viernes, 29 de noviembre de 2013

Un canon

 
Imagínate esto.

Imagina que la solidaridad no fuera una mercancía gratuita, ni un asunto elemental como plantarse sobre los pies. Que tuvieras que dar algo a cambio para poder jactarte de tener un corazón humano. Imagina que no se te permitiera ser un testigo meramente indirecto del drama de los demás. Que no fuera posible responder a las noticias sangrantes sólo con un compungido y bonito movimiento de cabeza, con un juramento, con una tristeza teatral de las que se disipan rápidamente, y a otra cosa, mariposa.

Imagina si esa compasión transitoria tuviera un correlato en tu carne. Si las treinta puñaladas en el cuerpo de una mujer que sabía de sobra la comida favorita de su asesino, o la carnicería de los cortes de cuchillas colocadas en una frontera, perforaran al menos las primeras capas de tu piel. Imagina que una noticia de hambre y frío generase en tu cuerpo un eco de hambre y de frío. Que el dolor fuera físicamente propagable. Que conmoverse fuera una cosa seria, y no un gesto de buena educación. Que cada acto de condolencia se convirtiera en un trance, en un rito de paso para alcanzar un grado de integridad superior.

Imaginálo un momento. Lo que diría de ti ese canon de sufrimiento real. ¿Comprarías ética con un dolor acerado, pongamos que en el reverso de tu muñeca derecha? ¿O preferirías que sentirte parte de una fraternidad te siguiera saliendo de balde, igual que ahora tantos libros, series y películas?

miércoles, 27 de noviembre de 2013

En hora buena


Las seis y veinte de la mañana. Lo sé porque mi vejiga es un despertador todavía más potente que el que espera en la mesita de noche, tan sádico. Sin poder despegar del todo los ojos, busco la hora en la pantalla del DVD. Me intrigan ese tipo de cosas que pasan sin que nadie esté ahí presente para dar fe de ellas. Los minutos sucediéndose en un aparato electrónico a lo largo de la madrugada; semáforos que siguen cambiando de color para ningún coche y ningún peatón; gorriones durmiendo en sus ramas, tan invisibles como el sol durante la noche; sueños que, al despertar, el soñador no recuerda.

Las seis y veinte. Descubro con alivio esas cifras: sólo quedan diez minutos para que se ponga en marcha un nuevo día. Eso está bien. Muchas veces me levanto cuando la consistencia de la oscuridad no da ni una pista, y como si estuviera hechizada, me acerco a cualquier aparato que siga marcando la hora. Como Hansel y Gretel soltando miguitas de pan para no perder el camino. Voy recelosa. No quiero encontrarme con la conciencia y el cuerpo despiertos a una hora imposible como las dos o las tres de la madrugada. ¿Qué hace uno cuando eso le ocurre, más que volver a la cama y confiar en que la mente no se vaya borracha a cantar a su particular karaoke? ¿Vas a ponerte a leer, a escribir, a adelantar la salsa de la comida del mediodía? ¿Vas a arriesgarte a sacar una carta del piso más bajo del castillo de naipes? No. Te obligas a dormir sin sueño para que tu conciencia no se pase trastabilleando todo el día por llegar.

Apaciguada, me vuelvo a la cama. Son unos minutos tan dulces. Si te gusta estar vivo, ese lapsus entre el despertar y el arranque es una bendición. El argumento del nuevo día no importa mucho. Vuelves ahí. Sigues ahí. Estás ahí todavía. Controlando tus miembros, percibiendo tu medio, con bastante combustible en el corazón como para que este viaje loco no se interumpa. Si el metabolismo de tu alegría está acelerado, te quedarás boca arriba en la cama, con el edredón subido hasta la barbilla y ganas de cantar un himno.

Y es una hora de nadie que tiene su propio sonido. Escucho lo que no es noche ya, pero tampoco es el día. Suena un runrún. Como si la ciudad fuera una gigantesca nevera. No procede de los coches ni de las persianas metálicas que dentro de un par de horas se irán levantando. No es un grupo electrógeno en la obra de enfrente Tampoco el agua de una acequia que apenas si esquiva este bloque de pisos. Es una especie de ruido de digestión. Un ggggrrr que casi parece selvático. Da la impresión de que un día nuevo se guisa más allá de mi casa segura y mi alcance. Se prepara algo que me incluirá. Sólo tengo que conservar esta mirada asombrada y novata de la hora de nadie para darme cuenta de que ningún día es igual al anterior.

lunes, 25 de noviembre de 2013

Tantas leyendas que nos contamos

 
Llamarlo fantasía quizás sea un poco grosero. Escucha los ecos de esa palabra en tu cerebro. ¿No ves inmediatamente a una maestra de las de antes, con medias color carne y una sonrisa ladeada, nada compasiva? ¿No te parece que te lanza un reproche? ¿No te ves avergonzado a ti mismo, como si te hubieran pillado con las manos en algún sitio no demasiado casto? Yo veo todo eso, aunque no crecí en la posguerra, ni me puse a soñar sobre el libro de texto, ni hice mucho más con las manos que llenármelas con rayajos de rotulador y pegamento. Por si acaso, prefiero la palabra idealización.

Y ahora que has empezado a prestarle atención a tu mente, calcula qué porcentaje de ella se emplea en darle un espacio virtual a lo que no existe en el mundo. Cuánta conciencia dedicas a proyectar una realidad mejorada, un poco más allá de lo que puedes alcanzar con un movimiento. Repasa todos los debería o no debería ser así que has formulado en tu vida. Cuenta las horas que has pasado embobado en un museo de cuadros perfectos que aún no te has atrevido a pintar.

