domingo, 29 de mayo de 2016

Los Lances. 2016

 

Dos hombres caminan por una playa que es como nos gustaría la vida: larga y despejada de artificios, fácil de andar y firme. Siempre que voy paso frío, pero siempre me termino bañando. A lo lejos, los bloques de pisos parecen acantilados; los montes, acogedores como la casa de una abuela. A veces el cielo tiene un relieve imprevisto. A veces confundes la forma de África con algún tipo dramático de nube. Hoy veo calada la almadraba: un dibujo de boyas naranjas donde, quién lo diría, están a punto de pasar cosas. Espuma, sangre, lucha. Me gustaría verlo para honrar lo que como.

Pero la playa dura tanto que todo lo que ves parece un espejismo. Llegamos pronto, a la hora de los paseantes. Salen de la nada sensasionalmente como Omar Sharif en Lawrence de Arabia. Sólo pasado el mediodía la gente toma verdadera posesión de la arena. Y eso también es espejismo: no hay manera de ocupar tanta playa. En realidad podrías pensar que es el espacio el que toma posesión de ti y se te tumba por dentro. A pesar de la urbanización fea, los molinos de viento y los barcos, es la naturaleza la que manda.

Los dos hombres se pliegan. Un río desemboca ahí delante y ellos se darán la vuelta. No les apetece quedarse en calzoncillos para vadearlo. No llevan bañador: ninguno de los dos tiene alma playera. Si los ves por la espalda se dan un aire. Hombros un poco cargados, piernas delgadas y largas. Ninguno tiene padre ni hijo, y en esa carencia mutua parecen encontrarse. Si yo no los conociera, ¿pensaría que son familia? Uno moreno, el otro pecoso y pálido. Uno habla y habla, al otro cuesta arrancarle palabras. Los dos me quieren a su manera. Si me quitara las gafas de la costumbre, ¿se me ocurrirían otras razones para que vayan juntos?

¿Me resultarían tan prometedores como todos los demás que pasean? Salen de la nada, me embaucan con sus historias latentes y a la nada regresan. Una pareja de extranjeros viejos que me sonríen como si fuéramos espías. El chico solo que se ofrece a hacernos fotos: cómo no preguntarte por qué nos mira medio enternecido. Como si echara de menos ese contento de la manada. Como si fuera a guardarse una copia mental de la imagen para repasarla luego y tratar de inventar nuestras vidas. Todos somos yonquis de los otros. Criaturas singulares paseando por la playa.

jueves, 26 de mayo de 2016

Llegar a ser un árbol

 
Vengo de allí de nuevo. No es un lugar, sino una forma de vida. No tiene coordenadas, o todas las que quieras darle. Está en cualquier parte. Debajo de los árboles.

(Si mi compadre no se me hubiera adelantado, así es cómo se llamaría este espacio de palabra y humus)

Cuántas no habré empleado ya para traerte a mi vocación y a mi hábitat. ¿Demasiadas? ¿No tantas? Probablemente volveré a usar las mismas de otras veces. Probablemente lo que hoy escriba te sonará a gastado. Ya ha pasado antes por tus ojos. Hace mucho que tu mente debe de haberlo metabolizado. Pero ¿está más adentro, en tu carne? Yo tengo bosque en cada músculo. Seguir contándolo es inevitable.

A lo mejor es que no sé bien cómo hacerlo. ¿Cómo se puede decir un árbol con frases bien construidas, en lugar de con murmullos? A veces creo que imito mejor su idioma de lo que hablo el mío propio. Soy un animal que quiere ser otra cosa, y eso tampoco puedo evitarlo de vez en cuando. El resto del tiempo me limito a usar los árboles como un manual de instrucciones para llevar una vida cabal y decente.

Voy a volver a intentarlo.

Visto desde fuera, no importa de qué tamaño sea, un árbol llama la atención por su señorío. Hay algo en su estatismo, en su persistencia, en su modo de burlar la decrepitud y el tiempo, que a los que tenemos la sangre inquieta nos conmueve profundamente, y al mismo tiempo nos molesta. Admiramos esa paz que irradia un ser que no necesita ir de un lado para otro buscando, rastreando, ubicándose constantemente, tratando de encontrar como un loco su lugar en el mundo. Y lo admiramos tanto que a veces tenemos la tentación de desacreditarlo. A la quietud la llamamos inmovilismo. ¿Quién quiere estar enraizado en un mundo tan rico y tan ancho? ¿Quién mata la curiosidad dentro de sí quedándose siempre en el mismo sitio? Pero la mezquindad dura poco. Porque el árbol ignora tu cháchara y te acoge. No necesita buscar ni defender su territorio porque cada uno es un hogar en sí mismo. Si quieres, puede convertirse en tu casa. Su copa te protege de la crudeza del cielo raso. Es tremendamente hospitalario.

