sábado, 31 de diciembre de 2011

Quemando los restos del año



Por fin he conseguido sentarme en el sofá. Por primera vez, hoy. Me he pasado dos horas trasteando en la cocina y, aunque parezca idiota, ha sido este momento de puro trabajo físico, en el que vuelvo a darme cuenta de que mi mano derecha no se coordina tan mal con la izquierda, y con el tic tac del reloj (bate los huevos con el azúcar, mientras se derrite el chocolate; mete el flan en el horno, cuenta los minutos: tiempo suficiente para picar la cebolla y los champiñones, y, y, y...¿y dónde se ha metido el pinche?), lo que me ha salvado el día. Llevo el puesto el chándal, y dudo que el trajín gastronómico me deje un poquito de energía para estrenar el precioso vestido negro que me regaló mi hermana, y para pintarme las pestañas. La idea de vestirme de fiesta parece más idiota todavía, porque no voy a ir a ninguna fiesta. Tengo las uñas hechas bicarbonato, que diría un viejo compañero de trabajo, y mi ropa interior, en estos momentos, es, a ver que mire, verde kiwi.

Mi cabeza se ha pasado todo el día escribiendo. Durante todo el trayecto silencioso hacia el hospital, donde el padre de Jose vuelve a asfixiarse, y en todas las horas arduas en la sala de espera de urgencias, yo escribía. Alegatos por mi libertad. Escenas de carretera. Oraciones de acatamiento y renuncia. Una sátira contra mis ilusiones. Una carta de amor. Un acto de arrepentimiento. La crónica por horas del último día del año. Ponía una frase tras otra, y así el revuelo de emociones se iba ordenando en párrafos. Fue entonces cuando sentí el alivio de haberme acostumbrado a esta herramienta de la escritura. Era como cuando los colores y las formas se van revelando en el trocito de papel blanco que luego será una fotografía. Era mucho más fácil entenderlo todo si podía leerlo. ¿Pienso, luego existo? Escribo, luego pienso.

Quién sabe, a lo mejor mañana, creeré conveniente copiar mi escritura cerebral en este tablón de anuncios. Lo que se escribe se hace sólido. Y lo sólido es algo con lo que puedes volver a toparte. O todo lo contrario: quizás, cuando me levante, temprano, y del suelo vuelva a levantarse el viejo cuento del borrón y cuenta nueva, me haya olvidado ya de todo lo que he estado escribiendo hoy, y de todas mis caídas en la frustración y de mis ascensiones. Puede que deje de hacerme la lista, y me ponga a idear, como mandan el telediario, las revistas femeninas y las colas en el Mercadona, un montón de propósitos: escribir sin volver a plantearme si eso tiene o no sentido. Echar a la basura la corazonada de que la fiesta está siempre en otro sitio. Dejar de pensar en los amigos invisibles. Hablar sin que importe que nadie vaya a escucharme. Estar aquí, aquí, aquí. Apuntarme otra vez a clases de danza del vientre, y a lo mejor a fotografía. Darle una patada a la Doctora León.

Pero mira qué hora es. Todavía tengo que hacer una vinagreta de mandarina. Montar los capuccinos de setas y los rollitos de queso. Desmoldar los flanes de chocolate. Ponerme las bragas de putón y un vestido. Pintarme los labios de rojo. Poner la mesa. Quitarle los huesos a las uvas de la idiocia. Recibir al cansado, al buen Jose en la puerta. El año se acaba. Voy a ser humilde y a creer en los ritos baratos.


jueves, 29 de diciembre de 2011

Allí abajo


Es un tipo de frío que carece de buenas intenciones. No te pone manzanas rojas como las de Heidi en las mejillas. No te activa la circulación cerebral. No te da ganas de vestirte de muñeco de nieve para andar y andar por los campos o las calles. No te tonifica. No te curte las carnes ni te concede la ilusión de que los muslos se te van a poner ibéricos de bellota. Es un frío acusica que te machaca y te hace sentir la escoria del reino animal. Un frío sin nobleza que te hace pensar en la mandíbula monstruosa de Felipe II. En la Inquisición. Lo peor no es el peso abusivo de las mantas, que cae por la noche encima de tu cuerpo cual remordimiento, y te fija al colchón como si fueras una triste polilla de coleccionista. Ni el desgaste emocional que te provoca tener que elegir entre el horror de levantarte de la cama (si te dejan las mantas) y atravesar el patio para llegar al cuarto de baño, o morir después de que la vejiga te haya reventado y todo su contenido se haya extendido por tus tejidos, provocándote una infección generalizada. A todo eso se le termina cogiendo gusto (sobre todo si, cuando al final le echas valor y consigues sentarte en el váter de hielo, tu adorable pipí caliente libera un chorro de vaho), un poco masoquista, sí, lo reconozco. Pero lo que me crispa de ese frío castigador es que hace imposible la vida humana fuera del salón. Si cometes la imprudencia de cargar con tus bártulos de escritura a una de las habitaciones, te expones al riesgo de que se te caigan los dedos, igual que a Juanito Oiarzábal. Y lo requetepeor es que el patio deja de ser el hábitat perfecto que es en las otras estaciones.

A mí me encanta la casa del pueblo de mi madre. El nombre de “allí abajo” le llegó naturalmente, a fuerza de negociaciones. Porque cuando íbamos al pueblo en vacaciones, las distinciones familiares ordinarias se deshacían, y yo ya no comía o dormía necesariamente al lado de mi hermana, sino que pujaba por una de mis dos primas, y con ella me quedaba, ahora no recuerdo si para todo el día. Una vez hechas las parejas, tocaba la elección de campo, y entonces es cuando estallaban los “me pido allí abajo”, “te toca allí arriba”, que es como llamábamos a la casa de mi tía Agustina. Había turnos burocráticos, discusiones, rabietas y, llegado el caso, un “ale, cada uno en su casa”, que mi madre soltaba como un latigazo. Es que “allí abajo” era especial: tenía un patio con un pozo de lo más atrayente, y no había que andar con cuidado por si se descolocaban los cojines del sofá, y estaban las titas.

Sigue siendo especial. Cuando deja de rugir la marabunta, el salón es el lugar ideal para leer, con los dos sillones azules, el globo de luz aterciopelada que te cobija, y las sombras de la lámpara de fibra trenzada en las paredes. Las miro cómo se mecen, tan suavemente, y casi llego a convencerme de que estoy en El Cairo, años treinta. Las vigas de las habitaciones están pintadas de blanco, y hay libros por todas partes, y yo los espío y bato palmas. Y, además, está la cámara, que es como allí se llama al desván. Todavía recuerdo la entrada que tenía antes de que la planta de la casa se reformara por última vez, aunque creo que es mi imaginación, más que mi memoria, la que recuerda. Había un arco en la pared contigua a la puerta que salía al patio, un tramo angosto de escaleras, donde siempre, siempre estaba oscuro y, al final, una puerta, y el misterio. Yo siempre salía al patio un poco atropelladamente, con la mirada clavada al frente, no fuera que la vista se me ladeara a la izquierda, y descubriera que allí, en los primeros escalones de la cámara, me estaban vigilando unos ojos amarillos y una gran risa maligna. Pero a veces conseguíamos embaucar a algún mayor, que nos despejaba el paso tenebroso, encendía la bombilla y nos abría la puerta de todos los cuentos. Dentro de la cámara no había arcones con disfraces ni manuscritos, sólo trastos, toneladas de polvo, y un póster con una playa blanquísima que ponía JUGOSLAVIJA, bajo el cual mi tía Esperanza había montado una especie de chill out prehistórico. Muchos años más tarde descubrimos juntas que esas playas no eran una leyenda. Ah, y había también una fotografía coloreada, y enmarcada a mala fe, de mis bisabuelos, él con su cara de mejicano, y ella..., con su cara de mejicano, todavía más masculina. Quizás un día de éstos en que consiga darme al vicio del tumbao en el sofá, me detenga a imaginar el momento en que esa foto fue disparada.