Todo esa especulación tiene su peso, aunque a ti te parezca volátil. Todas tus utopías te dirigen a algún sitio, o bien te desorientan. Te espolean o te paralizan. Las percibas o no claramente, forman tu marco de referencia, y eso a veces puede contribuir a modelar la mejor de tus vidas posibles, y otras, puede impedir que te escapes hacia versiones igualmente buenas.

Imaginemos el mejor de los casos. Tu deseo se arremanga y se pone a trabajar codo con codo con tu voluntad. El buen proyecto se materializa, y... el cuadro que va resultando no es completamente igual a su esbozo. Porque la realidad ofrece siempre un perfil indómito. Puede parecer que come de tu mano, que te obedece, y sin embargo, muchas veces tienes que preguntarte si de verdad se trata de aquello, si en lo que vas consiguiendo reconoces la piedra filosofal que lo iba a arreglar todo. Piénsalo.

Un piso más grande en el que la vida se hará inevitablemente menos caótica, más espaciosa. Un trabajo en el que se te permita desarrollar tu autonomía y tu creatividad. Un grupo de amigos que barran con risas esa fugaz sensación de que todo suena ya a repetido. Aquella persona con la que había tanta química y con la que, tarde o temprano, tendrás una segunda y definitiva oportunidad. La parcelita de prado donde plantar una casita y cosechar silencio y libertad. El libro que deberías estar escribiendo si de verdad tuvieras talento. El viaje en el que un panorama soberbio marcará tu camino. La ciudad humana en la que volver a empezar. La persona serena y radiante que nunca echará broncas porque alguien haya ensuciado el suelo de la cocina, y en que algún día del año que viene, esta vez sí, te convertirás.

Después de esto, ¿crees que te voy a poner en aviso contra la idealización? ¿Que lo más sensato sería tirar la expectativa al cubo de la basura y aceptar punto por punto lo que la realidad te quiera poner por delante? Ni hablar. Todo lo contrario. Ve a por ello, corre tras lo que desees. Patéate las inmobiliarias. Apáñatelas para conseguir que alguien financie tu agencia low cost de viajes. Apúntate a un curso de submarinismo. Usa toda tu alegría y tu persuasión con aquella persona. Pide un traslado a un pueblo de doscientos habitantes. Ensucia borradores de mierda con tramas y personajes. Múdate a Lisboa. Dale duro al budismo.

Inténtalo al menos. Hazlo. Ten el coraje de torear al deseo antes de que su incumplimiento te dé una cornada. Permite que el empeño sea lo mejor de ti mismo. Pero, escucha, en el transcurso rompe los planos. Las montañas son algo más que ese montón ordenado de curvas de nivel. Y la realidad siempre termina siendo más grande y más libre de lo que a tu mente le cabe. Ten siempre en cuenta que un error de base te apartará varios metros de la trayectoria perfecta.

sábado, 23 de noviembre de 2013

El azúcar, droga zoológica

 
En serio, tengo que hacerlo. Tengo que contar la última de Nico. Para que allá en el exilio su madrina se entere.

Si yo tuviera una cuota más nutrida y diversa de lectores, puede que alguno me llamara educadamente la atención. Medio en broma, amenazaría con orquestar una campaña en los interneles para que no volviera a publicar historietas de gatos. Pero aquí estamos cuatro ídem. Y apuesto a que todos compartimos la misma psicosis. Somos un grupito servil que nos derrumbamos ante la mínima caidita de ojos felinos. Sólo que últimamente merodean por aquí tantos, que a lo mejor debería plantearme darle un giro a este blog. Dejarme de estampas personales y de paisajes; de postales y de tratar de entender de qué demonios va esto de la vida. A cambio, encontrar mi vocación en la Mininología: Historias de Gatos Ilustres. Tratado cognitivo-conductual sobre psicología gatuna. La vida picante de los gatos. El gato, amo del hombre. Las Guerras Pérricas. De bello gatico. Se compartirían enlaces a mis entradas en Facebook, junto a diapositivas de manipuladores cachorritos de mirada húmeda. Tendría serias oportunidades de hacerme con el Premio Bitácora al Blog Más Friki del Año. Amasaría cada diciembre toneladas de roscones de Reyes para recaudar fondos a favor de los gatitos callejeros. Terminaría combinando faldas largas y floreadas con zapatillas de deporte y sudadera.

Ya veremos. Hasta entonces, me comprometo a no seguir explotando esta veta. Sólo una anécdota más: Nico ha descubierto el Síndrome Navideño. Nico se ha convertido en la enésima víctima de la dieta occidental. Nico se ha vuelto adicta a las gratificaciones elementales que suministra el azúcar. Nico se humilla y come de mi mano cada vez que le paso por el hocico su nueva obsesión. Soy así de mezquina, y por un poquito de atención felina, soy capaz de arriesgar su salud. Nico es ese niño indonesio enganchado primero al tabaco y luego a la comida basura. Nico se relame los bigotes en busca de la última miga de polvorón.

He aquí los antecedentes. Por estas fechas se habla en Estepona de cierta marca de mantecados con veneración y complacencia propias de un turbio rito tribal. Las familias los encargan con antelación, los compran a kilos, los exhiben, los usan como signo de distinción. Jose me vendería a un tratante de blancas a cambio de unos pocos kilos de tan selecto manjar. Es un polvorómano en toda regla, y mi padre es su camello.

