, no había encontrado el momento oportuno. Y vaya, que no me hacía falta. O eso creía.... Ya. ya... ¿A ti te lo hicieron por primera vez a los once años? Qué pasada...Oye, ¿y cuánto dura el dolor?.. ¡¡¿Cómo que no?!!.. ¡¡¡¿Cada seis meses?!!! No, no. Ni de coña.

Figúrate todo eso, y entiende mi apuro al confesar que he ido por primera vez al dentista. Me han hecho cosas tremendas que ahora no puedo exorcizar con palabras porque son tan corrientes como el mear.

domingo, 14 de diciembre de 2014

Lo estamos haciendo al 100%

 
Estos son días de sombrías llamadas a destiempo y de acampar en Urgencias después. Días en que la ciencia ficción consiste en hacer planes. Conjugar correctamente la palabra vacaciones se nos olvida; intentar hacerlo en plural parece una burla: juntos sólo vamos a viajar a los alrededores de una máquina de café infame. Y sólo vamos a celebrar que nos hemos ido a la cama otra noche sin derrumbarnos.

Y también son días en que la maravilla nos crece por todas partes como pelusa bajo el sofá. Todo lo que alguna vez nos pudo parecer banal o insuficiente. Todo lo que completábamos con apenas un treinta por ciento de nuestra vitalidad. Abandonarnos a la pereza es maravilla. Tumbarnos en la cama y andar en calcetines por la pared. Mirar las gotas de lluvia que cuelgan de la reja como si nuestro balcón fuera una clepsidra, o como si quisiéramos comprobar la ley de la gravedad hasta la idiotez.

Atarme los cordones de las botas sin agacharme es maravilla olímpica. Bajar a comprar tampones y huevos para hacer un plum cake. El olor a plátano y coco que sale del horno es una maravilla tan adictiva que quizás no tarden mucho en tipificarlo como falta. Improvisar el menú de la semana con las cuatro o cinco cosas que sobreviven en la nevera, o salir a comer. Mojar sopas en plato ajeno y charlar de bichos como si no hubiéramos dejado en la puerta del restaurante, en el mismo cubo que el paraguas, una historia de dolor y de sacrificio.

Bailar en pijama la lista de reproducción más chabacana de Spotify. Deshacernos la espalda viendo vídeos de internet. Terminar Searching for Sugar Man con corazones en lugar de ojos, en una imitación muy lograda del icono de Whatsap. Concebir hacernos camisetas negras con la cara de Rodríguez, el cantante casi santo que protagoniza ese documental. Decidir que nadie establecerá por nosotros el contenido del éxito o el fracaso. Escuchar esta canción y agradecer como conversos todo lo que perdimos o lo que nunca llegamos a poseer.

Vedlo. Confiad en mi super-criterio.
 
Confiar en que el cielo raso es algo que está dentro de mí y no escondido tras el techo o sobre mi cabeza. Hacer la cena con la convicción de que se aprende más de los planes que se desbaratan que de los que se cumplen. Que no nos dé remordimientos reírnos a medio paso de la angustia. Irnos una vez más a la cama sin qubrar el pacto de lealtad.

jueves, 11 de diciembre de 2014

Hija pródiga


Imagino últimamente esto: que me construyo una islita de jubilación psicológica y quemo en la orilla las naves de la sensatez. 
 
Imagino que hago un uso maníaco de mi interpretación personal del Imserso, consistente en leer las obras completas de Julio Verne. 
 
Imagino que desarrollo una variante particular del Alzheimer que borra toda suspicacia narrativa, toda vocación por la palabra perfecta y el contenido implacable, todo espíritu crítico, toda perspicacia. Que la literatura cándida y lineal del siglo XIX deja de darme arcadas.

Imagino que me convierto en la versión lectora del Maligno y que poseo personaje tras personaje como Leonardo di Caprio rubias de piernas largas. Que sufro una regresión severa y olvido el deseo de querer vivir en la realidad las aventuras que leo.

Imagino que la nostalgia de los lugares imposibles y la vida como una hazaña y el flirteo interminable me empieza a sonar a chino.

Imagino que el crecimiento personal me chupa tanto un pie como el de mis uñas. Que el papel que desempeño como sujeto activo en el mundo se disuelve en escenarios disparatados y tramas barrocas. Que me olvido de mí misma como el parabrisas de un coche se ha olvidado de la escarcha al mediodía .

Imagino que saco de la tumba a la niña de timidez enfermiza que reventó su ejemplar de La isla misteriosa. Que rescato del altillo de un armario los libros que condené después de convertirme en rehén de las hormonas.

Imagino que el entretenimiento es la actividad más noble y más osada a la que puede aspirar un mortal.


Y para hacer realidad lo que imagino, me he decidido entrenar. Voy a imponerme un hábito de travesías y puertos. Voy a ser más constante con mi dieta de exploraciones. Voy a olvidarme de pensar que lo que leo e imagino es distinto de la realidad.