Pero lo mejor de “allí abajo” era, y es, el patio. Tengo tantas fotos en la cabeza, tantos recuerdos. La bicicleta azul de mi abuelo contra la hiedra. El desaparecido 1968 que algún albañil grabó sobre el cemento del suelo, en la penúltima reforma, y que a mí, que sólo nací diez años después, me parecía un vestigio arqueológico. Mi padre, cuando todavía venía al pueblo, y yo, cerca del pozo, sentados en hamacas, contemplando en silencio una cantidad exagerada de estrellas. Las bellas cenas de verano, bajo la parra. Muchas, muchas risas con las imitaciones de Manolo. Las cuatro primas y sus juegos malvados: habíamos fundado un hospital de hormigas dentro de una caja de zapatos y, claro, necesitábamos pacientes. Aunque a las pobres espachurradas que terminaban muriendo, por muchos trocitos de hojas que les pusiéramos encima para quitarles el frío, por mucho que nos empeñáramos en recolocar el lío de patitas todavía temblorosas, les dábamos cristiana sepultura. El rubor empolvado de las uvas en sus racimos, que a veces goteaban mosto. La tía Juani fumando con la espalda apoyada en la pared, y un vaso de café en la mano. El olor de los diminutos botones de manzanilla que crecían entre las piedras del corral, antes de que allí entrara el cemento. Mi hermana y yo recolectando las semillas negras de los periquitos, ese arbusto que en el resto del mundo se llaman dondiego de noche. A lo mejor mi madre y mi tío desollando una liebre. Yo tumbada en el viejo sofá de madera, en plena siesta de agosto, investigando mi tolerancia al calor, y con el Habla, memoria de Nabokov en una mano, dándome cuenta de que en ese momento estaba fabricando a conciencia un recuerdo. Y ya en las fronteras de mi propia memoria, un cuadrado de tela de gallinero en el rincón del corral, donde, para que no me quejara del frío, siempre me dijeron que había que ir, antes de que en la casa hubiera un cuarto de baño. Y quizás, porque sigo sin saber si recuerdo o recreo, mi abuelita de algodón desplumando gallinas, mi abuela buena que me coge de la mano y me lleva a la tienda a comprarme un cucurucho de pipas.

martes, 27 de diciembre de 2011

¿Dónde estoy?


Parece ser que sólo se precisa una palabra para empezar a escribir. Venga. Haré lo que pueda, aunque mañana me salgan agujetas.

DESUBICADA. Los duendecillos de la RAE dicen esto:

desubicado, da.
  1. adj. Bol., Guat. y Ven. Dicho de una persona: Que no se comporta de acuerdo con las circunstancias y hace o dice cosas inoportunas o inconvenientes.

Yo digo esto: mmmmmm. Y esto otro: uuuuuoooo. Que, en mi diccionario, significa: interj. Gra. (Deleg. Med. Amb.): “tremendo bostezo”. Ayer, anteayer y el otro, a estas horas, yo me encontraba todavía investigando de cuántas maneras distintas mi cuerpo humano se podía relacionar con un sillón de orejas. Hoy mi circunstancia ha cambiado y, en lugar de un esponjoso sillón, dispongo de una silla giratoria de oficina. Con la cual NO puedo hacer ninguna de las siguientes cosas:

  • Empujar para atrás su respaldo para que un reposapiés invisible (¡tiene que estar por ahí escondido!) se proyecte mágicamente hacia adelante, con velocidad de pistolero, y yo pueda creer en la existencia de los paraísos terrenales.
  • Ponerme en postura fetal sobre su regazo reseco de monja mala.
  • Colocar mis dos piernecitas de mazapán en uno de los reposabrazos, sin sacrificar el bienestar de mis corvas.
  • Ponerme de rodillas para leer, con los codos apoyados en la mesa, recurrir a la frase “mira, mamá, sin dientes”.

Dado que todo mi malacostumbrado cuerpo tiende a realizar esas cosas, en esta silla, puede concluirse que, según la RAE, si me encontrara en Bolivia, Guatemala o Venezuela, estaría completamente desubicada. Pero como no sé muy bien todavía dónde me encuentro, pues me limito a la conclusión de que ni sé cómo estoy, ni apenas quién soy. ¿Vuelvo a ser un adulto responsable y asalariado? ¿De veras? ¿Ya no soy el cachorrito que antes del desayuno se mete en la cama de su mamá? ¿Ni la prima medio escritora que de vez en cuando se escaquea de su propio silencio con alguna payasada? ¿He dejado de ser esa criatura aguerrida que se atrevía a cruzar el patio de la casa (un trozo de Siberia trasplantada a La Mancha) para lavarse los dientes después de la cena? ¿No siguen girando todos mis pensamientos alrededor de mi culo (culo espachurrado tras horas de tratamiento en una mesa camilla, culo pasivo, culo-pozo sin fondo de variadas reposterías, culo con remordimientos )? ¿No? ¿Seguro?

Pues yo no estoy tan segura, a pesar del uniforme, del ruido de los coches, ahí afuera, y de que la temperatura de mi nariz vuelve a estar dentro del rango de la normalidad mamífera. Sigo teniendo gachas dentro de la cabeza, en vez de cerebro. Siguen sin pesarme, después de este lapsus de cinco días, las pocas ganas que tengo de escribir. Me sigue pareciendo un recuerdo lejano todo lo que fui antes de entrar de nuevo, el día de Nochebuena, en la casa que fue de mis abuelos maternos. Donde los días parecen semanas. Porque allí hacemos lo que hemos hecho siempre: nos reunimos alrededor del brasero, hermanas, tías, sobrinas, primas, sacamos las tacitas de colores de toda la vida, no sabemos decir que no a otra loncha de bizcocho, y bla, bla, bla, ya no vuelve el silencio hasta pasadas tres horas. Se interrumpen las actividades íntimas, como la lectura o la escritura. Se suspende la individualidad. Así ha sido siempre, desde que tengo uso de razón, y es por eso por lo que, allí, en la casa del pueblo, el tiempo, y lo que conmigo ha podido hacer el tiempo, parecen disolverse.

Y me parece rarísimo haberme despertado esta mañana en Torrenueva, Ciudad Real, después de sufrir un alud de mantas, y estar ahora en Granada. Rarísimo haber conducido un par de horas. Cuando salí de allí, después del desayuno, el mundo estaba oculto tras la niebla. No había nada más que mis dedos helados, el parpadeo del termómetro en la pantallita de mi coche, y la radio. Ni una señal que me confirmara que estaba transitando por los campos manchegos. No vi la tierra, de un rojo cinematográfico, ni la horizontalidad soberana, ni los olivos tan modestos, rechonchos, aldeanos. No vi los trigales escarchados, ni una sola de los millones de vides, que ahora, sin hojas ya, pero aún sin podar, parecen manos que se han dejado las uñas monstruosamente largas. Ni los restos de monte plantados como boinas en lo alto de alguna loma. De repente se desgarró la niebla, y yo ya andaba bajando el escalón de Despeñaperros, y ahora sí que vi, no olivos, sino olivares, olivares y olivares, no aquellos arbolitos propios de un belén, sino el ejército desmesurado que no deja hierba viva a su paso. En un abrir y cerrar de ojos, estaba en Granada, y la maleta vacía ocupaba ya su sitio en el bajo del armario. No pude, esta mañana, cerciorarme de que dejaba atrás el paisaje manchego (casi el único puerto fijo de mi infancia), antes de reingresar a esto que ahora me parece la cotidianidad de otro.

Ahora sigo esperando el siguiente paso en la mecánica de comida-paseo-comida-barullo-comida-sueño. Y mis expectativas personales siguen siendo rudimentarias. Sin embargo, es como si un gran gancho de feria me hubiera sacado de allí, en medio de la merienda, y me hubiera colocado en esta oficina. Así que tengo la ligera impresión de que estos tres días, en realidad, pasaron hace mucho tiempo. Estoy muy, muy desubicada.




jueves, 22 de diciembre de 2011

A mí me tocó el Gordo (hace tres años)


Me gusta su frente, salpicada de pecas, y tan suave que parece de peluche.

Me gusta que tenga un sueño todavía más ligero que el mío, y que se despierte, igual que yo, cuando los niños empiezan a subir la cuesta, camino del colegio, cargados con sus mochilas y sus estridencias. Adoro no tenerle el rencor propio de los insomnes que duermen al lado de esa gente a la que no despertaría ni el terremoto de Lisboa. Adoro que no ronque. Nada. Me gusta el hecho indiscutible de que duermo mucho mejor desde que, en la cama de 80 adosada a la mía, él respira muy bajito.

Me gusta cuando, al ver un partido de baloncesto, apoya los codos en los muslos. Porque hace mucho más que ver. Examina, descompone, sintetiza y vibra. Parece como si una corriente de juego le recorriese todo el cuerpo, y estuviese a punto de escapársele a través de pies y manos. Igual que el copiloto tenso que da un frenazo con su pedal invisible. Estudia la expresión corporal de los jugadores, se desgañita, narra anécdotas, desgrana la composición de equipos de los años 70. Ese territorio de su inteligencia me fascina. Lo miro, y me entran ganas feroces de levantarme del sofá y salir al rellano para presumir con las vecinas de lo listo que es mi niño.

Me gusta su cara de cochinillo (pero cómo puede alguien comprar “eso” en el Carrefour y meterlo en el horno y comérselo sin sentirse un ogro devorador de niños. ¿Es que no se fijan en sus pestañas, las orejitas, en que siempre están sonriendo, como si, en vez de en un estante frigorífico, los hubieran colocado en una cuna?). Me gusta su cara de muñeca antigua, todo ojos, boca diminuta. Me gusta que sus pestañas sean más largas que las mías.