He aquí la anécdota. Hace un par de días, cuando llegamos a la casa paterna, Jose saludó: Hola, qué tal, estás muy guapo con barba, ¿los has comprado ya? Sin solución de continuidad. Mi padre, impávido, respondió: no. Subí la maleta a mi cuarto. Jose se rezagó. Bajé las escaleras de nuevo. Al rato sonaron gritos. Una combinación energúmena de júbilo y amonestación. Pero Juaaan...Pero Nicooo...Pero subid a ver estoo. Arriba, en la habitación donde duerme Jose, estaba su sorpresa. Un buen par de kilos de paquetitos envueltos en elegante papel cebolla. Una orgía de manteca de cerdo y canela. Una dulce bacanal. Una granizada desparramada por el suelo. Un gato dando cuenta de ellos, absorto, frenético, ciego y sordo al alboroto de los humanos. Varios mantecados catados con finura de sibarita: uno rojo, uno azul, uno amarillo; ninguna repetición. Nico aniquilando su instinto carnívoro con un verdadero menú degustación.

Más, dame más.


Horas después del revuelo se escucha un revolver de bolsas, sonido delator. Todas las puertas de la casa están prudentemente cerradas. De la gata bandida no asoma el rabo por ningún sitio. Miramos debajo de las mesas y de las camas. Nada. Pero siguen sonando crujidos de plástico, como en una versión moderna del cuento de Poe. Esta vez es mi padre quien desvela el misterio: refugiada en el oscuro hueco de la escalera, Nico se esmera con toda una bolsa de alfajores. Debió de escaparse con ella, mientras yo daba palmas, Jose abrazaba a mi padre por el mancillado regalo, y él, conteniendo la risa, se hacía el enfadado.

He aquí los resultados: desde entonces, cada merienda es un drama. Jose se zampa tres polvorones de golpe, exhibiéndose delante de Nico de modo sádico. Ella maúlla como si la estuvieran duchando. Cada vez que alguien abre la puerta de la despensa, una gata barrigona y atigrada se enrosca en sus piernas. Nico participa ya en la atmósfera decadente y culpable de las digestiones navideñas. Nico necesita una cura de desintoxicación.

jueves, 21 de noviembre de 2013

Agujetas del yoga

 
Puede que sea sugestión, o puede que la postura de la vela realmente funcione, pero cuando salgo de yoga, no soy la misma persona. Deshago el camino del gimnasio a mi casa en algo parecido a un estado de gracia, sintiéndome más fuerte, más ágil, más guapa. Y a la ciudad, con sus máquinas y sus habitantes, le pasa lo mismo. La calle es un organismo donde un impulso nervioso impecable logra que un torrente de coches se detenga al unísono. Los caminos de la gente son dignos de estudio. Cada individuo merece ser atendido. El aire mismo me lanza piropos. Hay demasiada sangre en mis sesos, quizás.

En el caracolillo y el yunque de mis oídos resuena todavía la voz del profesor. He estado a punto de escribir maestro. Me niego a llamarle monitor. Vale, lo admito, es sugestión. En cierto modo aún sigo tendida en mi colchoneta, sintiendo bajo los párpados que la luz ha declinado en la sala. El contenido de lo que dice ese hombre me trae bastante al pairo. Notar con cada inhalación que el aire entra por los pies y llena las piernas de energía. Que cuando exhalo el muslo se convierte en un pedazo de esponja. A mi raciocinio forzoso le incomodan cosas así de esotéricas. Así que paso de concentrarme en su mandato, y sólo por encima lo hago en mi respiración. Atiendo nada más que a las reverberaciones de su voz. Me recuerda al tacto de una toalla áspera con la que da gusto secarse. De vez en cuando me centro, y escucho "tus manos...tu frente...tus cejas...tus labios..." Cuando termina la clase y, un poco mareada, me levanto, me da vergüenza mirar a ese señor tan yóguico y tan flaco. Es como cuando uno se despierta al lado de alguien cuyo nombre ha sido borrado por la resaca.

Todavía medio en trance, emboco el Paseo del Salón. Sigo siendo para los seres humanos lo que un San Francisco de Asís para los animales. Una mujer fuma en un banco con el cuello en escorzo, para no echarle el humo a la anciana en silla de ruedas que vegeta a su lado. Está encogida sobre sí misma, cada vértebra y cada articulación espiralizada, que es lo que le pasa a las raíces cuando a una planta se le queda el tiesto pequeño. Las manos recogidas sobre el pecho parecen de cartón piedra mohoso, la cáscara hueca de pelo, espuma de almohada. La mujer que la cuida sigue fumando, perfectamente inexpresiva. Una papelera vecina, llena de restos de un picnic urbano, tiene más vigor que ese dúo.

No me hace falta empujar su silla de ruedas para llevarme a la vieja a mi casa. En lo poco que queda de camino compongo una lista con todas las cosas que alguna vez pudo hacer. Quizás parió, o fue el centro de atención para unas cuantas personas. Se ensució las manos y los calcetines bien estirados jugando en la calle. Paseó por esta misma orilla del río tan ligera como una flor de cardo. Cuidó de alguien, amamantó y fue amamantada. Tuvo sabañones, se puso de perfil delante de un espejo para ver si le despuntaban las tetas. Compró piononos con el aguinaldo que le dio el abuelo y se creyó tan afortunada como la hija de Franco. Atajó conversaciones incómodas en alguna comida de domingo. Habló más de la cuenta o se tapó los oídos. Agradeció el sol de mayo en la cara. Esperó una postal o una llamada de sus hijos el día de su santo. Sintió la sangre caliente en las venas y un palpitar entre las piernas. Se perdió en la voz de alguien. Pensó alguna vez que el aire también la piropeaba a ella. Se creyó importante. Se negó a imaginar que podría pasarle lo que hoy le pasa.