Y una vez que estás dentro, se desmontan los prejuicios. Un árbol no es mudo ni estático, sino que raramente se calla, y raramente está quieto. Es verdad que necesita al viento para susurrar o rugir, y para moverse. Pero a mí, la verdad, me gustaría tener esa disposición lo bastante ligera como para dejar que el viento te mezca, y lo bastante robusta como para que no te arrastre. Y más que hablar y hablar, y quedarme a medias y justificarme, me gustaría ser como el árbol: un instrumento musical para que el viento se arranque unas notas.

Un árbol es un estado intermedio. Parece condenado a un color y una forma, pero cuando el sol lo atraviesa y el viento lo mueve, las hojas encuentran la manera de ser como los peces, a la vez líquidas y sólidas. Un árbol es duro y blando. Compacto y transparente. Puede ser a la vez senil y bebé. Un tronco desahuciado puede mantener ramas vivas. Parece muerto, y rebrota. Un árbol acepta lo que las estaciones quieran hacer con él. 


A las pruebas me remito.


Se hace bello con la luz, y agradecido, la embellece. Y no sólo eso: la vuelve comprensible y útil. Se alimenta de ella, ¿lo entiendes? Intercede entre el cosmos y nosotros. Transforma la física abstracta en glucosa, oxígeno, peras, tu perro, tus piernas, el petróleo que te viste y mueve tu coche, tus neuronas: tus amores y tu memoria. A partir de casi nada, empieza a construirlo todo. Es autónomo e infinitamente generoso. Yo, que no puedo meterme a dios en la cabeza, no conozco una aproximación más lograda de lo divino. Piensa en ello cuando pises hierba con displicencia.

domingo, 22 de mayo de 2016

Me pica tó


Repite conmigo.

Garrapata.
Garrapata.
Garrapata.

¿Cómo te sientes? ¿Alguna sensación? ¿Algún cambio? ¿No te parece como si de repente te anduvieran cosas? En las ingles, en la cabeza, en la espalda...¿Lo notas? Es la desagradable impresión de que tu cuerpo ha sido invadido. Si eres un mamífero como dios manda, probablemente ahore te estés dando manotazos, espantándote insectos fantasma. A tu mente racional tal vez le resultes un poco lelo. Ella sabe que tu piel sigue tan o tan poco intacta como antes de que comenzaras la lectura. Se niega a ver otra cosa que los habituales huéspedes y okupas: células muertas, bacterias amigas, polen mezclado con carbonilla y sebo. Pero tu piel tiene una opinión distinta. Percibe clarísimamente, ahí, no, ahí, ah, ahí también, que la están recorriendo bichos.

Atrévete a decir que no te estás rascando. Animalito amablemente recogido aquí

Las dos están en lo cierto. Tengo una teoría: a tu corteza cerebral le parece a veces bastante útil que sufras alucinaciones. Si por alguna razón se dispara una alerta, la percepción sensorial se activa de modo que empieces a preparar la defensa. La respuesta se produce antes de que un estímulo real le haga cosquillas a las terminaciones nerviosas de tus ingles. Sí, me doy cuenta. Mi teoría es un trasunto del condicionamiento clásico demostrado por Pavlov. Donde dice perro, di tú mismo. Donde dice comida, di tu historia particular de bichos. Donde dice campanilla, di bloguera inconsciente repitiendo el nombre de un ácaro repulsivo.

Lo que yo propongo es que la ilusión es un mecanismo adaptativo. Que es útil: ante la posibilidad de un estímulo, el cuerpo se prepara y reacciona. No hay garrapata real, pero ¿y si la hubiera? Por si acaso, la has espantado. Piensa en qué hábitat se desarrollaron tus ancestros peludos. En la sabana. Entre herbazales. Piensa cómo tendrían las orejas por dentro. Piensa en la sensación de ver cómo un bicho se pone gordo a tu costa. La garrapata es peor enemigo para el género Homo que el tigre dientes de sable.

