jueves, 5 de abril de 2012

Run baby run

Algunas veces cojo un libro y bajo a sentarme al Paseo del Salón, como si no supiera que mi capacidad de distracción es ilimitada, y que probablemente no voy a leer más de media página. Me gusta pensar que, esta vez sí, esta vez voy a conseguir quedarme absorta en la lectura, y que, cuando levante un instante la mirada, como una ballena que respira, tendré claro que la ficción es eso que alguien está rodando fuera de mi libro. También me gusta pensar que un día seré capaz de cambiar de trabajo, o de meterme ocho horas dentro de un avión (volante. Si no llega a despegar, creo que lo soportaría) para llegar a Costa Rica. En realidad, son pensamientos superficiales: yo sé perfectamente que, en esas ocasiones, el libro es siempre parte de un atrezzo. Una especie de residuo mental que me impide salir a la calle con la firme intención de no hacer nada, igual que el que impide a mucha gente comer, nada más que comer, cuando está sola en un restaurante, o sentarse a secas en un autobús, sin leer ni trastear el móvil.

Bajo al Salón con mi libro, pero lo que yo quiero es que el sol me convierta rápidamente en gato. Me siento en uno de sus anacrónicos, benditos bancos, el más soleado que vea, y me quedo muy quietecita hasta que, por debajo de los párpados, lo vea todo rojo. En esos momentos estoy convencida de que el mundo sería un lugar mucho más agradable si los seres humanos tuviesen la capacidad de ronronear. Cierro los ojos, y el olor a porro adquiere casi silueta de persona. Aquí, junto al muelle del río (me parece la monda que un muelle sea sólo un poco menos ancho que el mismo río), campea siempre el mismo grupo de moritos, todos pequeños, flacos y con gorra, como en una asamblea de jockeys, todos complicando el desarrollo de sus tiernos muslos, al malandar con pantalones caídos. Cierro los ojos, y me imagino cómo será el corredor que se está acercando, por el sonido de sus pasos. Chica liviana, gloria de bombero, jubilado con el chándal de Rocky Balboa.

Entonces vuelvo a abrirlos. Me encanta ver a la gente que corre (el libro de Murakami espera todavía en la estantería a que le dé una oportunidad, así que, si de aquí en adelante, alguien detectara alguna coincidencia, que sepa que es fruto del azar, y no del plagio). Unos pasan ensimismados, con los rasgos de piedra inalterables, como si se hubieran olvidado de que son humanos, y fueran recreándose en su perfección de máquinas. A otros se les ven casi los pensamientos, saliendo de la cabeza como en los bocadillos de un cómic. “El jefe no existe, el jefe no existe”, dice este. “Voy a aguantar hasta el puente”. “La columna vertebral se compone de siete vértebras cervicales, 12 dorsales, mierda, ¿y cuántas lumbares?...Otros llevan escrito en la frente, con gotas de sudor, lo cerca que se quedaron hace un par de semanas del infarto. A este, la cifra cuarenta y nueve le pesa como si, en vez de años, fueran toneladas. A muchas chicas se las ve tan bien hechas, que parecen modificadas genéticamente.

A lo mejor me gusta tanto la gente que corre porque yo odio correr. De ella admiro su ligereza, y su resistencia y su manejo del sufrimiento. Porque para mí correr siempre ha estado asociado a sensaciones desagradables. Al patio de la escuela, a la desdichada hora de gimnasia, a torturas que sonaban a vietnamita, como el test de Cooper, al ahogo de mi tabique nasal desviado. Cuando estaba en los últimos años de la EGB, o en los primeros del instituto, me hubiera prostituido por un certificado de incapacidad deportiva. Era una nulidad patológica, y parece que sólo yo lo aceptaba (deportivamente). Desde entonces,  Todo Menos Correr (y montarme en ala delta), ha sido uno de mis lemas tontos más firmes.

Hasta ahora. Porque el domingo (vale, es cierto, vivo de éxitos pasados. Pero es que estoy en plena Operación Torrija: recogimiento del alma y exceso de azúcar) salí a correr. Bueno, a andar rápido, y a darme unos cuantos trotecillos cochineros, que es todo lo que me permiten estos largos años de abstinencia. Pero, oficialmente, corrí. No creo que cada carrera durara más de quinientos metros, pero en cada una de ellas me dio tiempo a) a decirme “joder, estoy corriendo”, y alucinar; b) a fanfarronear y poner cara de “pues no era tan difícil”; c) a que el corazón amenazase por escurrírseme por las orejas; d) a que, de golpe, todas y cada una de mis células fueran radicalmente conscientes de que correr es condenadamente difícil; e) a sentir penita y rencor por ser un cuerpo sólido sujeto a la ley de la gravedad; f) a que mi cerebro escribiera la palabra NO con todo el neón de Las Vegas.

Ahora, miércoles noche, me acuerdo de ello, y es como si me viniese un eructo de las endorfinas del domingo. Ni yo misma me lo creo, pero estoy deseando volver a pelearme con la pesadez y la zancada. No sé de qué manera el antagonismo absoluto se ha transformado en un reto. Quiero seguir hasta un par de árboles más allá.

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