jueves, 26 de mayo de 2016

Llegar a ser un árbol

 
Vengo de allí de nuevo. No es un lugar, sino una forma de vida. No tiene coordenadas, o todas las que quieras darle. Está en cualquier parte. Debajo de los árboles.

(Si mi compadre no se me hubiera adelantado, así es cómo se llamaría este espacio de palabra y humus)

Cuántas no habré empleado ya para traerte a mi vocación y a mi hábitat. ¿Demasiadas? ¿No tantas? Probablemente volveré a usar las mismas de otras veces. Probablemente lo que hoy escriba te sonará a gastado. Ya ha pasado antes por tus ojos. Hace mucho que tu mente debe de haberlo metabolizado. Pero ¿está más adentro, en tu carne? Yo tengo bosque en cada músculo. Seguir contándolo es inevitable.

A lo mejor es que no sé bien cómo hacerlo. ¿Cómo se puede decir un árbol con frases bien construidas, en lugar de con murmullos? A veces creo que imito mejor su idioma de lo que hablo el mío propio. Soy un animal que quiere ser otra cosa, y eso tampoco puedo evitarlo de vez en cuando. El resto del tiempo me limito a usar los árboles como un manual de instrucciones para llevar una vida cabal y decente.

Voy a volver a intentarlo.

Visto desde fuera, no importa de qué tamaño sea, un árbol llama la atención por su señorío. Hay algo en su estatismo, en su persistencia, en su modo de burlar la decrepitud y el tiempo, que a los que tenemos la sangre inquieta nos conmueve profundamente, y al mismo tiempo nos molesta. Admiramos esa paz que irradia un ser que no necesita ir de un lado para otro buscando, rastreando, ubicándose constantemente, tratando de encontrar como un loco su lugar en el mundo. Y lo admiramos tanto que a veces tenemos la tentación de desacreditarlo. A la quietud la llamamos inmovilismo. ¿Quién quiere estar enraizado en un mundo tan rico y tan ancho? ¿Quién mata la curiosidad dentro de sí quedándose siempre en el mismo sitio? Pero la mezquindad dura poco. Porque el árbol ignora tu cháchara y te acoge. No necesita buscar ni defender su territorio porque cada uno es un hogar en sí mismo. Si quieres, puede convertirse en tu casa. Su copa te protege de la crudeza del cielo raso. Es tremendamente hospitalario.

Y una vez que estás dentro, se desmontan los prejuicios. Un árbol no es mudo ni estático, sino que raramente se calla, y raramente está quieto. Es verdad que necesita al viento para susurrar o rugir, y para moverse. Pero a mí, la verdad, me gustaría tener esa disposición lo bastante ligera como para dejar que el viento te mezca, y lo bastante robusta como para que no te arrastre. Y más que hablar y hablar, y quedarme a medias y justificarme, me gustaría ser como el árbol: un instrumento musical para que el viento se arranque unas notas.

Un árbol es un estado intermedio. Parece condenado a un color y una forma, pero cuando el sol lo atraviesa y el viento lo mueve, las hojas encuentran la manera de ser como los peces, a la vez líquidas y sólidas. Un árbol es duro y blando. Compacto y transparente. Puede ser a la vez senil y bebé. Un tronco desahuciado puede mantener ramas vivas. Parece muerto, y rebrota. Un árbol acepta lo que las estaciones quieran hacer con él. 


A las pruebas me remito.


Se hace bello con la luz, y agradecido, la embellece. Y no sólo eso: la vuelve comprensible y útil. Se alimenta de ella, ¿lo entiendes? Intercede entre el cosmos y nosotros. Transforma la física abstracta en glucosa, oxígeno, peras, tu perro, tus piernas, el petróleo que te viste y mueve tu coche, tus neuronas: tus amores y tu memoria. A partir de casi nada, empieza a construirlo todo. Es autónomo e infinitamente generoso. Yo, que no puedo meterme a dios en la cabeza, no conozco una aproximación más lograda de lo divino. Piensa en ello cuando pises hierba con displicencia.

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