Y yo, si llego a su edad, ¿lograré identificarme con la persona fuerte, ágil, guapa y confiada que una vez me creí a la salida de algo que se llamaba yoga? ¿Recordará algún viejo músculo lo glorioso que era moverse? ¿Guardaré algún rescoldo de vida en mi corteza decrépita? ¿Se encenderá un día una chispa que me incite a dejar de aferrarme al hábito de respirar?


lunes, 18 de noviembre de 2013

Lo único que no cambia son las mudanzas

Leo ya ni se inmuta. Se queda petrificada en su transportín, y si no fuera porque todavía es blandita y tiene cara de pena, le daría un aire a la Esfinge. Podría decirse que ha alcanzado una completa y envidiable independencia del medio, y que nada de este mundo la afecta. Pero no es eso, en absoluto. Bastante tiene ella con lo suyo. Este verano ha estado tan enferma que su imperturbabilidad no es un logro, sino una secuela.

En cambio, Paquito está mal. No come casi, no busca el cajón de la arena, no sale de debajo de una cama todavía extraña, o de la manta que usa de caparazón protector contra este lío de volúmenes desordenados y nuevas esquinas. Asoma su cabezota y te mira con ojos redondos de búho, intentando aferrarse a los rasgos más o menos familiares de tu cara como un naúfrago a su tabla. Paquito es una gata vieja pero sana, que conocía al dedillo cada altura relativa de la casa donde hasta ayer vivía. Le gustaba tenderse sobre el alféizar de una ventana baja, y cuando alguien pasaba a su lado, ella saludaba con un maullido cortés, y casi todo el mundo se lo devolvía. Era muy popular, Paquito. Y el viaje hasta su nuevo hogar ha sido tal shock que aún no sabe que la han traído al campo. A estas alturas de su vida, cuando no parecía necesitar más que pienso, ventana y sofá. Cuando ya se había aplacado ese nervio que la llevaba a tirar todos las fotografías enmarcadas sobre la consola. Cuando la aventura de saltar del alféizar hasta la acera y esconderse bajo los coches no era más que un recuerdo casi soñado que a veces la entretenía en las duermevelas.


Paquito no quiere salir de su manta


Y mi madre apenas si tiene tiempo para estar preocupada. Sube escaleras, baja escaleras, cambia alfombras de sitio, descuelga cuadros que merecen acabar entre llamas. Poco a poco se va aclarando en su mente el croquis de interruptores y enchufes. Hora tras hora se empeña en que Casa Azahara pase de ser la casa de alguien al hogar de cualquiera.

Y tantas cosas tiene que hacer, que a lo mejor ni se da cuenta de que esta vez soy yo la que la deja rodeada de trastos de una mudanza; la que coge el coche y regresa a un lugar donde ya no hace falta aprender a moverse. Siempre habían sido ella y mi padre los que decían adiós y me dejaban a solas con el empeño de fabricar orden a partir de una nueva entropía. Ya ni siquiera me acuerdo de cada momento, de cada montón monstruosamente creciente de cajas, de cada puerta en la que se formuló cada despedida. La primera vez en Granada, cuando la universidad se echaba en la piel como un maquillaje de independencia. En otros dos pisos lúgubres de estudiantes. En Sevilla. En Jimena, cuando la autonomía pasó de disfraz a uniforme. Y después de vuelta a Granada. Yo no cobraba aún el primer trienio, y ella seguía ayudándome a peinar la ciudad en busca de piso.

Ahora comprendo lo que debían de sentir ambos al dejarme rodeada de cajas en las que nunca parecía caber el hogar. Ahora miro a Paquito y veo en sus ojos un reflejo de mi niñez ambulante. Ahora soy yo la que puede por fin confirmar que una mudanza te hace más grande.

sábado, 16 de noviembre de 2013

Eso ya no me inquieta

 
En invierno no debería haber piscinas. Deberían estar por lo menos selladas, silenciadas como todo lo que huele a muerto. Porque justamente son eso: cadáveres de otro tiempo. Cada vez que me siento en una bicicleta del gimnasio, y dejo que mi vista divague más allá de las cristaleras, veo una isla de patetismo rodeada de pistas de pádel. El agua se vuelve opaca, día tras día pierde su color artificial tan alegre, se naturaliza. Tal vez alguien se ocupa mínimamente de peinar su superficie para retirar las hojas caídas. Estos días ha soplado un viento fuerte, y los árboles del parque vecino se ven desplumados.

Hasta hace muy poquito, un señor jubilado leía en bañador junto a la piscina agonizante. Desde lejos me recordaba a una versión envejecida del Fraga que se zambulló en Palomares. Llevaba un gorrito de tela, una revista, y se recostaba en su tumbona como si fuera la cama de un hospital. Como si le diera apuro repantigarse del todo. No había bolsa ni mochila a su lado, así que supongo que debía de recorrer pasillos y vestíbulos tal como estaba, con su bañador rígido como una carpa de circo, sus chanclas, su gorrito y su revista, sus carnes sueltas al aire. Imaginarlo paseándose de esa manera, tan anacrónico, y verlo sólamente a él allí afuera, como si no quisiera permitir que la piscina se muriera a solas, me parecía divertido, y también me daba un poco de pena.