Le regalo mi teoría a la ciencia neuroevolutiva. De nada.

Lo que yo me pregunto ahora es si toda ilusión no será en realidad igual de útil. Si te enamoras de personas que sólo existen en tu delirio porque a tu aparato reproductor le haga falta en ese momento un bañito de hormonas. Si las opciones vitales de que dispones te parecen un soberano aburrimiento para que tu imaginación se haga más rica. Si una soledad ficticia te quiebra sólo para que prestes a lo que te rodea una atención amorosa.

Todo esto viene, por supuesto, a que en mi casa se está viviendo un episodio agudo de paranoia. Nos sentimos correteados, acechados por las garrapatas, calibrados como terneras aptas para el matadero. De vez en cuando hasta las vemos. Yo ya he desbaratado un par de alegres excursiones por mi brazo. Jose se ha arrancado un bicho de la corva. Una se paseó con descaro por el mármol del suelo, como diciendo “este no es mi medio, y lo sé, pero ¿a que te aterra que me termine adaptando?”. El cuarto de baño se ha convertido en una especie de cámara de seguridad contra el Ébola. Ahí nos quitamos la ropa de trabajo, y no salimos hasta que declaramos hasta el último calcetín zona libre de arácnidos. Me sacudo la selva amazónica que tengo en la cabeza. En cierto modo, me vareo. Y luego, nos espulgamos. Como suena. Como monitos. Es sumamente placentero. Nos protejemos mutuamente del peligro. Nos tocamos.

Y he descubierto también esto: no podría entenderme igual con alguien que no pudiera sufrir este tipo de paranoia. Que no tuviera lo que antes llamé una historia personal de bichos. Que no se hubiera expuesto nunca. Que no oliera ni remotamente a campo.

Está claro que percibir más de la cuenta tiene sus beneficios.


jueves, 19 de mayo de 2016

O ella o yo

 
Feo, murmura Sandra. Feo, feo, repulsivo. Pero hoy no hay manera de sacar al bicho de sus casillas. ¿Qué dices?, pregunta Víctor, los ojos pegados a la revista, el ceño contraído. Ese ceño que debería ser estudiado por la ciencia médica. O por escuelas de teatro. Un ceño tan excesivo no puede ser un producto psicológico. Tiene que ser un síntoma de que algo se ha averiado en el cuerpo, o de que su dueño lleva desde la preadolescencia ensayando. ¿Yo? Nada, no he hablado. Pero como sabe que en realidad Víctor no le presta atención, porque es tan esnob como para ignorar a una madre moribunda mientras lee The New Yorker, continua murmurando: feo, asqueroso, cobarde. Quer eres el gato más feo del mundo.

Tapioca ni se inmuta. Parece un gato entrenado por la CIA. Un gato que ha emprendido la guerra santa. Observa fijamente a Sandra con sus ojos amarillos. En ellos hay veneno: estricnina; falsedad; perseverancia. Conseguirá echarla de casa aunque tenga que gastarse seis vidas. Y si a la séptima no lo consigue, un día que ella esté llegando del trabajo se las arreglará para colarse por la puerta entreabierta, y así se perderá su pista. Sandra se verá obligada a pegar carteles en la calle. Qué humillante. Usarán una de las ciento cincuenta fotos que Víctor le hace al gato cada semana. El caso de Tapioca también es digno de estudio. ¿Cómo es posible que un animal manipule tanto su imagen? ¿De qué rincón de su entraña negra saca esa pose de peluche adorable? Mi dueño y yo nos hemos perdido y estamos muy tristes. Si das conmigo, llama a Víctor. No habrá ni una mención hipócrita a Sandra. Porque él la culpará, aunque su legendaria madurez le impida reprochárselo a las claras.

Y pensar que cuando se enteró de que Víctor vivía con un gato creyó que ya no se podía ser más perfecto. ¿Tapioca? Sí, por el Coronel Tapioca, le dijo. Entonces le hizo gracia. Como sus camisas hawaianas. Como su manía de no tener a la vista ni un solo objeto de plástico. Si la primera noche le hubiera pedido la mitad de su hígado se lo habría regalado encantada. Tapioca, oh, vamos. Lo más aventurero que ha hecho nunca este hombre es cenar una sopa de sobre. Lo más intrépido que ha hecho este gato es odiarla.

