Ha dejado de llover, y yo no voy a ser
tan cínica como para empezar a sentir nostalgia. A partir de ahora
el sol seguramente se adueñe de la meteorología, dispuesto a tomar
represalias. Vendrán días de claridad déspota. Mañanas de querer
arrancarnos la piel, el pelo y la carne. Tardes que recordarán a la
muerte de tan largas. Noches calurosas como para planear una serie de
asesinatos. Por mí, bienvenidas. Las nubes persistentes me enfangan
el alma.
Sin embargo, esperaré con ganas volver a
ver llover desde el coche. Juntas dos símbolos de estancamiento, un
chaparrón, alguien que espera dentro de un coche parado, y ¿qué
obtienes?: una imagen de liberación. Amo muchas cosas de mi trabajo.
Me molestan muchas otras, pero en general me considero bien pagada.
Hay un momento por el que pagaría incluso: el de tener que
refugiarme en el coche cuando la lluvia se pone intratable.
Estoy en un lugar expuesto. No hay
marquesinas, no hay abrigos, no tengo paraguas. La ropa de invierno
es buena, pero no siempre se sale de casa con impermeable. Mojarse
mola. A mí me mola bastante. Pero el cielo se ha cerrado como puño
germánico y la tormenta parece que va para largo. Reconozcámoslo: el
ser humano es un animal poco adaptado a mantener relaciones íntimas
con el aire. Mejor me doy la vuelta. Si sopla el viento me creeré en
Cumbres Borrascosas. A Heathcliff le queda bien uno de los
rostros de mi historia, pero a mí ya no me seducen los hombres
ásperos. Podría quedarme debajo de cualquier árbol y sentir cómo
la lluvia se dilata: ramas que recaudan a manos llenas y van soltando
con calma. Si lo hiciera me convertiría para siempre en musgo. Es el
momento de apretar el paso. El mundo se desmenuza tras las gafas
empapadas. Mi coche es aquel borrón blanco.
El alivio. Revoleo la cabeza como un
perro. Me seco malamente las gafas. El mundo va a tardar en
recuperarse un rato. Siempre se espera a que el tiempo mejore. La
impaciencia, ese mal hábito. Tenía un plan y el plan se moja. No me
gusta conducir con lluvia. Un chaparrón y alguien que espera en un
coche parado. Entonces escucho la música. El techo metálico es
blando. El cielo hace rock sobre mi cabeza. Aplausos,
escándalo. El exterior me reclama. Estás ahí, parece decirme. Sal
afuera y vuélvete musgo. Aprende cómo cantan los pájaros mojados.
Pero eso es lo bueno de refugiarte en un
coche: que no estás fuera, pero tampoco dentro. Hay una separación
no tan clara entre tu cuerpo y la naturaleza. La lluvia sigue
golpeteando, tienes la piel fría bajo las perneras, tu propia
humedad empieza a condensarse. No lo sentirías igual en tu casa, o
en otro tipo de refugio humano. No notarías de igual modo que tú
también formas parte del agua.
Escuchas. Eliges una gota del parabrisas
y la jaleas con los ojos para que corra más rápido. Las cosas de
fuera tiemblan, los árboles, el barbecho, las rocas. El contorno
fijo es una construcción mental más bien pobre. El árbol es agua
es la tierra sobre la que crece es el aire cargado es el vaho dentro
del coche es tus pulmones. La idiotez de hacer planes es creer que un
asunto es más importante que otro.
¿Y qué me dices si en vez de lluvia es granizo? |
Y luego, poco a poco, la música se va
espaciando y ya no es rock sino adagio. La lluvia para
y yo estoy más limpia y más blanda: irrigada. Dispuesta a que me
brote algo.
Algo muy bueno.
ResponderEliminarUn placer también para mi, sobre todo si el coche está aparcado en medio del campo.
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