Me gusta cuando leemos los dos juntos en el sofá, y me dice “pero qué bien estamos aquí juntitos.” Nunca antes había conseguido concentrarme del todo en la lectura cuando estaba acompañada.

Me gusta que sea un maníaco de la lavadora y el tendedero, y que baje raudo y veloz a tirar las bolsas de reciclaje justo cuando dicta la cordura, y no cuando resulta ya imposible contener la avalancha. Me gustan las sesiones “youtube” de dudoso gusto que pincha cuando fregamos el piso. Adoro cuando baila y hace el playback de este temazo.



Me gusta sus costados, blancos, cálidos y blanditos. Cuando lo cojo debajo de los sobacos, parece un bebé gigante.

Me gusta que se trague con gran interés los rollos que mi padre le cuenta sobre la pérfida mosca de la fruta y las variedades de naranjas. Adoro que siempre esté dispuesto a llevar en coche a la gente, a su casa o a hacer mandados, aunque eso contravenga uno de los pilares básicos de mi educación: “no molestes, no molestes, no molestes, así que haz tú sola las cosas y coge el autobús si te hace falta”.

Me gusta que, yendo por la calle, veamos a un tío con un puro colgando en la comisura de la boca, un abrigo laaargo de paño verde - ingeniero del Icona sobre los hombros, y todo el aire de un ministro de Franco, y que nos miremos los dos, juntando los ojos como chimpancés. Me gustan sus teatrillos: Jose, querido líder de Corea; Jose, prostituta de lujo; Jose, pidiéndole sal a la vecina; Jose, y su alter ego Jordi, el castigador catalán; Jose, el gato Ronronero.

Me gusta que le gusten las tiendas de ropa más que a mí. Me gusta lo bien que dobla los jerseys y los pantalones, justo por su raya de fábrica. Aunque todo hay que decirlo, por mucho que esto sea un panegírico, no soporto que sea un obseso por el cuidado de la ropa, y que no me deje echarle las manos al cuello después de haber comido chocolate.

Me gusta que siempre tenga buen aliento, y que sus orejas huelan a castañas. Me encanta cuando dice “Zí” y le asoma la misma puntita de lengua rosa que a algunos gatos, cuando duermen.

Me gusta que, al llegar a las ocho de la mañana a la oficina, le dé palmaditas y apretones en el hombro, cuando no en el culo, a todos los compañeros. Me gusta que siempre, digo, siempre, me choque esos cinco cuando el primer bocado de uno de mis platos todavía no le ha rozado el paladar.

Me gusta y no, porque yo soy una chica fuerte y autosuficiente, que, por mimarme, no me deje llevar las bolsas del súper ni conducir, apenas. Así que me gusta poder echarle la culpa de mi fobia al volante.

Me gusta que, prácticamente desde el principio, quisiera entrar conmigo a la consulta de mi médico de cabecera, aunque yo lo mirara como si hubiera visto al diablo. Me gusta acordarme de cuando salí de la sala donde me hicieron la endoscopia, y ahí estaba él, de pie, escondiendo su expectación preocupada tras una sonrisa. Adoro la paciencia que ha tenido conmigo cada vez que se me ha saltado el fusible hipocondríaco.

Me gustan sus piernas de galgo, de vedette, de James Stewart. Los hombros redonditos. El manojo de arrugas de sus ojos, cuando ríe. Adoro el lanugo que recubre la calva de lo alto de su cabeza, suave como el musgo.

Me encanta cuando suena el despertador a las 06:35, y lo tercero que me dice, después del “gggrggggg, suueeeñoo”, y un “te quiero”, sea “¡Arriba, patos!, que ponga la cafetera mientras yo recupero mi cara de todos los días con limpiador y crema hidratante, y que le parezca guapa aunque las ojeras me lleguen a los pies y mi peinado se parezca al del Pájaro Loco.

Me gusta la manera en la que hace reír a mi madre con sus chistes de plátanos. Adoro que toda mi familia lo quiera, porque es atento, ocurrente y tierno. Me gusta cómo Zara, una de las perras de mi padre, se vuelve loca cuando llegamos a Estepona, porque él se pasa las horas muertas tirándole piedras.

Me gusta cuando acaba un libro que le ha gustado y se despide de él, oliéndolo, acariciando sus tapas, repasando sus páginas. Me gusta cuando me aprieta la mano al apagarse las luces de la sala del cine y, con toda la ilusión nueva del mundo, me dice “espero que te guste.”

Me gustan mil cosas más, pero como en algún momento hay que parar, adoro cuando entra en casa, escondido detrás del ramo de flores XXL que, como una novia, agarra con las dos manos. Me gusta que sólo sean flores y calor y abrazos, y no un gesto rancio o funcionario.

Me gusta levantarme con él, desayunar con él, trabajar con él, comer con él, echar la siesta con él, leer junto a él, babear por Don Draper con él, cenar con él, viajar con él, dormir con él... A mí, que siempre me he cansado rápidamente de las cosas, que tan a gusto estaba sola.



miércoles, 21 de diciembre de 2011

Streaper


¿Será delito publicar esto?

A los cinco minutos de saludarme, después de un montón de días sin coincidir, me enseña sus radiografías cervicales. Me gana inmediatamente. Él no lo sabe, no lo sabe nadie, ni siquiera yo lo sabía, pero las radiografías me privan. Me embelesan y me dan grima. A eso es a lo que yo llamo morbo. El hecho de tener que establecer una correspondencia entre mi aspecto exterior y esos cimientos íntimos, y de resumir todo ese conjunto con un lacónico “yo”, es algo que me perturba. Siempre me da la impresión de que mis huesos se están mofando de mí. Es como si aprovecharan la ocasión excepcional para recordarme que, ya puedo vanagloriarme de la forma de mis labios, o construir mi memoria y mi conciencia mediante las palabras que dejo aquí escritas, que lo único que va a perdurar, dentro de cien años, será ese puñado de huesos arrinconados.

Éstas suyas me recuerdan a alguien. La risa sardónica. El ángulo gallardo de la mandíbula. Los huesos, que parecen de gelatina. La verticalidad de las vértebras, (mal) rectificadas. Claro, me recuerdan a mis propias radiografías. Si no fuera por el implante en la dentadura, me costaría diferenciar sus interioridades de las mías. Vaya, vaya, vaya. Vistos así, no somos tan distintos. Por debajo de los cornetes problemáticos de tu nariz, de mis pestañas de puntas rubias (la única rubiez de mi cuerpo), de tu barbilla un poco partida, de mis ojos algo saltones, podríamos pasar por mellizos. Tú, yo. Todos.

En fin. He echado mano de esta introducción lúgubre y sabihonda porque no sabía cómo empezar a hablar de lo que llevo queriendo desde hace una temporada. Casi desde el mismo momento en que este coche arrancó. La intimidad y el impudor. Tachán. Como no lo sé todavía, y me parece un abuso perpetrar otra maniobra dilatoria, comenzaré diciendo que, desde el día de mi cumpleaños, tengo unas cuantas palabras atrancadas en la garganta. Ya huelen. Desde que una persona de mi familia con la que no hablo casi nunca me dijo por teléfono que, vaya, en el blog contaba muchas cosas de mi vida privada. Era esa misma persona que va diciendo por ahí que el salto repentino que he dado, desde entonces, de la reserva más absoluta de lo que escribo a esta ansia maligna de visibilidad e interacción, es digno de estudio (psicológico). No supe bien qué responder, no sólo porque mi agilidad mental no va a ganar nunca medallas de oro, sino porque me dio la impresión (seguramente falsa), de que me estaban echando un cordial rapapolvo.

Dejad que os diga una cosa, a los (pocos) lectores que no compartís conmigo material genético: mi familia nunca ha descollado por su expresividad verbal. Voy todavía más allá: mi familia, así, en general, nunca hace muchos aspavientos de lo que siente. No creo haber escuchado nunca a mi padre manifestar alguno de sus deseos o frustraciones. No recuerdo haberlo visto llorar. No es que su corazón sea de piedra, que no, sino que es mudo. Y de mi madre, ¿qué digo de ti, mami? Que no hace mucho le diste un beso en el hombro a tu hermana, sin venir a cuento, y que te pusiste inmediatamente roja de apuro. Que tu padre no toleraba las risitas cuando estabais todos reunidos en torno a la parca mesa. Que, por lo que me has contado, era rígido hasta grados talibanes. Que yo no sé por qué, si con ¿cuántos, catorce, quince años? te fuiste a la monstruosa Madrid a servir en una casa señorita, y si te casaste con diecisiete, confías más bien poco en tus propias posibilidades (y no me digas que no). Que nunca me has contado si me hablabas mucho, algo o nada cuando yo era un bebé.