Porque Tapioca la odia, eso está claro. Aunque ahora se haga el impávido. Cada vez que la tiene cerca le suelta un zarpazo gratuito. Se mea cada vez que puede en sus zapatos. Se pone a cagar justo después de que ella le haya limpiado la caja. Le tira la taza de café cuando se levanta a por las tostadas. Y cuando hacen el amor los mira. Esa mirada: la que tendría la cría de una tiburona fecundada por Hitler. Bicho demente. Siempre ahí plantado, mancillado y fiero como una esposa napolitana. Haciendo que se sienta una intrusa.

Y qué idiota se siente copiando sus tretas de guerrilla psicológica. Tratando de enervarle para que la ataque en presencia de Víctor. Cómo desea que pierda sus felinos estribos mientras lo tiene en el regazo. Que le haga un buen arañazo. ¿Has visto cómo es tu gato? ¡Si sólo lo estaba acariciando! No ve la hora de soltarlo.

Y cuando al fin lo consiga, porque todo adversario tiene un límite, y Tapioca no tolera que le pellizquen el rabo, Víctor apenas levantará la vista. Por dios, Sandra, le dirá con la voz saliendo del mismo centro del ceño, ¿no puedes ser un poco más madura? ¿No eres capaz de imponerte a un gato? Limpiándose la sangre a solas en el cuarto de baño, Sandra sabrá por fin que nadie va a pegar carteles con su cara el día en que ella se escape.


lunes, 16 de mayo de 2016

Me veo pasando las horas en un lavadero de coches

Ha dejado de llover, y yo no voy a ser tan cínica como para empezar a sentir nostalgia. A partir de ahora el sol seguramente se adueñe de la meteorología, dispuesto a tomar represalias. Vendrán días de claridad déspota. Mañanas de querer arrancarnos la piel, el pelo y la carne. Tardes que recordarán a la muerte de tan largas. Noches calurosas como para planear una serie de asesinatos. Por mí, bienvenidas. Las nubes persistentes me enfangan el alma.

Sin embargo, esperaré con ganas volver a ver llover desde el coche. Juntas dos símbolos de estancamiento, un chaparrón, alguien que espera dentro de un coche parado, y ¿qué obtienes?: una imagen de liberación. Amo muchas cosas de mi trabajo. Me molestan muchas otras, pero en general me considero bien pagada. Hay un momento por el que pagaría incluso: el de tener que refugiarme en el coche cuando la lluvia se pone intratable.

Estoy en un lugar expuesto. No hay marquesinas, no hay abrigos, no tengo paraguas. La ropa de invierno es buena, pero no siempre se sale de casa con impermeable. Mojarse mola. A mí me mola bastante. Pero el cielo se ha cerrado como puño germánico y la tormenta parece que va para largo. Reconozcámoslo: el ser humano es un animal poco adaptado a mantener relaciones íntimas con el aire. Mejor me doy la vuelta. Si sopla el viento me creeré en Cumbres Borrascosas. A Heathcliff le queda bien uno de los rostros de mi historia, pero a mí ya no me seducen los hombres ásperos. Podría quedarme debajo de cualquier árbol y sentir cómo la lluvia se dilata: ramas que recaudan a manos llenas y van soltando con calma. Si lo hiciera me convertiría para siempre en musgo. Es el momento de apretar el paso. El mundo se desmenuza tras las gafas empapadas. Mi coche es aquel borrón blanco.

El alivio. Revoleo la cabeza como un perro. Me seco malamente las gafas. El mundo va a tardar en recuperarse un rato. Siempre se espera a que el tiempo mejore. La impaciencia, ese mal hábito. Tenía un plan y el plan se moja. No me gusta conducir con lluvia. Un chaparrón y alguien que espera en un coche parado. Entonces escucho la música. El techo metálico es blando. El cielo hace rock sobre mi cabeza. Aplausos, escándalo. El exterior me reclama. Estás ahí, parece decirme. Sal afuera y vuélvete musgo. Aprende cómo cantan los pájaros mojados.