Ahora la piscina se ha muerto del todo, y al señor jubilado no se le ve por ningún sitio. Sigo mirándola mientras pedaleo, y ya no hay empecinamiento ninguno que me pueda parecer divertido. Pienso en todos los cadáveres de bichos que he visto descomponiéndose en el campo, y vuelvo a sentir, más que asco, esa misma tristeza de comprobar cómo algo que era una máquina templada y perfecta se ha convertido en semejante guiñapo. Pienso en los chapuzones, los salpicones, las miradas veladas y la cremas con olor a coco. En la languidez del verano y la timidez y el descaro y en los primeros idilios.

Y pienso también en mí misma, y en la posibilidad de que lo que escribo se esté convirtiendo en esa misma piscina. Si no se renueva el agua a través de la experiencia, cómo voy a evitar no estancarme. Porque la vida va más despacio que el impulso de escribirla.

Pero la verdad es que penas así ya no molestan. Si eso sucede, si tengo que quedarme hibernando, no será tan dramático. La superficie de mi vida se verá día tras día más verde y espesa, pero por debajo, seguirán dándose reacciones y crecimientos, se desenvolverán nuevos ecosistemas, en la oscuridad seguirá bullendo algo. Y, cuando menos me lo espere, volverá el tiempo cálido.

jueves, 14 de noviembre de 2013

Cuña publicitaria

 
No puedo decirte que en Casa Azahara vayas a encontrar el puro silencio. Si estás intoxicado de presencias, si estás saturado; si tienes el cerebro hecho un lodazal de decibelios y pensamientos medio descompuestos, entonces tal vez deberías buscar una isla cerca de la Tierra de Fuego. Si lo que necesitas es una cura de nada y mutismo, no vengas a Casa Azahara.

Porque aquí, cada media hora aproximadamente, un burro rebuzna. Al principio esa voz invoca a tu infancia. Reconozcámoslo: este país tiene unos pies de barro robustos, unos huesos rurales, y quién no tiene o ha tenido un abuelo en el pueblo. Tú estás en la terraza, picoteando una granada que acabas de robarle al vecino, o dejando que el libro se broncee en tu regazo y, de repente, suena esa trompeta de circo. Sonríes. Cruzas una mirada cómplice con alguien que, estando a tu vera, no haya pasado cada día de su vida respirando aire urbano. Te resulta entrañable. Un burrito. Un Platero pequeño, peludo y suave. Que, oído lo oído, no puede tener precisamente una caja de resonancia pequeña. Y luego viene otro rebuzno. Y otro. Y otro más. Como si el burro fuera un sereno. Sonando cada vez más quejoso. A lo mejor te preguntas si el pobre no se habrá enterado por fin de que tarde o temprano tendrá que morirse.

Y está la acequia, también incansable. Colándose por los ventanales cerrados. Desmitiendo la sensación de clausura que, a media tarde ya negra, proporciona el salón de la planta de arriba. Persiguiéndote en la lectura y en la siesta. Empapándote el ser entero. Arrullándote. El agua no para nunca, y esta vez te preguntas cómo es posible, de dónde puede manar tanto si apenas ha llovido desde primavera. Cómo puede ser que haya un lugar que cante de esta manera.

Tampoco voy a prometerte un paraíso no tocado por la mano del hombre. Esos árboles que ves ahí, al alcance de un par de pasos, o algo más lejos, verdeando la ladera de enfrente, no forman parte de un bosque. No son la sede de una naturaleza indómita. No cobijan un santuario. Lo majestuoso, lo que te aplasta y te deja mudo, lo que te pone en el sitio de tu auténtica insignificancia, habrás de buscarlo en otra parte. Esas personas con tronco y con hojas, cargadas de fruta, no son más que olivos de aspecto altanero, limoneros y naranjos. Un verdadero clan de naranjos. Todo aquí está adornado y compuesto. Diseñado en terrazas y exacto. Todo es bonito e interesado. Los frutales parasitan la sombra de los olivos; las acelgas y pimientos se alinean al pie de los frutales. El sistema de arterias y venas de riego debe de ser tan sofisticado como el de Versalles. No hay águilas ni lobos en este jardín modesto. No hay helechos de cuando la Tierra era jovencita. No hay picos apabullantes.


¿A que estás deseando venir?


Esto es, simplemente, un oasis. Un patio de recreo en el que recuperar sonidos arrasados por los motores y los auriculares en las orejas. Campanas de la iglesia, la fruta madura cayendo al suelo con un plop pesado, algunos niños que caracolean en sus bicicletas. Tus propios niños, tal vez. Tus propios bostezos resonantes como un rebuzno. Alguien que bate unos huevos en la cocina para plantarte en el desayuno un bizcocho, esponjoso como la alegría.  Tu vida sin prisa.


(Por si alguien aún no lo sabe, Casa Azahara es un proyecto de hospitalidad que ha emprendido mi tía Esperanza. En cuanto tengamos apuntulada la página de Facebook, colocaré por ahí el enlace)


martes, 12 de noviembre de 2013

Algo que no viene a cuento

A veces la memoria se parece a uno de esos juguetes de feria en los que tienes que enganchar el premio tú mismo: te pasas un buen rato intentando agarrar el Buzz Lightyear tan molón, para que tu novia recuerde siempre lo bien que lo pasasteis viendo Toy Story, pero por mucha maña que emplees en los mandos, siempre terminas sacando alguna chorrada, una caja con un tanga de encaje, tres mecheros fluorescentes, una navajita multiuso que nunca se usará para nada.