No hacen falta más ejemplos. Simplemente, en mi casa el exhibicionismo emocional no está muy bien visto. Pero no sólo allí. Yo, que, sin ser hiperactiva, tiendo un poco a la desconcentración, tengo la mala costumbre de, contando con mil libros interesantes en mis estanterías, leerme de vez en cuando, así, con la cascarilla del cerebro, un puñado de artículos del suplemento dominical del periódico. Pues bien, me empieza ya a mosquear la frecuencia con la que me topo con alguna exquisita firma desbarrando contra el auge de la ostentación de la vida privada auspiciado por el maligno Internel. La democratización de la impudicia, bla, la algarabía grosera de las intimidades, bla, bla. La masa, que se ha apoderado de los puestos privilegiados del periodismo o la literatura. Bla, bla, bla. Un señor siempre estupendo escribe en su blog (vaya, ¿no quedamos en que no tenías ordenador?): A veces me pregunto si es que ya casi nadie tiene interés en resultar misterioso y guardar secretos. No sé, yo leo eso y me viene el olor vampírico de Cayetano Martínez de Irujo. A esa pose la he bautizado como el complejo Bogart. Consiste en hacerle entender al mundo que uno es tan especial que su sombra dobla las esquinas un minuto antes que sus piernas. Que llegar a trabar un conocimiento sobre esa persona es una misión llena de aventuras y riesgos, como la del Arca Perdida.

Particularmente, yo le veo cada vez menos interés al hecho de resultar misteriosa. Se me ocurren dos razones para ello. Una, que siempre ha tenido una conciencia aguda de mi propio retraimiento. De pequeña fui tímida hasta extremos hospitalarios. No soportaba que mi madre me mandara a comprar pan. No toleraba llamar por teléfono a alguien que no conociera. Nunca he tenido un millón de amigos (hip). Por eso sé lo que es que dentro de ti se esté desarrollando una jungla de sensaciones, de percepciones, de deslumbramientos causados por mil y una bellezas y temblores, y sentir que todo eso, denso, jugoso, viscoso, te ahoga y te estrangula, porque no tienes a quien revelárselo, y si acaso lo tuvieras, carecerías de las estrategias expresivas necesarias para llevar a cabo el acto bendito de la comunión.

Y dos, ¿quieres misterios? Por dios, eres escritor, eres licenciado en Psicología. ¿No te has dado cuenta de que, por mucho que hablemos, por mucho que parezca que nos desnudamos, la oscuridad siempre gana la partida? ¿Acaso yo soy ni más ni menos lo que digo? ¿No hay nueve palabras ocultas por detrás de cada una que se pronuncia? El misterio de ser está siempre ahí, a poco que rasques. Aunque por encima lo hayamos pintado con mil capas de palabras.


martes, 20 de diciembre de 2011

A veces, un fantasma


Últimamente me pasa. Voy por la calle a la manera de siempre, distraída con nada o concentrada en la manera de caminar de alguien, con una atención un poco psicópata. Durmiendo despierta o rastreando argumentos en la manera como se saluda la gente. Voy así y, de repente, me confundo y la veo. Nuestras miradas nunca se cruzan, pero es ella, yo la veo, estos ojos, que hasta hace un momento trataban de leer un sentido en el guirigay de la ciudad, la están viendo. Casi estoy a punto de llamarla. Siempre me quedo a las puertas del casi. Porque se trata, por mucho empeño que me ponga en olvidarlo, de una ilusión efímera. Estoy demasiado entrenada en la disciplina de la razón. Claro, era sólo una cuestión de perspectivas. Ahora, a esta altura, ya no se parecen tanto. La figura que me había engañado vuelve a recuperar su anonimato. La pobre, ignorante de las repercusiones que la forma de su cabeza, o su manera de andar con los hombros un poco encorvados, o su olor, han suscitado en una desconocida, sigue su historia particular y su camino. No, no era ella. Porque ella, mi tía, siempre está muerta.

Por ejemplo, hace un par de semanas, creo. El sol de las 09:40 me daba en la cara. Tenía derecho, pues, a confundirme. Y ella también puso de su parte. Caminaba delante de mí, y tenía su mismo corte de pelo, moldeado por la almohada de un par de noches, el tinte rojizo, abrasado en las puntas hacia el naranja, que supo de días, hasta de meses mejores. Una trenka fina, con capucha, otra vez roja, yo diría que la misma que espera en mi armario a que la próxima mañana de excursión amanezca llorona. Sí, es verdad de la mano llevaba una correa atada al cuello de un perro demasiado inglés, demasiado elegante. Y quién esperaría eso de ella.

Quizás alguien que no la conociera desde hace mucho tiempo, que no fuera de la familia, alguien que hubiera visto por compromiso una de las fotos de uno de los chuchos que en los últimos tiempos capturó con su móvil. Porque el caso es que a ella, de siempre, los animales, ni fu ni fa. Hasta que se encontró con aquellos perritos en Jimera, adonde tantas veces se refugió cuando la carga de desaliento se volvía intolerable. Jimera de Líbar, nombre de fábula. Allí consiguió disfrutar, al menos al principio, un poco de calma. Alguna vez se me ha pasado tímidamente por la cabeza la idea de coger el tren que llega hasta Algeciras, el maravilloso tren que salta entre sierras y corretea, sin mucha prisa, gracias a dios, en paralelo al río Guadiaro, el tren que para en Jimera. He pensado que podría bajarme en la estación diminuta, admirar su porche con el friso azul y las macetas, que tanto me recuerda a un relato ambientado en algún pueblo miserable de Oklahoma, o a un patio de Córdoba. Podría calcular si la distancia que separa la estación del pueblo es asequible para mis piernas. Podría dejar la mochila en el único hostal, quizás en la misma habitación en la que ella se alojó la primera vez que puso los pies en el lugar y, antes de tomarme un café frente al fuego de la chimenea, bajar de nuevo hasta el río, y seguir una de las sendas que puede que a ella le dieran sosiego. Podría escuchar el viento azotando las castañuelas de los álamos, y decirme, un poco borracha ya de tanto verde y tanto rocío, que, vaya, si su voz no hubiera sido tan ronca, si no hubiera tenido un tono tan bajo, quizás hubiera podido dejarme llevar por la ilusión de que ese rumor vegetal que estaba escuchando llevaba todavía prendido entre sus notas un poco de su voz, que ella, de alguna manera, me estaba hablando y, esta vez sí, yo le prestaba una profunda atención. Fantasías memas y paganas que tiene una, de vez en cuando.

La foto me la han prestado aquí 


Y ayer, en la biblioteca. Yo estaba merodeando por la sección de literatura anglosajona, muy modosita, con el abrigo de una tonelada revéntandome el brazo. (Los recortes se habrán cebado con la partida para novedades, pero han pasado olímpicamente por alto la del gasoil para calefacción). Miraba los lomos de los libros por pura adicción, porque me había propuesto no sacarme esta vez ninguno, que ya bastantes tengo empezados encima de la mesa de casa. Entonces la olí. Era esa mezcla indeleble de pelo no demasiado aseado, Ducados y desodorante Dove. No puede ser. Fíjate en los libros, Silvia. John Banville, Saul Bellow John Berger. No mires al bulto de tu izquierda. No puede ser.

(La última vez que estuve en la casa del pueblo olfateé el sillón azul donde ella siempre se repantigaba, con los párpados bajos y fruncidos, y una jaqueca acechante por si acaso tocaba preparar la cena. Pero su olor ya no estaba. Las cosas son infieles por naturaleza. Su olor ya sólo se conserva en un puñado de memorias. Eso creía, hasta ahora)

Está ahí, cada vez más cerca. El olor que impregnaba inevitablemente su casa, sus ropas y sus sábanas. Yo me he deslizado hacia la F. Su olor se detiene frente a la esquina de la A. También a ella le gustaban especialmente esos libros que el bulto puede que esté sacando de la estantería. Auster. Amis. Había olvidado que una vez saqué un libro, no sé, quizás era de Julian Barnes, y cuando pasé rápidamente sus páginas, para ver si tenía dentro alguna anotación, o el recibo del lector anterior, que es una cosa que me hace una ilusión tontísima, me encontré con uno que llevaba su nombre. Anda, pero qué casualidad, si nunca me ha dicho que le gustara este colega. Le hizo la misma gracia que a mí, cuando se lo conté. Ahora me pregunto si quedará algún otro libro de esta biblioteca que conserve todavía un rastro suyo. Me pregunto cuántos de estos libros tendrán en sus lomos las huellas de gente muerta. Faulkner, Fitzgerald. El bulto se acerca lo suficiente como colarse, sin que yo pueda impedirlo, en mi visión lateral. Lleva una falda plisada de estampado escocés y unas botas de tacón que no hacen juego con el olor de mi tía. Ahora sí, la miro sin reparos, la nariz chata, la pinta de haber comprado todo lo que lleva puesto, y todo lo que posiblemente llene su casa, en las tiendas de los chinos, un coletero fucsia que le queda grande a su coleta anémica, el aire me parece que desvalido. Me dan ganas de pedirle explicaciones: “Oye, perdona, no hay dos personas que huelan igual. ¿De dónde has sacado tú el tuyo, eh?”