Pero eso es lo bueno de refugiarte en un coche: que no estás fuera, pero tampoco dentro. Hay una separación no tan clara entre tu cuerpo y la naturaleza. La lluvia sigue golpeteando, tienes la piel fría bajo las perneras, tu propia humedad empieza a condensarse. No lo sentirías igual en tu casa, o en otro tipo de refugio humano. No notarías de igual modo que tú también formas parte del agua.

Escuchas. Eliges una gota del parabrisas y la jaleas con los ojos para que corra más rápido. Las cosas de fuera tiemblan, los árboles, el barbecho, las rocas. El contorno fijo es una construcción mental más bien pobre. El árbol es agua es la tierra sobre la que crece es el aire cargado es el vaho dentro del coche es tus pulmones. La idiotez de hacer planes es creer que un asunto es más importante que otro.


¿Y qué me dices si en vez de lluvia es granizo?

Y luego, poco a poco, la música se va espaciando y ya no es rock sino adagio. La lluvia para y yo estoy más limpia y más blanda: irrigada. Dispuesta a que me brote algo.

viernes, 13 de mayo de 2016

Una forma mejorada de H. sapiens

 
Hace dos semanas escuché con atención a un piloto. No era alto y fornido; no llevaba gorra de plato ni un uniforme con detalles dorados; no lo ubicarías naturalmente en el centro de un harén de azafatas. ¿Qué? Todos tenemos la mente podrida de arquetipos.

Éste los esquivaba. Desde la distancia se veía como uno de esos hombres pequeños cuyo cuerpo ha conseguido acoplarse de maravilla a una máquina. La mitad lampiña de un centauro. Si lo mirabas fijamente, casi distinguías alrededor de él un aura metálica. Como si adonde fuese llevara con él el fantasma de su avioneta. A lo mejor es que tengo las gafas rayadas.

¿He dicho avioneta? Quería decir avión. Un Air-Tractor, me parece. Hay una especie de hechizo en los nombres de las criaturas del aire. Air-Tractor. Canadair. Libélula. Albatros. Mi piloto y su avión no transportan mercancías ni turistas. No les paga Google para que fotografíen intimidades. En realidad tienen una misión casi bélica: su misión es luchar contra el fuego. Si estás cerca de un incendio alegre y los ves asomar a lo lejos, su silueta desaliñada se convierte en la materialización del alivio. Son mucho más que metal, paneles, botones y carne. Son mito y deseo. Esperanza de que las cosas van a ir a mejor desde ese mismo instante. Desde abajo y desde el ansia, se ven aguerridos e impasibles, matemáticos y tajantes. Como si la cabina fuera demasiado pequeña como para darse el lujo de cargar emociones humanas.

Pero vistos desde dentro... De eso nos hablaba el piloto. Sin asomo de petulancia. En vídeos grabados durante la extinción, vi monstruos de humo, colmillos de llama. Imposible no sentir pánico. No preguntarte cómo hace este hombre para no mearse en los pantalones mientras se lanza contra eso. Cómo se contiene. Cómo contempla esa catedral tóxica y en el último momento se resiste a su abrazo. Cómo no le estalla el corazón al verse al otro lado. La descarga roja que ha hecho cae a tierra con gracia. Como si un segundo durase años. Es tan hermoso de ver que corres el riesgo de abandonarte. Volverte un Ícaro. Creerte ingrávido. Si el fuego hechiza en tierra, imagínate desde el aire. Tienes que ser de otra subespecie de sapiens para que el cóctel mortal de belleza y miedo no te emborrache.


Que esto no te atrape


Y para seguir volando a pesar de las trampas. El aire está pautado por miles de kilómetros de cable. Un pentagrama eléctrico completamente desquiciado. Muchos de los accidentes son por colisión con tendidos. Y algunos son casi invisibles. El piloto dice: salid al campo y decidme después cuántos postes de luz habéis contado, el trazado exacto de todas las líneas. Porque la electricidad es omnipresente en nuestras vidas. Ubicua y por tanto inapreciable.

Así que mirad cuántas formas de coraje en una charla de quince minutos: confiar en que detrás del telón de humo sigue habiendo mundo. Ser capaz de que la destrucción no te embauque. No olvidar que en realidad no formas parte del aire. Volar a pesar de las telarañas. Saber mirar la red sutil en que puede atraparte tu forma de vida.


martes, 10 de mayo de 2016

Un brote de futuritis

 
Últimamente estoy pensando de puntillas en el tiempo. No en el del cielo, sino ese que te lleva de viaje a la tumba por un módico precio.