Voy a leer leyendo libros fantásticos como este:

Babeo por los libros amarillos

Que me lleven a paisajes y pasajes deslumbrantes como este:

Siete mil millones de hombres pueblan hoy el planeta. A principios del siglo XX eran menos de dos mil. Se estima que, en total, ochenta y cuatro mil millones de seres humanos han nacido y muerto desde la aparición del Homo sapiens. Es poco. El cálculo es simple: si cada uno de nosotros escribiera tan sólo la vida de diez personas a lo largo de la suya, nadie sería olvidado. Nadie sería borrado. Todo el mundo pasaría a la posteridad. Eso sería justicia.


A propósito, y sin ánimo de romper el clímax, yo ya he escogido a una de las diez personas sobre las que me toca escribir en esta vida. La cosa va también de exploraciones. Hasta aquí puedo leer.


domingo, 7 de diciembre de 2014

Música que se va y que se queda

 
Dos momentos de ayer. Dos bandas sonoras. Una misma intuición sobre la vida y la música.

Por la mañana escucho la radio en el coche del trabajo. A vivir que son dos días es un programa que me gusta. Algo tan aséptico como decir que te gusta la tita del pueblo que siempre te recibe con magdalenas recién hechas y besos que hacen el vacío en tus mejillas. La radio es mi pariente, y este programa es un vínculo entre el hogar en el que crecí y el que mi socio y yo formamos. A vivir sabe a tostadas con aceite y azúcar, a sol que entra por la ventana y te deslumbra, y a esa alegría casi maníaca de tener con quien compartir las faenas de casa. A vivir siempre me ha gustado porque huele como mi familia, pero desde que lo presenta Javier del Pino, que son dos días me engatusa.

Ayer JdelP presentaba un segundo disco recopilatorio de las canciones que cada tanto suenan en su programa, y que tienen el poder de atraparte e impedir que sigas pasando el mocho o masticando. Texturas americanas que llevan a sitios donde tu mejor compañía es el vaho que sale por tu boca. Yo conducía lenta por los carriles de una sierra. Me quedaba enganchada de cada rama de quejigo como si mi atención fuera una bola navideña. Me decía que estaría bien comprarme ese disco y escucharlo cada vez que un paisaje inmaculado se deslizara a mi paso. Pero de repente me descubrí sintiendo pereza. Comprar un disco. Tener ese objeto. Escuchar unas mismas canciones en un mismo orden, las veces suficientes para confundirlas con las especies autóctonas de mi mente. Era la pereza de las cosas caducas: las historias de la mili del abuelo, los muebles de madera oscura como un confesionario, el olor a jabón de lavanda en el fondo del ropero. ¿Cuánto tiempo hace que no compro un disco y lo escucho hasta agotarlo? ¿Que no me fundo con un puñado de melodías? Mucho. No me importa si Spotify y la sobreabundancia contemporánea tienen la culpa. No paro de escuchar música, pero he perdido mi identificación vital con ella. Ya no es un personaje principal de mi historia, sino un paisaje sin carácter. Ahora echo de menos la vieja adherencia.

Por la noche, en el concierto de Vicente Amigo con la Hispanian Symphony Orchestra. No hay manera de que el lenguaje ataque por ningún sitio a la música y la domestique. No hay manera de explicar su emoción para poder revivirla cuando estás luego en casa. Y por eso siempre se escapa. La música es una burla amable a las palabras, un gas volátil. Un dibujo que se hace en la orilla de la playa. Luego recordarás cosas, la cara hermosa del guitarrista de ojos cerrados, la intuición de que más que tocar, danza. El asombro de que los músicos de la orquesta, cada uno con un puñado de acordes que sigue un tempo propio, cada uno abandonado en la isla de su instrumento, sean capaces de producir algo tan cohesionado y tan bello. Pero, aparte de eso, y de lo teñida que haya podido quedarte el alma, al día siguiente estás como si hubieras soñado ese par de horas largas de magia. La música sin voz es un arte efímero que esquiva tu deseo de apresarla.

Dos momentos musicales del día. Dos nostalgias parecidas de que el momento dure y se incorpore como canciones cantadas mil veces a la materia que me forma. Dos oportunidades para entender que la música se parece a la vida más que ninguna otra cosa.

viernes, 5 de diciembre de 2014

Presentes

 
Como ayer fue mi cumpleaños, hoy tenía pensado escribir sobre regalos. Mis regalos. No los de este año, que oh uh oh ah, de nuevo, ni los de las anteriores treinta y cinco ocasiones. No sobre aquellos que te entregan pulcramente envueltos en papel de colores y un estuche exquisito de amor y dedicación. Quería escribir sobre los regalos callados que cada año se saltaron el pequeño y bonito bochorno del soplado de velas. Los que han venido a mí a destiempo, sin ceremonia y sin pretensión de ser devueltos. Sin que apenas me diera cuenta de ellos. Los que llegaron tan de puntillas y encontraron tan buen acomodo en mi vida, que sólo después de un intenso ejercicio de consciencia he aprendido a no considerar como derechos irrenunciables.

