jueves, 1 de diciembre de 2011

Pequeñita, y rumbo al Oeste.


En días como hoy la noto todavía aquí, dentro de mí, envuelta por un edredón de días y de hábitos adquiridos, y de un cuerpo que le queda grande y que le cuesta manejar. Su voz me llega amortiguada, pero si me aplico, soy capaz de escucharla. Es una especie de gorjeo quedo, que se acentúa si me pongo al sol. Conozco también el aspecto que tiene: lleva una camiseta blanca con el cuello redondo y un par de cerezas pintadas (¿fuiste tú quien las pintaste, Esperanza?). Su pelo parece más liso que el mío, pero a lo mejor es porque su madre se pasaba un buen rato dándole al cepillo cruel, para deshacerle los enredos. Y el lunar que tengo encima del labio se ve en ella más discreto. Pero todo el mundo dice que seguimos siendo iguales. Tiene el agujero de la oreja derecha un poco subido en el lóbulo, igual que yo. Tiene un ligero mohín en la boca, como de travesura o de palabra incipiente. Como si empezara a disgustarle ya, igual que a mí, que le hagan fotos.

Ahora se revuelve, bosteza, balancea las piernas en la silla de adulto donde la he sentado. Lleva un rato calladita (hace más de tres horas que se fue el sol), mirándome con sus ojos redondos. Me pregunto cómo me verá. No lleva gafas aún. ¿Distinguirá con precisión mis contornos, los dibujos del cojín que tengo a mi izquierda, la foto de la ventana nazarí que pende sobre mi cabeza? ¿Le asombra, le divierte, esta concentración un poco difusa con la que muevo mis dedos sobre un aparato que, he tenido que repetírselo tres veces, se llama ordenador portátil? Yo levanto la vista y la vuelvo a ver, no ya dentro de mí, sino enfrente, el mohín impertérrito, la barbilla sobre el cristal de la mesa. Me gusta. Me gusta verla. Nos estamos haciendo por fin amigas.

Ella no me ha reprochado nunca que la hubiera escondido tan adentro, en el cuarto de los muebles que no podremos acarrear en la siguiente mudanza. Tampoco parece haberse dado cuenta de que he estado enturbiando su imagen a lo largo de todo este tiempo, tanto, que ahora me cuesta distinguir su silueta de las paredes de las casas en las que ha vivido. Ella ha sido siempre un recuerdo dudoso, igual que la habitación de la primera casa de Málaga. (Sólo soy capaz de acordarme de su cocina, los cuatro escuchando un programa de Gomaespuma en la radio, mientras cenábamos, mi hermana y yo amasando harina y agua, yo queriendo que me dejaran fregar los platos). La he olvidado, he procurado desmitificarla. He inventado unos cuantos sarcasmos contra todos los que han pintado la infancia con pan de oro. Me he puesto retóricamente a salvo de ella. A pesar de que, tantas veces, siga hablando como ella, lloriqueando como ella, jugando igual que ella, absorta y sin que me preocupe mancharme la ropa.

Y, mírala, ahí está, aquí estoy. Ya no sé decir lo que es mío y lo que es suyo. Esta ilusión por el primer día de diciembre, por ejemplo. Esta corazonada aguda de que todo está a punto de empezar. Las ganas de recreo y regalos. Porque eso es lo que sigue siendo diciembre para mí. No el esqueleto que ya empieza a asomar por debajo de las hojas amarillas de los árboles. Ni la niebla que se amontona a primera hora en la Vega, tan holgazana. Ni la escarcha que se empieza a ver en lo alto de algunos coches. Diciembre es hasta luego, escuela, y papel de regalo.

