domingo, 29 de abril de 2012

Diente de león


Esta tarde estoy tan dispersa que, si alguien abriese de golpe la puerta de la habitación, la ráfaga de aire convertiría mi cuerpo en polvo, y me tendrían que recoger con una escoba. Quisiera hacer cosas, en serio, tener el impulso preciso atado con una correa, obediente.

Quisiera, por ejemplo, escribir un himno, un cuento de intriga, un poema. Tener un pelazo y una talla 95 de sujetador, y que fuera julio, y sentarme en el escritorio con muchas más ideas que tiempo por delante, agitando mi melena, y con un par de gotas de sudor corriendo canalillo abajo, cada vez más encendida. Quisiera escribir completamente alucinada, hasta que la garganta se me quedara seca, y me salieran agujetas en los dedos. Quisiera tener un montón de cosas que decir, cosas que supieran despegarse de mi presente o de mi pasado, que ni yo misma fuera capaz de reconocer. Ser una borracha de las palabras.

O, en vez de eso, pasarme lo que queda de tarde cortando un patrón para un ligero vestido de verano, con unas tijeras de borde dentado que hicieran cris-cris-cris, hilvanando luego los trozos hasta que llegase la hora de encender todas las lámparas. Sería genial saber coser, y tener al lado a un niño curioso (no, un hijo no, a lo mejor un sobrino) que miraría encandilado la destreza de mis manos, y jugaría, muy serio, a imitarme: haría círculos y monigotes con los recortes de tela sobrantes, y los pegaría luego en el diminuto vestido de papel marrón que habría sabido improvisar para él.

Estaría bien ser lo bastante fanática como para calzarme las zapatillas de deporte, y el impermeable fucsia, que hace juego con ellas, y echarme a correr bajo este chaparrón que ya cansa, oiga, con lo bonita que es la lluvia en días laborables. Hacerme la sorda cuando Jose me soltara una de sus razonables murgas paternales. Volver a casa con los bajos de los pantalones salpicados de barro y comerme un pesebre entero de lechuga.

O echar las redes al Internet con la firme intención de pescar algo gordo, o por lo menos comestible. Leer palabra por palabra, y no en diagonal. Dejar de saltar de página en página con el ensimismamiento obtuso de quien hace un solitario. Rastrear blogs de cocina firmados por preciosas rubias californianas. Entender por qué a mi cámara pobretona le salen unas fotos tan borrosas. Empezar a diseñar un huerto ecológico para mi padre. Acordarme de música lo bastante hortera como para bailar sin piedad durante una hora, por lo menos.

Mejor que eso, quizás, sería no sentir deseos de hacer nada, ni verme obligada a hacer algo productivo: quedarme muy quieta en la cama, escuchando la juerga de mis tripas, los goterones de lluvia reventando contra la barandilla de mi balcón, el runrún eterno y triste de la tele de mi vecina, o las retahílas de Jose, que cuando ve los toros habla solo y grita oolé, como si, en vez de chándal, llevara una camisa de seda rosa y tirantes. Todo los sonidos fraguarían en mi cerebro, y yo le cogería cariño a este momento trivial, porque sería capaz de percibir su completa y desoladora unicidad. Y luego soplaría sobre él, como si fuera un diente de león, para verlo deshacerse, quedarse suspendido en el aire, volar. Entonces mi estómago me indicaría que había llegado la hora de cenar, y yo me levantaría  de la cama sin la pegajosa sensación de haber tirado a la basura una tarde hermosa de domingo.

Un día me van a pedir derechos de autor, Como si no tuviera bastante con Hacienda