A lo mejor es precisamente por esta primavera interrupta, por todos los jugos contenidos de repente, empantanados dentro de las venas. Si hiciera buen tiempo yo estaría comprándome faldas de colores y zumbando alegremente como una abeja. El sol me animaliza y me impulsa a meterme de lleno en el baile del cortejo. ¿Con quién? Con nadie en concreto. Conmigo misma o con el ecosistema. Pero el cielo está blanquigrís, cubierto de canas, y yo, que soy un resumen de mi medio, me acuerdo de que mi cuerpo cambia a la chita callando y se degrada.

O a lo mejor es porque sigo tratando de hilvanar parches de biografía de dos personas muertas. Una de ellas nació en 1907. Imagina: un mundo sin radio ni aviones rayando los cielos; sin mafia de coches abusando de la calle, sin plástico ni antenas, sin canciones pop para olvidarte durante tres minutos de que somos mortales. Un mundo todavía tangible y lento. Ves imágenes de entonces y no puedes evitar una punta de condescendencia. Las caras algo primitivas, congeladas habitualmente en un gesto de pasmo. Se hace raro pensar que detrás de esas máscaras bulliera realmente el deseo por la vecina, unas ganas locas de comerse un chocolate con churros o de quitarse los zapatos, la frustración de un matrimonio mal apañado o el sueño blando de hacer fortuna en la India. Es como si solamente uno supiera de verdad a qué sabe la vida. Como si los muertos fueran atrezzo y excusas para llegar a ti mismo. Es triste: de aquí a ochenta años nuestras fotos serán observadas con un desdén parecido: “míralos, nacieron cuando no había internet. ¿De verdad sentían y estaban vivos?”

O a lo mejor es la frase que apunté del libro de William Boyd Las aventuras de un hombre cualquiera. En un capítulo sórdido de su vejez, el protagonista se dice: “ Esta no es la imagen de mi yo anciano que me había formado cuando era más joven (…) Ése no fue nunca mi estilo, nunca. ¿Entonces cuál fue tu estilo? ¿Qué visiones indulgentes del futuro alegraban tu alma?”

Así que ahora no consigo arrancarme la espina de esa última pregunta. Mi alma, encogida por el nublado, se alegra imaginando visiones de autonomía. Me gustaría ser una vieja que no se quejase, que caminara a pesar del dolor de rodillas, que gastara pródigamente sus ahorros de contento. Me gustaría ser útil. Tener cerca el olor de la gente joven. Ofrecerles el cebo de mi experiencia. No inspirarles nunca lástima. No sentir lástima sino orgullo por las pérdidas. Acordarme de que realmente estuve viva, y sentí esto y aquello, y vi y di testimonio de algunas cosas verdaderas.


sábado, 7 de mayo de 2016

Por cosas más tontas se cobra

 
Ojalá mirar bien estuviera pagado. Poder ganarte así los cuartos: madrugar para no perderte ni un matiz luminoso y apostarte como una rapaz en un buen posadero. O todo lo contrario, echarte a pasear con las manos en los bolsillos y cosechar en movimiento la vida. Ir alternando los dos métodos para obtener cuadros de texturas distintas. Las horas que fueran necesarias para no llegar a creerte que lo sabes todo. Con descansos para tumbarte al sol, cerrar las ojos y evadirte un rato de la exuberancia del mundo. Volverte así rica.

Pero me tengo que conformar con hacerlo gratis. Miro nubes del color de las sábanas tristes, paradas en el cielo: una manada de elefantes. Miro el naranjo mal podado, con esas ramas que crecen a su aire, mordisqueadas por aquí, por aquí rabilargas, como la cabeza de alguien que se corta el pelo a sí mismo. Yo lo he hecho: sé de qué hablo. Miro la pelusa de los álamos: sube y baja, baja y sube, bastante opiáceo.