La última vez que estuve en la casa del pueblo, hace un año, muchas de sus cosas seguían dentro de los fardos que preparamos con grandes bolsas de basura, al desmantelar su piso de Granada. Quiero creer que, si queda alguno de ellos, y si lo abro, su olor volverá, intacto, a identificarse con el que guardo en la memoria. Quiero tener al menos esta seguridad: que voy a encontrar una huella genuinamente suya, y no una azarosa copia.

lunes, 19 de diciembre de 2011

Mensaje urgente de la Doctora León


Estimados lectores:

Me tomo la licencia de dirigirme a ustedes para comunicarles que Silvia, la autora de este blog, ha decidido acudir a mi consulta de Psicología Chorra para someterse a una terapia de choque, a raíz de su último episodio de desconfianza en el quehacer escrituril. Es por ello que el mencionado blog queda en mini-cuarenterena hasta nuevo aviso, el cual, no vayan a echar las campanas al vuelo, se dará mismamente mañana.

Mientras tanto, mi paciente me solicita que publique en su nombre el ejercicio de apaciguamiento que ayer, cuando trabamos contacto, consideré necesario prescribirle, teniendo en cuenta el estado de tontunería tremendista en el que se encontraba. Tal ejercicio, que puede considerarse el punto de partida para la terapia, no tiene más objetivos que el de abstraer al paciente de la marea de pensamientos poco racionales en el que él solito se ha metido, así como el de engañarlo un poco para que se crea, a lo bruto, que la vida es una chuminada fácil de llevar. Para ello, se le propone la realización de un pequeño test banal, cuyos efectos pueden compararse a las cápsulas dulces usadas como placebo en experimentos de más envergadura que el que yo me traigo entre manos con esta tonta del culo quejica malcriada que no tiene ni idea de lo que es y lo que quiere, y qué desgraciaíta, gitana, tú eres, teniéndolo tó, y yo, ¿yo a quién acudo? ¿Por qué no me llegan más que putos treintañeros frustrados a la consulta, que no permiten que una se luzca y saque las posibilidades profesionales que lleva dentro y que todos estos títulos enmarcados que ven a mi espalda certifican? ¿Para cuándo un buen trastorno obsesivo compulsivo, o unos delirios como la copa de un pino? ¿Quién me ayuda a mí, eh, eh, quién me saca de estas grisuras de segundo de carrera?

PEQUEÑO TEST DE APACIGUAMIENTO MENTAL

  1. Una vez que usted, paciente, esté bien instalado en el diván y haya realizado los cinco ciclos de respiración Pranayama, trate de escuchar atentamente con el oído de la mente una canción que le ponga inmediatamente de buen humor:

¿Una sola? A veer... Me cuesta concentrarme. Es un poco duro este diván, ¿no? ¿Es del Ikea? Una canción... Pero, verá, doctora, no es que yo dude de sus métodos, pero creo que es mejor que le cuente las sospechas que tengo de que la escritura no sea mi pasión verdadera, ahora que las tengo frescas. ¿Otras cinco respiraciones? Es que no me entero bien si tengo que contraer el diafragma o expandirlo. Vale. Propongo esta canción, entre mil:




Doctora, le presento a Scott Mathew. La voz de este tío con pinta de dormir en los cajeros me licúa hasta las uñas. Y el ukelele. Por favor, sería capaz de asar un pavo de ocho kilos esta Nochebuena, nada más que para coger a Scottie de la mano, sentarlo a mi mesa, y ponerle una copita de vino decente que, acostumbrado como debe de estar al Don Simón, le nublaría el entendimiento, de manera que se pasase toda la noche tocando villancicos outsiders en el ukelele.

  1. Recuerde la última vez que, en medio de la más grasienta tarea cotidiana, usted se maravilló:

Mmmm. Déjeme enseñarle una foto.

Donde viven los madrugones

Verá. Fue este sábado por la tarde. Los dos compañeros con los que he trabajado este fin de semana se fueron a perimetrar incendios al campo, y yo me quedé en la oficina, atareada con un informe al que había sido incapaz de meterle mano la tarde anterior. Me saqué un capuccino de la máquina, un capu-chino, quiero decir, de lo malo y falso que era. Pero hacía unas volutas de los más cine negro, y me calentaba el buche cada vez que, absorta como estaba en el informe, me echaba un trago. Estaba tan inmersa en mi tarea que no me dio tiempo ni para imaginarme como una periodista en medio de la vorágine del caso Watergate. De vez en cuando me llegaba, amortiguado, el grito jubiloso de alguno de los patinadores que en ese momento estaban machacando la pista de hielo que han montado al lado de la delegación. No soy yo la única que ve películas. Entonces, levanté la vista del ordenador y, oh, la oficina estaba ardiendo. O, mejor, lo que era un espacio abigarrado de materiales dañinos para el sistema inmunológico, y carente de alma, se había convertido, de pronto, en oro puro. Fue como uno de esos trucos efectistas que tan bien se les daba a los viejos egipcios y a los guionistas de Indiana Jones, esos en los que, un solo día determinado, un rayo de sol resbala por la narizota del faraón de turno, por su barriga de piedra, hasta posarse a sus pies, solo un momento, y luego todo vuelve a ser, hasta el año siguiente, oscuridad y moho. Fue, en la oficina, como si el planeta hubiera desandado sus pasos y me hubiera regalado un solsticio de verano, para mi sola. Fue algo litúrgico.

  1. ¿ Y qué me dice de su cuerpo? ¿Es usted capaz de recordar la última vez en el que le prestó atención el tiempo suficiente como para sentirlo realmente vivo?

Ésta es muy fácil, doctora. Puedo responderle en gerundio. Ahora. No hace falta siquiera que le preste atención para notar que mi cuerpo está despierto. Me lo están chivando las agujetas. En el culo. En los cuádriceps femorales (muslazo por detrás). En los pectorales. A este paso se me suben las tetas a la garganta. En el músculo colgandero (para otras, no para mí, con perdón) del brazo. El body pump me tiene renqueante pero bien avisada de mi condición carnal.

  1. ¿La última vez que se dijo “esto lo he hecho bien”?

Muy fácil, también. Anteayer. En la misma mañana preparé un guiso de alubias de La Granja con calamares y langostinos, y mis primeros crepes, que rellené de crema de salmón (recomendable para despiporres navideños sin remordimientos). Después de un atribulado “pero cómo se me habrá ocurrido esta tontería de los crepes, si trabajamos dentro de un par de horas”, me dije “venga, Silvia, sin miedo, a lo mejor alguno no se pega a la sartén. Al menos hay pan y queso de emergencia”. Pues no tuve que desechar ni el primero. Lástima que no pueda fardar de fotos. Pero tengo un testigo.

  1. Para acabar, ¿ puede usted rememorar la última ocasión en que se sintió en sintonía con el mundo?

Puedo, puedo. También sucedió anteayer (vaya, el sábado no pasó nada que se pueda calificar como vibrante, y sin embargo...). Estábamos en pleno festín crepero, cuando Jose, que se sienta frente al balcón, preguntó: “oye, pequeña, ¿eso es una tórtola o un cernícalo?”. Cogimos los prismáticos (deformación profesional) y, efectivamente, era un delicioso cernícalo, ese animalillo que parece una miniatura persa, con su cabeza redonda y azulada, el piquito como de Betty Boop, y el lomo color teja. Estaba posado en uno de los tabiques que quedan del viejo Cuartel de las Palmas, que se erigía justo enfrente de mi casa, dándose, a su vez, un festín. A simple vista podíamos ver cómo, al agachar la cabeza, se levantaba una nube de plumas. La lente revelaba el gorrión que tenía agarrado entre sus patas. Estaba, tras el cristal, tan cerca de nuestros platos, que casi parecía que compartiéramos mesa. Los tres juntos, atareados, intuyendo que no hace falta mucho más que el alimento para estar vivo y risueño.

(Me veo en la obligación de aclararles que, respecto al caso de la paciente en cuestión, este ejercicio logró cumplir los objetivos para los que fue programado)

sábado, 17 de diciembre de 2011

La Era del Bombero

(Bien, bien, me pongo el traje de arqueóloga (la pala para quitar los días, la brochita, y un sombrero de paja para no pasarme de tueste) y empiezo a desenterrar restos de la Era del Bombero)

Un brazo color ante asomando por la ventanilla del camión amarillo, tan necesitado de desguace. 
 
