domingo, 28 de junio de 2020

Mrs.



Yo no me considero una persona especialmente seria. En serio lo digo, si se me permite la bobada. Soy lo bastante fácil de hacer reír como para merodear a menudo por el filo de la categoría “cortita”. Como los críos chicos, a veces exijo que se me repitan las gracias, y es posible que a la tercera o cuarta seguida siga agradeciéndolas con palmas. Si me lo permitiera a mí misma, podría tirarme ratos preocupantemente largos con las piernas contra la pared y en alto, contemplándome el dibujo a lo Pollock del dorso de las manos. Si un solo día completo en la vida dejara de sofocar mi innato talento para la pereza, me convertiría en cachorro. En una planta sin leña de las que se mecen.

Y yo creo que tampoco soy una persona áspera. No soy el colmo de la sociabilidad, ni mucho menos, pero valoro tanto los gestos amables, que procuro guiarme por una norma de gentilidad básica. Una vez alguien me dijo que me quedaba dormida entre sonrisas, lo que me pareció la táctica de cortejo más descaradamente interesada del mundo, a la par que un cumplido bastante aceptable.

Y, sin embargo, cada vez me siento con más frecuencia en los zapatos, deformados a la altura del juanete, de una vieja, refunfuñona y hosca inglesa. Con mis respetos. Me está creciendo a modo de segunda piel una falda de tweed a media pantorrilla y una rebequita. Salgo a la calle el tiempo imprescindible para darle de comer a los gatos callejeros hacer los mandados, y me vuelvo a la madriguera como si estuviera a punto de sonar una sirena antiaérea. Mis pies rozan la ciudad atestada añorando páramos. En los bares la gente brinda codo con codo, la mascarilla en ellos. Apago la tele cuando veo playas donde los cuerpos se amontonan como hace poco en las morgues. Y entonces me sale precipitadamente un “oh, banalidad”. Justo como a una sociópata seria y áspera.

¿Esto era? ¿Ésta la ausencia que tan doloroso volvía encerrarse en casa? ¿Esta hambre de sumar brazos y piernas y ojos a brazos y piernas y ojos ajenos, tantos de ellos anónimos? ¿Tan capital era la necesidad de fiesta? ¿Con tanta presteza nos damos cuidados paliativos de jaja jiji? ¿Tan duro fue y se olvidó tan pronto?

Ojo, que la alegría es y será siempre mi divisa. Y que entre mis mandamientos autodictados ocupa un puesto principal el de ser compasiva. Que cada uno se medique el corazón como precise. Que yo no sea jaranera no quiere decir que me parezca apropiado subirle los impuestos a los cohetes y a las serpentinas. Bueno, quizás sí a los cohetes.

Pero veo cómo las personas vuelven a convertirse automáticamente en gente. Cómo la distancias se acortan de nuevo y entre medias no parece condensarse el amor o la franqueza sino la compulsión del ocio. Veo un presente que reverencio tornarse en fiera devoradora de precauciones. Y me asusto. Como un cachorrito a punto de dejar de serlo.

miércoles, 17 de junio de 2020

El regreso



Hacía tres meses y medio que no entraba en mi casa.

Esta es una historia tan corriente, tan de todos y cada uno, que tal vez no merezca la pena que la cuente. Puede que no haya tampoco mucha carne pegada al hueso: me subí al coche, hice 200 kilómetros. Bajé sujetándome los bajos de la blusa para que el poniente no me pusiera al desnudo tan pronto. Toda precaución es poca allí donde los vientos se desatan. Un día hablaré a fondo sobre el viento. Diré que cuando aprendes a aguantar las batidas de un espíritu descarnado e imperioso te sientes un ser mineral y quizás ya nada puede herirte. Erosionarte, sí, dejarte suave y monda. Pero yo aún no he aprendido. El viento todavía se adelanta a la visión tranquila de mi casa.

Pero ahí está, desmelenada y como trémula, y no necesito explicarte cómo me siento. Si tú no has cebado esta primavera ni una mínima historia de deseo y añoranza, date por iluminada. Quizás estés más allá del corte psicológico medio. Por arriba o por abajo. En mi casa todo sigue en su sitio, salvo detalles decorativos. Dar con ellos es lo que hace que la mirada y los regresos tengan sentido. La hierbabuena desbocada en mi huerto de olores. Los higos en sus higueras, pequeñitos, duros y morados: si tuviera que ilustrar la futura entrada en el diccionario de la palabra preadolescencia elegiría esa imagen. El suelo granizado de peritas sanjuaneras. Mi padre más delgado y mi madre suave.

¿Puede limitarse una historia a contar a gritos que seguimos vivos? En el fondo todas las historias que importan tratan de lo mismo. Qué le pasó al héroe, qué hizo para mantenerse con vida, qué tuvo que sacrificar por el camino. Nosotros no somos héroes y por ahora lo conseguimos. Que cada cual decida si el tiempo y la distancia que usamos para ello fue más un regalo que un sacrificio.