A veces la memoria es un mar cuajado de plástico que te arroja recuerdos que no vienen a cuento.

Hoy es una de esas tantas veces. La hora de la siesta me pilla leyendo horrorizada listas de ingredientes de embutido. De pronto, los pasillos atestados de una variedad pornográfica de productos, las luces de quirófano, la soberbia del carrito lleno, se difuminan. Ya no estoy en esta cueva de Alí Babá de la comida, no estoy en Granada, no tengo un techo de chapa encima. Ya no estoy apenas en este siglo. Estoy en Sintra.

En un rincón que desobedece la fotogenia habitual de Sintra; que no está junto a palacios donde vagan fantasmas de reyes; ni junto a quintas que huelen a diplomáticos olvidados y a perfume rancio de violetas; ni siquiera bajo una alucinación del trópico a dos pasos de la misma nariz de la Península. Es un meandro estrangulado de la historia pomposa y el turismo. Una plaza minúscula escondida entre tapias. Un aire de cementerio de pueblo. Cal. Árboles retacos. Probablemente, el pavimento de mosaico que a veces recuerda a una versión urbana del cubo de Rubik y otras, a una playa de guijarros. Mi prima y yo estamos sentadas en un poyete adosado a una de aquellas tapias blancas. O a lo mejor no es mi prima, sino JM. A lo mejor he estado allí dos veces, o a lo mejor he soñado alguna. Vestimos esa indumentaria imposible de las noches de verano húmedas. Sudadera sobre vestido, los pies todavía sucios de arena congelándose en las chanclas. A esa hora la cháchara se ha interrumpido, a fuerza de cansancio o de calma, o de algo que se parece al vacío, y que no debe de ser más que una conformidad extrema. Hemos abandonado Lisboa después de una noche en la que la cama del hotel no fue hollada. Hemos catado el Atlántico furioso y brochetas gigantes de rape. Hemos pasado la mano por fachadas con colores de lencería fina. Y ahora, en el poyete, hemos extendido nuestras viandas: unas ciruelas, unos quesitos de cabra, pasteles que parecen cubiletes del parchís, tarrinas de requesón y dulce de calabaza.

Y mientras masticamos y bostezamos y nos sacamos arena de las orejas, un grupito de viejas empieza a salir de una casita vecina que sólo entonces identificamos como una iglesia. Susurran tan en silencio que casi practican la telepatía, sonríen todas y cada una de ellas. Debemos de habernos sentado en el poyete de la casa del cura. Nos arrugamos un poco, nos encogemos dentro de la sudadera. Nuestro aspecto piojoso nos avergüenza. Creemos que de un momento a otro vendrá alguien a echarnos. Pero las mujeres flacas y vestidas de marrón van desfilando por nuestra vera, camino del arco que da salida a la plaza. Nos miran, sí, pero no con censura, sino como si fuéramos nosotras las santas. Como si ellas, en lugar de nosotras, fueran las que estuvieran contemplando algo perdido en el tiempo y modesto. Algo bendecido.

Entonces regreso al Alcampo, y ya no sé qué hacer con mi trocito de recuerdo para sacármelo de la garganta. Me aprieta ahí, me pone al borde de las lágrimas. Me devuelve momentos que, al vivirlos, jamás pensé que llegarían a ser salvados. Recupera para mí esa sensación anormal de ser contemplada con una compasión pura. Y me dice que tal vez, dentro de unos años y sin venir a cuento, vengan a mi memoria estampas de ahora que también me harán temblar un poquito. Estudiantes de dibujo echados sobre sus grandes libretas. Una monumental columna de humo engordando desde algún lugar de la Vega, dorada por el sol que se pone. El reflejo en el cristal del gimnasio de un puñado de personas en posición del loto, estirando la espalda como si con ello fueran a conseguir convertirse en mejores personas. Estampas diminutas que sabré admirar con los ojos de las viejas de Sintra. Como si estuvieran benditas.

domingo, 10 de noviembre de 2013

El hogar en cualquier lado

 
Siempre quise tener un altillo. Dormir en una cama que mirase por encima del hombro. Leer a varios metros del suelo. Tocar el techo con las manos. Escribir como ahora mismo, el portatil sobre el regazo; la espalda sobre unos almohadones que yo no he comprado; los pies cruzados en tijera a buena distancia del borde de una cama en la que nunca he dormido. Desde esta perspectiva encaramada no veo nada de lo que pueda declararme dueña, aparte de las botas que me acabo de quitar. Mi tía ha estampado su firma en un contrato por esta casa que todavía no dice nada de ella, pero yo me siento como si me hubiera introducido ílicitamente en un hogar cuyos propietarios estuvieran a punto de regresar de un viaje.

Esto estaba allá por Palencia, pero me vale.