Miguel corriendo a última hora de la tarde. A su paso un pueblo blanco del interior de Cádiz se transforma milagrosamente en playa.
 
Miguel y su compañero – de aspecto más inequívoca y fornidamente bombero -, apostados junto a su camión, dispuestos para la emergencia, en la noche de clausura de las fiestas del pueblo. Los dos con la vista puesta en los fuegos artificiales, desmintiendo un poco su uniforme y su marcialidad. 
 
Paseando al perro. Comprando leche. 
 
Un primer plano de sus ojos hundidos, ojos de algún Homo cazador, silvestre, elástico y callado.

Fregando los platos – un plato, un vaso, una cuchara – junto a la ventana de su autocaravana. Sí, para más inri, su casa es una autocaravana, como si hubiera estado entrenándose para la leyenda. 
 
Y dentro de la caravana, la sorpresa tibia de un viejo periódico doblado, una modesta nota de hogar en ese espacio inmaculado y milimétrico como un Palacio de Congresos, y unas zapatillas de estar por casa, lo que parece ya un chiste surrealista, y unos cuantos libros, Bukowsky, Baudelaire, Benedetti, ¿qué pasaba, es que leías por orden alfabético?

El olor del champú que usaba, que todavía no he podido identificar, y mira que por entonces abrí botes en los supermercados para ver si me encontraba con su olor embotellado.

Miguel, coleta rizada, cuerpo de príncipe de Creta.

Lo que me recuerda que pronunciaba la palabra “princesa” igual que el héroe de una película pasada de moda, y a mí no me chirriaba. Antes de besarme la primera vez, me rozó con los dedos la mejilla, y yo me sorprendí: no me esperaba que el desenlace previsible resultara al final tan delicado (esto ya os lo había contado, pero viene de nuevo al caso. No creáis que me estoy volviendo senil y que sigo comiendo de mis viejos, ejem, éxitos).

La tarde siguiente al beso, cuando volvimos a mi casa después de comer a horas intempestivas una tapa de ensaladilla rusa y una tarta, colocó la cabeza en mi regazo, y se puso a hojear uno de mis libros. Eran las Greguerías de Gómez de la Serna.  Su forro polar azul marino estaba húmedo de lluvia, y yo le acariciaba la cabeza. Ronroneaba. Le gustaba que mi casa diminuta no tuviera puertas. No tenía teléfono. No había quien lo cazara. Iba de acá para allá, desvinculado. Era amigo del cantante Quique González, con quien compartía la manida épica solitaria de sus canciones. No era capaz de hablar de su tarea en los accidentes de carretera. Sí se acordaba de cuando sacó a una mujer del río crecido al que ella se había arrojado, de sus ojos de terror y de alivio. También del fondo del mar gaditano, sembrado de ánforas, que conoció cuando trabajaba de buzo en el Centro de Arqueología Submarina de La Caleta. Bebía ron negrita. Ligaba en la discoteca un poco sórdida del pueblo. Representaba un papel tierno, antiguo y cortés, que yo creo que hasta él mismo se creía. Una chica le había marcado a fuego el corazón y, desde entonces, siempre se acercaba a las que le recordaban de alguna manera a ella. Se consideraba, riéndose de sí mismo, un desahuciado en asuntos de amor. Era grácil.

Y era casi un producto de mi imaginación comodona. Me hubiera gustado llegar a conocerlo. Yo me inventaba excusas para pasar una y otra vez delante de su caravana, y cuando lo hacía, aceleraba el paso, esperando con todas mis fuerzas que él me diera el alto. A lo mejor daba una imagen altanera e indiferente, cuando lo cierto es que estaba rígida de miedo. No le saludé, nunca fui a visitarlo. Debería haber sido más vieja cuando lo conocí, más experta.

La última vez que le vi llevaba una camiseta muy usada, de un color rosa suave, como un canto rodado. Eran las ocho de la mañana y el sol le daba en la cara morena. Lo vi hasta que se hizo pequeñito en el retrovisor del Land Rover que conducía mi compañero Manolo Segovia. Lo último que me dijo fue “Cuídate”. Se había dado la vuelta rápido, y su perro chico le iba mordiendo los tobillos. Dónde andará ahora. ¿Se habrá cortado el pelo? ¿Tendra una casa quieta?

(Después de escuchar el resumen que le hice sobre la Era del Bombero, Jose se alegró, con nostalgia para consigo, de que hubiera vivido otras historias antes de la nuestra, porque todas ellas, seguro, me habían aportado algo y me habían hecho más rica. Que qué me aportó aquella historia. Cosas que no menciono porque suenan cursis. La pena del destiempo. Las ganas de carretera. Darme cuenta de lo desvalida, tan romántica, tan cobarde, que yo era)

viernes, 16 de diciembre de 2011

Matrioskas

En cuanto nos quedamos solos, conectamos instantáneamente a través del humor. En pocas horas nos hicimos amigos. Pasaron unas semanas, y cuando yo me lancé, nos hicimos, (qué nombre le damos a aquel remolino de achuchones, ternura y ojos burbujeantes) amantes. Al rato éramos novios. Una aventura inédita para los dos. Conocí a sus padres, conoció a los míos, empezamos a convertirnos poco a poco en familia. Metió su ropa como pudo en mi exiguo armario, y algunas de sus costumbres en mi espacio. Y entonces, tras un concurso de traslado, empezamos a trabajar juntos. La gente, al enterarse, torcía la boca o, directamente, se echaba las manos a la cabeza. Mi madre. Amigos. “Eso no puede salir bien”, decían con una voz experimentada de cirujano, como si alguno de ellos hubiera pasado alguna vez por la situación. No quise recordarle a mi madre que, bueno, su señor esposo, con el horario de trabajo que tenía, no es que pasara mucho tiempo en casa, y mira tú cómo acabó la cosa. Pero, en nuestro caso, no había razón para la alarma. Día a día vamos ganando la partida. No tenemos más ases en la manga que el de respetar, con más o menos seriedad, el papel que nos toca en cada momento. Ahora somos colegas de oficina o monte, ahora camaradas de barra de bar, ahora él me regaña porque ando descalza por la casa, y yo porque, cada vez que se peina, llueve sobre las baldosas del cuarto de baño.

A veces es inevitable que un par de esos papeles se solapen. Sucede cuando después de la jornada de trabajo volvemos a casa andando de la mano, con la barra de pan que acabamos de comprar, y nos damos un besito, y la gente murmura, al fijarse en mi exigua melena o en nuestros uniformes, “cuchi, dos picoletos gayes dándose un pico(leto)”. O como anteayer, cuando el trayecto en el coche oficial se nos hizo corto, absortos como íbamos en una charla inocua y ligera sobre el intercambio de parejas, tan amiguetes.

También es verdad que hay ocasiones en las que nuestros diversos papeles se enganchan en cierto punto, y falta poco para que la cosa se encrespe. Un ejemplillo: esta tarde volví a suspirar, medio en broma, medio en serio, cuando pasamos a la orilla del parque de bomberos de Alhama. Joder, tía, me dijo, qué cutre eres, mitificando a los bomberos. Y tú qué, con las japonesas, me reí, sólo que yo tengo una razón: mitifico a todos los bomberos porque hubo un tiempo más bien largo en el que tuve mitificado a un único bombero. Él me miró. El coche dio un quiebro por la recta de la carretera. No me habías contada nada. Claro que sí, el bombero de Jimena, estaba requetenamorada. No. Cómo que no. ¿No? No (un diminuto silencio). La has cagado, con un histrionismo intencionado en la voz. Idiota (Otro pequeño silencio). ¿Te has mosqueado? Anda ya. Sí. Quee noo. ¡Sí, te has picado! Pues no es justo, sabes, no puedes hacer como esos padres que van de supercolegas de sus hijos y luego les echan un sermón escandalizado sobre las pegas de la promiscuidad. Eres una dramática. Y tú tienes celos retrospectivos. Punto y seguido. Luego hicimos nuestro trabajito, y ya de vuelta, por la autovía, el tiempo volvió a acortarse mientras le resumía a Jose aquella historia arcaica de Miguel, el bombero.