Una historia tan común que ya está contada en tu cabeza. Una historia a la vez tan íntima. El meollo de mí que en ella late es la creencia de que sólo aquella es mi casa, no la que abro cada día con las llaves que llevo en un bolsillo. Esa no deja de ser otra historia, una muy vieja que me cuento. Ahora me creo con fuerza para decir que todo este tiempo, toda esta distancia, han estado operando discretamente en mí y rescribiéndome los relatos.

Mi casa no ha cambiado, porque no ha cambiado el amor que siento por ella. Mi casa no es siquiera aquel espacio físico que se deja hacer a fuerza de sol y viento. No está en un sitio que nunca alcanzo: me he pasado toda mi vida moviéndome o queriendo hacerlo para llegar a intuirlo. Mi casa no está aquí o allí, cerca o lejos, sino adentro y ahora. Tiene un revestimiento impermeable contra el deseo y la añoranza. No puedo contar, pues, muchas historias. Seguimos vivos.


Y haciendo crecer las cosas.


domingo, 7 de junio de 2020

Ni se crea ni se destruye*



No han dado todavía las 6:30 de la mañana. El cielo está de ese color azul a la vez oscuro y reluciente que no puedo relacionar con ningún animal, sino con objetos orientales y exquisitos por los que hombres ávidos y piojosos recorrerían antaño continentes. Sólo un mirlo se ha despertado conmigo y empieza a darle la murga a sus congéneres. El resto se estará revolviendo en sus ramas y bostezando, tratando de retener quizás la mansedumbre del sueño, cuando la realidad no te exige nada y tú no le exiges nada a la realidad. Yo me suelo despertar sin esa mansedumbre.

Aquí estoy, bien despierta. La próxima vez que me cueste dormir usaré esta frase como mantra. La repetiré muchas veces, hasta que me cale bien el agradecimiento. Aquí estoy, bien despierta. ¿Cuántos pueden decir eso? ¿Cuántos ya no tienen una boca para decirlo ni una red intrincada de neuronas para formularlo? Aquí estoy, bien despierta, una afirmación que no me permito en muchos momentos del día porque no me hace sentir honesta. Todas esas horas iluminadas por un astro que cubre graciosamente nuestras necesidades básicas, y qué complicado a veces mantenerse atenta. El sol sale todos los días, como saldrá aquí dentro de un rato, aunque tapadito con su manta fina de nubes blancas, y nos consiente como a niños, y apenas si le preocupa que no nos esmeremos en contemplar lo que ilumina.

Aquí estoy, bien despierta. Ya somos tres o cuatro pájaros. La mantita se tiñe de rosa. Llevo unos días diciendo que necesito unas señoras vacaciones para sentarme a respirar la vida con conciencia y aclarar minuciosamente lo que de verdad me importa. Necesito desengancharme un rato de la máquina imperiosa. Tengo arraigado el prejuicio de que eso sólo podré conseguirlo con finura si encuentro un lugar acogedor y limpio y callado y un tiempo luminoso, si me coloco decorativamente debajo de un árbol. Entonces la paz y las verdades se derramarán sobre mi cabeza y yo inhalaré todo eso y ya estará hecho el trabajo.

Pero como estoy aquí, bien despierta, sé limpiar la paja del trigo y desmotar los prejuicios. No hay lugar ni tiempo ideales. Ni para descansar, ni para reflexionar, ni para vivir la vida que crees que mereces, ni para adivinar por fin qué es eso exactamente. Hay este tiempo atropellado y ya. Una ola detrás de otra ola desafiando tu habilidad para ponerte en pie y plantarte con aplomo en la orilla. Hay el tiempo tacaño que tenemos y las menudencias habituales que exige seguir con vida, y en medio de todo eso, oculta como pepitas de oro en el lecho de un río, la oportunidad de estar en calma y de verle las vueltas quietas a la prisa.

Un ratito siquiera. Suficiente para recordarte que estás aquí, viva, bien despierta. Ayer leí en un libro que es un prodigio de entretenimiento que cada día inhalamos al menos una de las moléculas de oxígeno respiradas por cada una de las criaturas que han vivido desde que en este planeta hay entrañas hospitalarias para la atmósfera. Parece una hipótesis formulada por un bioestadístico puesto a tope de formol, pero es lo bastante hermosa como para hacer que tu domingo gire en torno a ella. Todo lo vivo pasando por tus pulmones, todo lo que pasa por ti y te hace, pasando por lo que quiera la evolución que tengan los seres en su interior o su exterior dentro de cien mil años.

Pienso en ello, en mi sofá no demasiado cómodo, sin más vegetación creciendo en torno a mí que unos brotes de albahaca que asoman tímidos en un frasco del Flying Tiger. No son las 07:30 y aquí sigo, bien despierta, llamando a las puertas de las horas apresuradas. Estoy viva y tengo en mí algo de todo lo que vive y ha vivido. El oxígeno respirado y cantado por los mirlos pasa por mi nariz y mi pecho y quizás mi pierna y, al salir de nuevo por mi nariz, alimenta a mis semillas recién germinadas. Estoy aquí, bien despierta, creando, sin esperar ningún Camelot, mi pequeño espacio de calma.

*La calma como el oxígeno.