Miro mi calle cargada de sombras del pasado. El desaparecido cuartel de Las Palmas: palizas, torturas, un padre parado a los pies del muro, esperando a ver si alguien le dice que es ahí adonde tienen encerrado a su hijo. Todo eso no lo veo, pero yo miro y requetemiro, por si acaso algo del dolor humano solidifica y al tiempo se le pasan las ganas de reírse un rato. El viejo molino donde un chaval llamado Ángel se embelesa contemplando lo que el agua de la acequia es capaz de hacerle a las piedras y al trigo. Probablemente ese sea su último recuerdo, cuando se le conozca más como Ganivet y esté a punto de ahogarse en el río de Riga.

Miro a unos críos fumándose porros sin cuento en el banco del Kama sutra. Los adolescentes de hoy no le temen a nada, qué admirable. Estos de hoy pasan de la lluvia. Los dos que el verano pasado le dieron nombre al banco pasaban obviamente de que los mirasen. Sabemos que ella nunca se ponía bragas debajo de las mallas. Sabemos que el miedo a los bebés o las enfermedades venéreas tampoco les frenaba. Intuimos que la expresión “hacer el amor” se les hacía rancia como un walkman. Para la gente así de joven la vida es como un mediodía de agosto: carente por completo de sombras.

Y vuelvo a mirar y mirar el fresno hasta convencerme de que prácticamente lo tengo tatuado en la cara interior de los párpados. Hace un mes estaba desnudo, y míralo ahora, de qué manera ruge en verde. Los árboles de hoja caduca tienen esa cualidad extraña: marcan el paso del tiempo y, a la vez, lo niegan con cada vuelta del ciclo. Mirar con convencimiento un árbol es cargarte de presente, y también hacerte sensible a las sombras de lo que fue y ya no, o lo que no fue y quizás. Es la paga extra, el aguinaldo, la propina en el oficio de quedarte mirando.

martes, 3 de mayo de 2016

De cómo juntar en un texto breve agujetas y malas hierbas

 
Agujetas como medallas al mérito muscular. Me gustan tanto. Puntos eléctricos donde dolor y placer se cruzan. Cicatrices efímeras de una batalla. Recuerdo de la boda entre voluntad y carne. Agujetas como prueba de vida.

Hoy me tocan en los isquiotibiales. Esa parte maciza que hasta hace unos dos años sólo sabía llamar “la parte de atrás de mis muslos”. Antes de eso, la idea de levantar gratuitamente peso en una habitación llena de gente con demasiados bultos a la vista, y con una cantidad medio depravada de espejos de por medio, me hubiera parecido un delirio. Hoy, el hecho me parece vacuo sólo de vez en cuando.

Mi cuerpo es distinto desde entonces. Mis brazos, mi espalda. Mis hombros no te provocarían ya ganas de prepararme un puchero con mucho tocino. Estoy convencida de que mi cerebro también ha cambiado desde que voy al gimnasio. Concretamente desde que me dejo la linfa en el parqué, bailando. Lo noto más torneado y exacto a la hora de coordinarme. Pero a veces me parece que todo ese falso deporte no tiene nada que ver conmigo. No conmigo: con mi cuerpo como elemento de la ecología. Todas esas repeticiones neuróticas de movimientos desmenuzados, ¿a qué animal están expresando? ¿Qué relación guardan con las funciones para las que fue diseñado el cuerpo humano? Andar, correr, saltar, arrastrarse, merodear, trepar; empuñar, arrojar, desgarrar, machacar, golpear... Lo que se hace en un gimnasio se parece tanto a la coreografía de la vida como un zoo a los ecosistemas salvajes.

Por eso hoy me siento especialmente orgullosa de mis agujetas. Porque me las he ganado trabajando. Ayer estuve arrancando hierbas en el jardín de mi padre. Arrancando que no escardando, sin herramientas. No es una gran hazaña. De hecho, es una manera de “hablar por no estar callados”, que diría mi madre. Una faena puramente estética. Las hierbas son la piedra de Sísifo de las tierras dominadas por el hombre. La guerrilla, la primera y última palabra, la risita de la naturaleza. Un “ya hablaremos de aquí a unos cientos de años” que lo vegetal suelta en lugares civilizados. A nivel doméstico no hay manera de eliminarlas. Son tercas, son listas, tienen un montón de estrategias de reproducción y supervivencia. Son humildes, pasan desapercibidas, son diversas. Grandes enemigas. Un honor batirse a mano desnuda con ellas.

Las malas hierbas me gustan tanto como las agujetas. Ambas son empeños brutales de vida.