El techo con el que probablemente me golpee la cabeza al levantarme es de dos aguas. Como si me hubiera refugiado en una tienda de campaña de madera. Si fuera supersticiosa, no tendría más que levantar mínimamente un brazo, o sacar la pierna fuera de esta especie de balsa en la que estoy reclinada. Miro el breve suelo de listones, cuento los nudos, recorro las vetas que una vez formaron parte quizás del sistema circulatorio de un árbol, y pienso que es eso precisamente lo que me cautiva de los altillos: la sensación de estar viviendo en una plataforma entre ramas. El suelo cruje, el espacio es pequeño como para que puedas acarrear hasta aquí todas las cosas que has acumulado abajo; y no puedes ponerte de pie como un verdadero Homo sapiens. Pero si me tumbo de esta manera, o miro de esta otra a través de una ventana que recuerda a un ojo de buey, puedo ver la montaña de enfrente, y los naranjos que están por todas partes. Como Robinson Crusoe escrutando entre el follaje en sus primeros momentos de exploración de la isla. Como si a estas alturas disfrutara de una infancia bravía.

Estoy aquí de estrangis. De okupa. De aventura arborícola. Estoy como en mi propia casa. Y eso me maravilla. El viento sopla en rachas bruscas, y yo me preocupo ya por la suerte de unos frutales que hace un mes no sabía que existían. Puedo ver también la hierba, ahora que me he tumbado boca abajo, y las hojas azules de unos olivos tan altos que pertenecen más al reino del bosque que al de la agricultura. Puedo imaginarme futuros recuerdos asociados a cada tronco, cada terraza de esta casa parecida a un transatlántico, cada senda en un laberinto de parcelas y acequias. 

Puedo intuir fácilmente que no hay espacio para la nostalgia si puedes localizar un hogar imprevisto en cada esquina del mapa.

miércoles, 6 de noviembre de 2013

Bienvenido

 
Incluso en la distancia calculo cuántas calorías estás quemando en el esfuerzo de digerir que tu hija se casa. Te imagino ahora mismo, leyendo en el sofá sin concentrarte, entrenándote para apartar la desconfianza. ¿No es así? ¿A que te gustaría no recelar tanto, o devolver a fábrica esa anticipación de lo negativo que automáticamente te sale? ¿No te has preguntado nunca si llegará a nacer un ser humano que no identifique amor con alarma? Si algún día el amor dejará de socavar la solidez personal.

Desde luego que ese día no ha llegado para ti todavía. No elucubro, ni saco conclusiones gratuitas. He escuchado muchas veces cómo te resistes a priori a que tu red de relaciones y cuidados se haga cada vez más compleja, por miedo a que un exceso de amor te termine dañando. No exagero, creo. ¿Acaso no has prevenido a tus hijas sobre el dolor testarudo que acarrea tener descendencia? ¿No has renegado de aquella vez en que aceptaste acoger a una parejita de gatas que ya empieza a mostrar signos de senilidad? La preocupación es una herramienta fiable para medir el grado de apego a una persona, a una posesión, a una circunstancia en la que nos sentimos seguros. Completamente de acuerdo. Yo también me preocupo hasta la rabia por la espalda del que vive conmigo; hasta el desaliento por la ceniza después del incendio; hasta la zozobra cada vez que presiento un futuro sin padres.

Pero vivir con un corazón sano significa cuadrar siempre a tu favor el balance entre amor y sufrimiento. Amar duele, cantaba Falete; igual que duelen las agujetas después de un ejercicio que tu cuerpo terminará agradeciendo; igual que duele la renuncia inherente a cada elección; igual que los desechos oxidativos que genera la respiración. La vida duele porque es una cosa corta, absurda e insólita. Y a veces, sencillamente, ni siquiera el dolor es gran cosa. Uno termina aprendiendo a manejarlo.

Así que escucha hoy tu preocupación con respeto, pero sin hacerle demasiado caso, como a la bisabuela sorda de las cenas de Nochebuena. No reprimas la idea de que tu hija va a unir su futuro a alguien que te parece una de esas empresas originales e inciertas. No impostes una despreocupación de la que carecen tus genes. Pero al lado de esa idea pon esta, si te parece: la gente de la generación de tu hija necesitamos tener cerca a personas como la que está a punto de entrar legalmente en tu familia. Personas que no han tenido una vida tan regalada como la nuestra, y que no han sido educadas para considerarse receptores naturales de un largo inventario de derechos. Personas que han usado su muerte como moneda de cambio para comerciar con una posibilidad de futuro menos incierta. Que han arriesgado una libertad que va más allá de elegir este o aquel destino de vacaciones, bacalao o solomillo en cualquier restaurante. Que saben lo que es tener miedo a salir de su casa para dar un paseo, tomar el sol, ver a los colegas, trabajar como tu hija o yo. Personas que saben sonreír con benevolencia cuando les echamos encima nuestros malestares más nimios. Que conocen de primera mano que el amor duele y la vida quiebra, pero que se atreven a pasar por la experiencia.

Necesitamos cerca a ese tipo de gente para dar el estirón.

domingo, 3 de noviembre de 2013

Mejor cuando no buscas tanto


Me levanto con el firme propósito de encontrar a esa gata. Lleva desaparecida alrededor de un día, y la casa echa de menos sus maullidos entonados al estilo de Los miserables. He escrito sobre ella, y ya forma parte de nuestra novela. No tiene derecho a abandonarnos. Y mi hermana regresa para pasar unas cortas vacaciones desde Inglaterra. Qué decepción se llevará si al paraízo del clima amable y los árboles reflectantes le falta esa presencia.