Un resumen de alumna competente, sin jugo ni efectos secundarios. Me limité a los hechos puros y a dar un par de trazos al boceto del personaje. Condensé tanto, dejé afuera tanto. Por supuesto que sin ánimo de censura. Me pareció simplemente natural que aquel rastro de emoción que continúa latente, así, en abstracto, siguiese siendo mía. Jose, mi amigo, me escuchaba atento, y sonreía ante mi timidez al hablar. Jose, mi amor, se conmovía al imaginar a las Silvias pasadas, y con una caballerosidad regia, quería identificarse con el bombero. Él todo lo comprende, y todo lo acepta. Y en ese momento deseé que me contara historias similares. Hubiese sido una bonita prueba para mí, poder estudiar el efecto en mí de su relato. Si mi esófago se anudaría con discreción. Si me sentiría desplazada de la escena narrada. Si me iría tornando borrosa a sus ojos, mientras él hablaba. Si aceptaba con deportividad los brasas de una ilusión pasada. Si era capaz de aceptar mis propias teorías en boca del otro: que cuando uno ha querido, pase lo que pase después, no deja nunca de querer del todo. Que las distintas capas del amor, o lo que sea, se van amontonando, y a veces pueden mezclarse en un todo insoluble. Que lo que pasó no termina nunca de estar pasando, y que pocas historias acaban, así, a las bravas, con un FIN.

No creo que nadie, ni mucho menos él, pueda sentirse amenazado por una teoría semejante. La mayoría de las veces, cuando recuerdo episodios o etapas pasadas de mi vida, pienso por inercia en lo que, diablos, he cambiado desde entonces. No, no, para nada, ni mucho menos soy la misma persona de antes, eso es lo que me digo, cuando la pereza mental me puede. Pero, conforme pasa el tiempo, y paso por lugares que siguen vibrando, cargados con mi propia energía sentimental, húmedos todavía de mis fluidos, me voy dando cuenta de que lo que soy ahora no ha aniquilado lo que fui antes. Mis huesos de los quince años no sustituyeron a los de los cinco. Y yo no soy una, sino una sucesión. Como un juego de matrioskas. La niña que fui, la adolescente huraña, la jovencita tímida, siguen ahí, estratificadas en mi propio yo, recubiertas por un montón de días, y también de un poco de humor y de aceptación, y quisiera que de discernimiento. Y cada una de ellas sigue respirando bajito, y poblando aquellos lugares de presencias que ahora, hoy, no son más que fantasmas, y sintiendo lo que entonces les tocó sentir. Yo sé, de un modo difuso e inequívoco, que esos sentimientos sólo pueden enriquecer mis sentimientos actuales. 

Las he sacado, no de Rusia, sino de aquí
 

Pero todo esto es difícil de explicar dentro de un coche oficial en marcha, así que mi gatito, mi amigo, mi compañero, se quedó sin saber muchas cosas sobre aquél que ya no es más que un personaje. Quien quiera saberlo, tendrá que esperar al post de mañana (Estrategia Sherezade)

martes, 13 de diciembre de 2011

De cuando al director de ahí adentro se le va la olla

 
Podría hablaros de mi vuelta a Granada y al cole forestal. De cómo me negué a lloriquear. Y mira que la tentación era fuerte. Para empezar, es lo primero que aprendí a hacer en la vida. (Lo segundo, que el lloriqueo puede ser explotado en beneficio propio con muy buenos resultados). Y para terminar, la niebla nada glamourosa, y la gente apretada de abrigos, y el dolor de vieja de noventa y tres años que se me mete debajo de las uñas cuando hace frío. Pero no, no me he quejado en todo el día. Igual que ayer no quise darme cuenta de lo bajo que es el techo de mi pisito, y lo diminuto que es, y lo que se parece a una nave de exposición de puertas y maderas hiperbarnizadas y lo recriminatoria y malaje que es la luz de la cocina, con qué saña apunta a esos rinconcillos dulcemente acolchados de grasa (que no son tantos, mamá, de verdad). He sabido recuperar rápidamente mi rutina urbana y doméstica. Supe automáticamente cuánto tenía que alcanzar el brazo para alcanzar el bote de sal, o en qué estante de la nevera, cuyo ronroneo reconocí enseguida, podía encontrar un yogur de kiwi, sin miedo a equivocarme. Al mismo tiempo, la cocina de la casa de mi padre estaba ahí mismo, detrás de las superficies de contrachapado, o como quiera que se llame ese material absurdo tipo hoja de plátano con mucho más barniz que recubre los muebles de esta cocina mía. Sólo tenía que rascarlo un poco para que asomara el brillo céreo de aquélla que tanto me recuerda a un cuadro holandés. Pero, a pesar de todo eso, tampoco comparé. Ni me olvidé de los días tranquilos. Ni desactivé mi suave yo occidental con un clic y un mal rayo le parta a los ziríes por fundar una ciudad justo debajo de un monstruo nevado. Soy la misma de ayer en Estepona. Lo repito. Soy la misma. A vosotros os parecerá que la región frontal de mi encéfalo se ha congelado. Pero a mí me inquieta un poco semejantes cambios de registro. A veces me resulta difícil de digerir que esta historia de aquí y la de allí o las de mucho más allá o entonces puedan estar sostenidas por una misma arquitectura física, o que la gente que dejo de ver en mi inmediatez, inmersa en su propia esfera alejada de la mía, conserve su entidad. Ya lo sé, son cosas de niña chica que se tapa los ojos delante de todo el mundo y se cree que ya está escondida. Pero...No doy para más.

Y es por eso, porque no doy, y porque la camita se me está insinuando de mala manera, que os voy a dar un poquito la murga con los sueños. Ah, pero qué pereza, la narración de los sueños, la propia y, sobre todo, la ajena. Atención, Frase: “Por su naturaleza autónoma respecto a la del que los sueña, o los recibe, los sueños se corrompen cuando son forzados a adaptarse a la gramática de la mañana” (esto, es mía. En serio, boqueo como un besugo, de sueño que tengo). Su relato resulta tan risible como las traducciones literales que componen algunos programas informáticos. Siempre me digo que la gente debería tener el suficiente decoro como para guardárselos, pero a ver quién se resiste a compartir la extrañeza. Uno se ve tan solo frente a la invasión exagerada de los sueños. Ese mundo completo se presenta descaradamente delante de tus ojos, te roba ecos de los personajes, situaciones y sucesos que han conformado tu vida, y los revuelve a su antojo. Quita un brazo de aquí, lo pega a las piernas de allá, pone el engendro en un hábitat inaudito, y ahí tienes tu sueño.

Si desconfío en general del relato de los sueños, directamente huelo a basura cuando ese relato está desarrollado hasta el delirio (me acuerdo de los de alguien en concreto, que parecían episodios de una adaptación televisiva de Lo que el viento se llevó, con personajes austrohúngaros). O cuando los sueños son recurrentes, y el que sueña va desgranando los detalles antiguos, esperables, como quien lee por decimotercera vez una novela. O peor, cuando el sueño recurrente va evolucionando noche tras noche, y desvelándose hasta su desnudez completa, como una Salomé. Mi desconfianza quizás sea un poco cateta. Es la misma que la que despierta el forastero en un pueblo de la meseta. Porque mis sueños no se muestran tan elaborados. No son cuentos góticos. De hecho, no son cuentos en absoluto: no hay trama ni argumento, sólo viñetas más o menos independientes que hacen la guerra por su cuenta.

Yo no puedo hablar de historias oníricas recurrentes, ni de paisajes abigarrados que se repiten hasta el mínimo detalle, pero sí de ciertos motivos o atmósferas que han adquirido una apariencia de familiaridad, a fuerza de presentarse aleatoriamente en mis noches. Que quede claro que me niego en redondo a interpretarlos: las autopsias psicoanalíticas de los sueños merecen ocupar un escalón en el podio de las grandes tomaduras de pelo inventadas por la especie humana. Allá voy con unos cuantos (que se me está agotando el decoro):