Hoy, precisamente, empiezo unas vacaciones de doce días. Y siento que si alargo el brazo, sentada como estoy en el sofá de mi casa de Granada, seré capaz de arrancar frutos del árbol de los regalos. (Lo mejor de los comienzos es que uno todavía no ha aprendido a darse cuenta de que está siendo cursi). Sólo hace cuatro días que me despedí de mis padres, pero cuando mañana llegue a Estepona, me colgaré de su cuello como si hiciera cuatro años. Se me pegarán los chascarrillos de mi hermana. Volveré a pasar frío mientras robo un poquito de internet en la playa, esprintando contra la caída de la tarde y los modales perezosos de Blogger. Mi mamá hará una tarta el día de mi cumpleaños, o a lo mejor, esta vez, yo le tomaré la delantera. Soltaré un nuevo suspiro de alivio cuando vea el Peñón de Gibraltar, a cuarenta, a quince, a dos kilómetros, justo aquí, encima mía, poniéndome las manos en la cabeza como un abuelo bonachón, y quedándose ya detrás, porque yo ya habré cerrado la puerta, la puerta al Oeste que es el Peñón, y continuaré conduciendo por la carretera favorita. No sabré (no sabremos) dejar de contener el aliento ante la visión del Estrecho. Volveré a imaginarme caminando por una de esas playas de ahí enfrente, cuyo nombre de jotas afiladas se me quedará entre los dientes. Los molinos de viento nos saludarán con sus tres manos, y ahí, tras el verde y los lentiscos abanderados, estará la playa de los Lances y Bolonia y las vacas y los hincos torturados de acebuche y al fondo, Cádiz, pero cuánto tiempo, hola, salinas, hola, el Balneario, hola, los balcones blancos con macetas marchitas. Y a nuestra derecha, los árboles, los comienzos húmedos del mundo y, con suerte, alguna seta. Trataré de sacar tiempo para iniciar, aquí, una serie de cuadernos de viaje por este Oeste querido que no se termina a estas alturas, sino en Portugal, o ni siquiera. Volveré a pasar la yema de un dedo por alguna fachada encalada de Sanlúcar, y se me quedará en él el olor a manzanilla. Abrazaré a mis amigos y nos reiremos juntos, espero. Y, si es necesario, lloraremos.

Tiempo de vacaciones



Mis regalos, me están esperando mis preciosos regalos, impacientes por que los abra.

(Un día de éstos aprenderé a hacer composiciones de fotos. Ya veréis, ya)

5 comentarios:

  1. Paco Principiante02 diciembre, 2011 00:07

    Silvia, te lo digo con el corazón en la mano (aunque me manche de sangre): Te envidio. Me parece un retazo tremendo. NO se si será que yo también me quedo en un extraño estado de trance cuando me observo en una foto antigua, haciendome bastantes preguntas que tú llamas "cursi".

    O que aquella zona (Sanlucar, Chipiona -¡me casé allí!-, Rota, Cádiz, Baelo Claudia, el Estrecho...) me tira como una mañana de resaca marina.

    Pero tu escrito me ha encantado. Ya me gustaría haberlo hecho yo. Por eso te envidio, pero sanamente. Vamos que de clavarte un puñal, no lo haría por la espalda, sino por el frente.

    Por cierto, sigo siendo miope, pero ahora lo sé. El primer año, con 13-14 años, era un miope de la "secreta".

    Saludos y buenas vacaciones (¡tú que puedes!, vaya, otro motivo más para envidiarte...)

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  2. SILVIA muy bueno un dia mas tu articulo.

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  3. Penilla,nostalgia de tiempos pasados,ojos aguaillos,pero tambien la esperanza nunca perdida-seré ilusa-de que por delante todavia espera lo mejor.Besos.

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  4. Me encanta esa puesta de sol,y cómo dice ese ánonimo, tú articulo.¡Que bién escribes,jodia!,y que oculto lo tenías,Un besazo.

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  5. No recuerdo haberte pintado esas cerezas (luego me gustaría ver la foto, que tampoco recuerdo), pero sí aquellas niñas que pinté jugando entre vuestros nombres en cinco camisetas blancas.
    En cuestión de designios divinos o destinos predeterminados, la vida me ha dejado creer sólo en las coincidencias, y hago esta declaración innecesaria para explicar que llevaba un par de días buscando precisamente a esa niña de ojos redondos, intentando unir recuerdos, detalles, como quien busca el nacimiento de un río, para darme cuenta de que has sido siempre tan "guadiana"...
    Y como ya es domingo, felicidades, y felicito también a tu madre, no sólo por ser la madre de la artista, sino porque cuando se celebra un cumpleaños creo que la mitad de los regalos habría que dárselo a ellas que son las que ese día hicieron lo más difícil.
    Por cierto, ¿No fue una casualidad que al día siguiente de que yo mencionara a E. Lindo y hablara de la risa se publicara un artículo suyo hablando de la alegría?
    Ah, me encantan los miopes; en general, la gente con gafas y en especial los hombres con gafas (¿esto se lo he comentado hace poco a alguien?, tengo una memoria...)

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