Así que después del desayuno me calzo unas zapatillas y salgo de nuestro lugar hacia la parcela de al lado. Voy agitando la bolsa de pienso, repitiendo ese sonido que funciona habitualmente como elixir de amor para los gatos. Uno no tendría que aprender a tocar la flauta si quisiera sacarlos de la ciudad: los gatos tienen mucho menos oído musical que las ratas de Hammelin, o una jerarquía de necesidades no tan sofisticada. Y Nico aplaca todo el ansia de su vida turbulenta con la comida. No puede estar tanto tiempo sin darle a la mandíbula. No puede dejar de caer en la trampa. Si es que está viva.

Donde no llega la mano de mi padre, crece la grama. La hierba seca me llega hasta las rodillas, me araña las piernas. La parcela está invadida por ese tipo de matojos que engordan con el abandono y dan una cosecha abundante de condones y latas desteñidas. Me miro los pies, los cordones grises, los tobillos frágiles. Estoy a punto de creerme la ilusión de que vivo en un poblado de caravanas en algún rincón sórdido del Medio Oeste Americano. Nuestra casa se ve blanca e imposible como un barco fantasma. Aparece, gato de mierda. Ningún tanteo exploratorio merece arriesgar un hábitat donde la seguridad se funde tan fácilmente con la belleza.

Pero los gatos no subieron al Arca para halagar con su gratitud a Noé. Nico no da señales de vida, ni ahora, ni después de la comida, cuando volvemos a batir los alrededores con nuestro reclamo sonoro. Miramos las arquetas, el charco que varios inviernos lluviosos han formado en la excavación de una obra que se quedó en osamenta. Por todas partes estamos a punto de ver gatos ahogados, atropellados, convertidos en hamburguesas por rudos perros de campo. Nico sigue sin aparecer. La tarde se deshace rápidamente en noche, y una tristeza sin contornos se apropia sin miramientos de su ausencia. El cambio de hora me mata; mi mente rebota en las páginas del libro como si fueran de caucho. Sólo quiero dormitar en el sofá. Después de casi dos días sin pienso, Nico estará muerta.

Y cuando estoy tan abotargada que casi ni me acuerdo de ella, aparece esa gata bribona, pavoneándose como una vedette, con la elegancia desgarbada que unas patas traseras desproporcionadamente largas le dan a su marcha. Come sólo un poquito del comedero, como si estuviera ofendida por la burda artimaña de la bolsa de pienso. Lame sin mucha ansia de su cuenco de agua. Se tumba sobre la toalla de playa que había tendido en el salón antes de que irrumpiera, intentando sacudirme el aburrimiento con unas pocas posturas de yoga. Su cuadrupedia al completo se burla de mi torpeza. Sus ojos se achinan con algo que a mí me parece mofa. Exhibe de tal modo su flema que es como si quisiera enseñarme algo.

Y algo entiendo. Por ejemplo, que mis expectativas no van a cumplirse por mucho que yo me empeñe en controlar los elementos del medio. Que puedo ponerme en pie, trazar propósitos, buscar un gato según el mecanismo natural de mi voluntad y mi lógica, y quedarme compuesta y sin que se cumplan mis mejores promesas. O puedo aceptar que más allá de los cálculos hay toda una red de aventuras y efectos que siguen un curso secreto. Tal vez sólo tenga que dejar de atosigarla y de dar manotazos para que la red se materialice ante mis ojos, y yo pueda abandonarme sobre ella con toda confianza.

Y entiendo también, por supuesto, que más vale aprender a respetar la autonomía de un gato, si uno quiere sobrevivir a su encanto.

viernes, 1 de noviembre de 2013

Gracias, quien quiera que seáis

En Estepona hay dos cementerios, y no he puesto los pies en ninguno. Para mí el antiguo sólo es una tapia blanca y amable que me remite a un tiempo en el que las casas tenían como mucho dos plantas. Están los cipreses de rigor, aunque no sé si será por la cercanía del mar, pero no se ven rigurosos. Ruedo por allí cada vez que voy a casa de mi madre, sin prestar más atención a sus detalles que a los del taller de la Ford o a la tienda de pinturas vecina. Engullido por un tentáculo de edificios, perdido su aislamiento, parece un lugar soñador. Muchos meses del año pasan por delante de su puerta gente cargada con todo el mobiliario de playa. Y el kiosko de flores tiene más pinta de vender pascueros y pipas. La verdad es que no sobrecoge el alma.

Ni siquiera sé dónde está el cementerio moderno. Puede que cerca del polígono industrial.

Así que no sabría ponerle cara ni historia a ninguno de los nombres escritos en aquellas lápidas. No sé por dónde paran los huesos de mis abuelos. El padre de mi padre es un muerto veinte años más viejo que yo. Sólo he visto una pequeña fotografía suya, un rostro trágico como el de todos los retratados en las primeras décadas del siglo pasado. Me pregunto si era un efecto de la lente o de los líquidos de revelado que se usaban entonces. Algún truco óptico que absorbía la vitalidad. No había contento ni placidez en aquellas caras. Como si en algún lugar se estuvieran viendo reflejados con su propia mortaja.

¿Qué dice de mí esa distancia de la muerte? A veces imagino que mis padres han sido concebidos en probetas. Ellos no cuentan historias, y yo apenas si sé imaginarlas. Si alguna vez mi abuelo sentía ganas de llorar sin estar cansado ni triste. Si mi abuela canturreaba, o regañaba de manera desproporcionada, o tenía algún pequeño tesoro que nunca compartía con nadie. No hay continuidad entre ellos y yo. Voy a la deriva por un mar de cromosomas ilegibles. Mi cuerpo apenas si tiene raíces.

Y no sé a quién agradecer mi presencia azarosa en la tierra, en un día como hoy.