Quería decir que en el año uno me regalaron tantas cosas preciosas que nunca podré compensar lo suficiente a mis padres: recibí un cuerpo y después la voluntad de moverlo; la luz, el calor y el aire; la excepcional confianza de que el cuidado nunca iba a faltarme. En el año dos me regalaron un bebé rubio y el dolor y la fortaleza de aprender a compartir el espacio en el corazón ajeno. En el año tres, el mar y unas primeras plantitas de memoria. En el cinco, el recuerdo de una abuela a la que conocí tan poco que casi se ha convertido en mi tótem de la ternura sin aspavientos.

En el seis, por fin los libros: el Robinson Crusoe que mi padre trajo al hospital donde me acababan de sacar las vegetaciones. En el siete, el Peñón de Gibraltar, o cómo la geografía se convierte en tribu. En el ocho, el regalo envenenado de la no pertenencia y el nomadismo. En el diez, el miedo a la gente y los arrestos de coger una bici y dejar a la espalda el pueblo materno.

Y así, cada año, uno, tres, cincuenta regalos inadvertidos. El campo y el monte. La amistad rara pero conmovedora. La disposición para el viaje. La compasión y la risa. Los amoríos de mentirijilla para maquillar una soledad verdadera. El desamor productivo. La generosidad del amor real que se abona día a día.

Quería seguir la serie hasta ayer mismo, pero nunca fui precoz para nada, salvo quizás para mostrarme terca, y la consciencia nunca fue mi capacidad más fina. Hay años que se han vuelto pastosos, trozos de tiempo que se han fundido como un queso olvidado en el horno y que no tienen ya forma. No importa. Conforme iba haciendo el repaso, el día que pasé ayer requería mi atención cada vez con más insistencia. Modesto y dulce como un mazapán, repleto de campo y sol y pájaros, de abrazos y gatos. Ahora la desmesura de la nieve al otro lado del balcón me ha aflojado mortalmente para el ejercicio de la memoria.

Tanto que sólo puede acabar de una forma, aunque suene manida y pastelosa: en treinta y seis años ha amenecido tantas veces que me faltan cifras para contar mis regalos. A partir de ahora, por cierto, preferiré llamarlos presentes.

martes, 2 de diciembre de 2014

Track 6: No más ojalás

  No es mi voz favorita, pero....Oxala meu futuro aconteça

Lo sabemos, por desgracia. Lo hemos leído aquí y allá o sufrido en las propias carnes. Hemos sentido el deseo de tatuarnos un brazo para no olvidarlo: el apego y el dolor son primos hermanos. A lo mejor el segundo es hijo adoptado del primero. Lo sabemos: se empeñan en recordarlo los libros más o menos sagrados, las historias que no se conforman con happy endings, los abuelos que matan el tiempo haciendo palotes en los geriátricos. No debemos aferrarnos a lo que amamos. Porque vendrá la muerte, vendrán los vientos que vuelven del revés los paraguas, vendrán los cambios.

Pero, ¿cómo vamos a dejar de enamorarnos? ¿Cómo aprender a hacer equilibrios entre las ganas locas de cantar, y la cautela de no intentar retener lo cantado? Quisiéramos que este momento durase para siempre, pero cada estación de nuestro buen aprendizaje, cada lección de la madurez, nos impiden mirar adelante con ojos ávidos. Harán todo lo posible por evitar que la plenitud del ahora lance hacia el futuro sus tentáculos. No permitirán que nuestra felicidad dé abrazos al aire. Tendremos que saber cuándo pararnos.

Y si somos sensatos, nunca diremos ojalá, para que el miedo no entre por el mismo hueco que el deseo abre. Como la infección por una caries.

Pero ojalá estemos juntos y sanos muchos años.
Ojalá no se funda la luz dorada de una casa que, vista desde fuera, nos hace pensar que llevamos una vida de jerarcas.
Ojalá que esta madriguera sea siempre un proyecto en marcha.
Ojalá darnos calor sea nuestra ambición más loable.
Ojalá siempre haya un gato cerca que nos enseñe el derecho a ser acariciados.
Ojalá que la hierba no se olvide de seguir brotando.
Ojalá nada desmienta que cada libro es nuestra autobiografía. Ojalá sigamos confiando en sus mentiras.
Ojalá que las otras vidas posibles no nos dejen un sabor amargo.
Ojalá que ninguna otra cosa merezca la pena más que esto.
Ojalá que la pérdida y la ausencia no vengan a desvalijarnos.
Ojalá la palabra ojalá quede desterrada de nuestro vocabulario.