  • En la cima de la superrecurrencia, y de la ilusión de realidad, se halla la caída de dientes. Uno a uno, o en bloques de dos o tres. Con o sin sangre. A veces acompañados de trozos de mandíbula inferior. Una vez incluso soñé que se me caía un trozo de cráneo: cuando fui a abrir los ojos, tan apretados que dolían, frente a un espejo, para mirarme los sesos que habían quedado al aire, me desperté. El colmo de lo desagradable fue cuando soñé que los dientes que todavía quedaban fijos en las encías masticaban a los que se habían soltado, y que me atragantaba con ellos. Asqueroso. Me espanté cuando Antonio me contó que su hermana soñó lo mismo. Fue como andar de noche por el pasillo de tu casa, y encontrarte de pronto enredado en una tela de araña gigantesca. Es un sueño que, no hace ni falta decirlo, me provoca una angustia fabulosa.
  • Sueño muchas veces también con la sensación de encontrarme en las alturas y no poder franquearlas. Voy corriendo agradablemente por tejados (no es una huida), hasta toparme con un vacío que no me atrevo a saltar. O abro la puerta de una casa, y el balcón no está tapiado. La puerta se cierra tras de mí, y yo me quedo paralizada, mirando la calle ahí abajo, y preguntándome como voy a llegar hasta ella. Sueño con arquitecturas de videojuego, con saltos hacia abajo que soy incapaz de dar.
  • He soñado con muchas casas de desconocidos en las que me cuelo como un espía de las películas. Es una mezcla de alarma y fascinación, recorrer las habitaciones llenas de objetos de una intimidad que no me pertenece, soñar con lo que sería vivir en ellas, y vacilar al abrir todas la puertas, temiendo en todo momento ser descubierta. Y he visto tantas casas antiguas, deshabitadas, solariegas, con los ojos húmedos de desolación por el desperdicio. Yo podría quitarle el polvo a los suelos, sustituir los goznes quejumbrosos, darle vida a todo esto, me digo, pero el sueño siempre se acaba conmigo fuera de la casa.
  • He soñado, con menos frecuencia de la que me gustaría, con que andaba por las ramas de los árboles de un bosque, con la agilidad de la famosa ardilla de los chismes históricos. No había gravedad ni vacilación. No tenía peso. Era una sensación de plenitud similar a la que cuentan los que sueñan que vuelan. Siempre hay una luz verde subyugante, un rastro de sabiduría todavía más valioso que la agilidad. Es mi sueño favorito. Lo quiero ya.
  • Otras veces, en cambio, me descubro a los mandos de un coche en movimiento, con la conciencia clara de no saber conducir. Este sí que lo interpreto: estoy traumatizada por lo muchísimo que me costó sacarme el carnet de conducir.
  • Me pasa mucho que tengo que ir a una clase en la facultad, sí o sí, como si en la administración de la Universidad hubieran descubierto que me quedaban asignaturas por aprobar, y me obligaran a completarlas o a devolver el título. Pero siempre me retraso, porque no me acuerdo del camino, o porque me despisto, o porque se me va el santo al cielo enredándome con los calcetines que iba a ponerme, o porque me doy cuenta, de pronto, de que voy a medio vestir por la calle. Pobrecilla, me pasan miles de desastres, y cuando llego, la puerta ya está cerrada, y la voz del profesor retumba como dentro de una cueva. Hace muy poco que me atreví por primera vez a abrirla, y a buscar un hueco entre los alumnos que me miraban como si fuera marciana. El profesor me miró ceñudo, como diciendo “pero qué cara tiene esta tía de calcetines bizcos”, pero luego me sonrió.
  • Anoche uno con el que, desgraciadamente, nunca sueño, me saludó después de mucho tiempo, y me dijo que la única arruga que me había salido era la de la risa. Esta vez era él el que sudaba, de puro nerviosismo.

    (Ahora, si estáis todavía vivos depués de semejantes larguras, podéis contarme algún sueño especialmente pegajoso)

domingo, 11 de diciembre de 2011

¿Te puedo autoayudar?


No puedo hablar de ti de otra manera que no sea usando la segunda persona. Eso es porque no es que quiera hablar de ti, en realidad. Lo que quiero es hablar contigo. Es como si hubiera siempre una conversación pendiente, y como si bastase con uno de estos ejercicios falsamente solitarios para cumplirla. Me siento al sol, en el tranco de mi casa del campo y te hablo. Contemplo las ruinas de un molino, y te lo cuento. Me meto en el coche con el ordenador, porque fuera el viento se ha puesto premenstrual, y te llamo. Y entonces te digo todo lo que no pude el otro día, en la playa. Después de tanto tiempo, no iba a asaltarte a las bravas con un “a ver, explícame que te pasa”. Y, sin embargo, creo que me hubieras perdonado semejante falta de delicadeza.

Vuelvo a verte mirando a no sé qué punto situado más allá de donde estamos los cuatro, enmarcado por la madera castaña del puesto de vigilancia junto al que nos hemos sentado. La luz es perfecta (las cinco de una tarde de diciembre en un lugar donde el atardecer se demora veinte minutos), el escenario ideal (ya se va haciendo una idea todo el mundo de cómo es Bolonia), y a ti se te ve desamparado. ¿Me engaño? ¿He permitido acaso que una conversación anterior le pusiese aire acondicionado a este paisaje diáfano? ¿Lleva este encuentro más lastre del necesario? A lo mejor imaginé, nada más, que lo que estabas necesitando era desahogarte, y que tampoco encontraste el momento apropiado. No sería raro: en materia de emociones siempre he fantaseado más de la cuenta. Pero ahora, fíjate, tú estás allí, yo estoy aquí, y entre allí y aquí hay más de doscientos kilómetros, que casi se doblarán a partir de mañana, cuando me vuelva a Granada. Y no nos gusta demasiado hablar por teléfono, ¿verdad? En realidad, no deja de ser un prejuicio un poco tonto, porque lo verdaderamente importante, sea cual sea el medio, es hablar. Es que yo pueda saber lo que te turba, por si acaso se me ocurre alguna perogrullada que, tal vez, te sirva de ayuda, y que tú sepas que siempre, siempre, puedes contar conmigo. No te estoy cantando una canción de Disney. Sólo trato de convencerte, con la mayor humildad, de que el mero acto de pronunciar la carga viscosa con que uno, de repente, se ve acarreando, resulta útil, porque, al menos, le da a esa mole emocional un asomo de estructura y de orden, y eso te permite encontrar los puntos débiles por donde empezar a atacarla. Lo escribo como si me lo hubiera inventado yo, vamos, cuando es algo más viejo que el mear.

Nuestras huellas en la duna


En realidad, lo que quiero decirte es que, aunque parezca recochineo, yo me encuentro en calma. Tan en (relativa) calma que temo volverme una presumida y una fatua. A veces me sorprendo repantigada dentro de mí misma. Pues vaya, no era tan difícil, casi se me escribe en la cara. Los problemas que tenía al tragar casi han desaparecido, y la dermatitis, bueno, al menos está confinada a cuatro dedos, como Napoleón en Santa Elena. Llevo al menos cuatro meses con la hipocondría anestesiada. Cada vez me descubro necesitando una cosa menos. Ni siquiera necesito escribir, y si lo sigo haciendo, es porque me gusta. Puedo vivir en cualquier otro punto cardinal que no sea el Oeste. Puedo acostarme todos los días a las diez y media de la noche, sin que me acose, a la manera criminal de antes, el remordimiento de estar malgastando mi cuenta de tiempo. Puedo divertirme sin estar rodeada de un círculo de amigos íntimos. Tener todo eso sería genial, por supuesto, pero dejar de tenerlo no representa un drama. Y, bueno, a veces me da una pequeña punzada manchega de desconfianza, y me digo “cuidaíto, Silvia, a ver si te te vas a estar creyendo demasiado esto de la sabiduría, que ya nos conocemos el cuento de las endorfinas”. Pero yo misma me respondo que no, que ni por asomo me creo que haya llegado ya a ningún lugar definitivo, sin días grises ni mareas, ni que mi propio trabajo de rastreo de pensamientos tóxicos se pueda dar por finalizado. Y, mientras tanto, sigo tranquila. La vieja, sorda, indefinible garra de debajo del esternón se ha relajado. He pronunciado su nombre: se llama expectativa. Los dos sabemos cómo funciona la garra. Te incita a evaluar el peso de tu vida, y a comparar lo que el mundo concreto te ofrece con esa antigua superstición con la fuimos inoculados, la que nos proponía que lo mejor estaba siempre por llegar, que nuestra mente y nuestra emoción, como la economía o la técnica, no podían seguir otro camino que no fuera el del progreso. Hemos crecido con la confianza de que en algún lugar del futuro había un yo y un tú con las manos llenas y la lengua ágil, que no dudaban nunca ni flaqueaban. Hemos dejado que nos apuntasen a la secta del deseo. Hasta que llega la hora en la que no sabemos dejar de desear, y lo peor es que ni siquiera sabemos qué nombre ponerle a tanto deseo.

Me he ido alegremente de paseo. Sólo quería decirte, y no me da vergüenza parecer una fanfarrona, que me encuentro lo bastante fuerte como para que te apoyes un rato en mi hombro. Que, en medio de mi calma, y de toda la belleza que estos días consigo mirar limpiamente, sin querer apropiarme de ella, me pincha todavía tu ansiedad. Que, si bien es posible que no pueda darte respuestas, porque eso es algo que te corresponderá a ti, al menos sí creo ser capaz de plantearte alguna pregunta tan idiota que puede que ni siquiera se te haya ocurrido. Echa a la basura ese mito del héroe solitario, anda. Está claro que el esfuerzo para estar bien tienes que hacerlo tú, pero ¿por qué hacerlo siempre – todo – solo? Podemos jugar a que yo era tu libro de autoayuda (Discurso libre de buenrrollismo garantizado).

(Mientras tanto, a ti y a todos, os recomiendo que paseéis por aquí. Yo, que la sigo habitualmente en su blog madre, me fío de ella)