domingo, 8 de abril de 2012

Humedal


En la caseta de observación hay una oscuridad acuchillada. El sol brilla fuera, ese sol macizo de los lugares costeros que revela el color verdadero de las cosas como un baño fotográfico. Aquí dentro, en cambio, uno podría gastar una mañana entera estudiando el juego de líneas de luz propuesto por la estructura de cañas y brezo, acordándose del lomo de una cebra al mirar el suelo. Pero tengo que hacer mi parte del trabajo. Sentada a horcajadas sobre el banco de madera, monto el aparato con el que medimos, un poco fanfarronamente, la calidad de las aguas: lo saco del maletín, tomo un poco de aire antes de vérmelas con los cables, que es una de esas cosas manuales que me pone absurdamente nerviosa, y como puedo los desenrollo. Conecto las clavijas, limpio las sondas y anoto en la ficha la fecha, la hora, y mis percepciones íntimas de cómo está el tiempo hoy (viento suave, cielo aborregado).

En medio de este colador de luz, de este silencio de cosas humanas, me doy cuenta de cuánto amo estos sencillos trabajos manuales, y de lo parecida que es, ahora, esta paz a la de la mujer que borda o desenvaina guisantes, al viejo que teje cestos de mimbre. El padre de mi padre trenzaba cuerdas de esparto y empleitas para el secado de higos, y en esta hora sin tiempo, me siento muy cerca de él, a pesar de no haberlo conocido. Y a la vez estoy muy lejos, estoy de nuevo en el oasis de Nefta, en aquel chamizo de palmas tan parecido a este, donde entrecerré los ojos y me imaginé viviendo fácilmente bajo las palmeras. Quizás un día os hable recupere para vosotros aquel viaje.



Aquel chamizo no tenía puertas, pero este sí, y sus goznes crujen. A contraluz, me cuesta distinguir la silueta del hombre que se recorta ahora en su hueco. Poco a poco mis ojos se acostumbran, y sí, claro, esa es la figura inconfundible de los aficionados a la ornitología: el disfraz de Hemingway en el Kilimanjaro, la cámara obscena de tan cara, el ceño fruncido. Las aves de zonas húmedas son seres patológicamente tímidos, y los ornitólogos no comparten de buen grado el espacio de los observatorios con un ruidoso ser humano. Mi presencia aquí, lo sé, lo decepciona, aunque también yo esté disfrazada, y tenga a mi lado unos prismáticos de marca respetable, sobre cuya óptica y prestaciones él estaría encantado de entablar una minuciosa charla. 

El hombre se sienta en el otro banco, y echa una mirada de rigor a la charca, aunque se nota que, sin soledad, esto no tiene para él la misma gracia. Casi con fastidio, se ve obligado a preguntarme si estamos estudiando las aguas. Lo que, en lenguaje cifrado de ornitólogo, significa “¿os queda mucho?”. Los dos miramos a la vez por el ventanuco. Fuera, Jose chapotea en la orilla lodosa de la charca, buscando un buen lugar para hacer el muestreo. Por supuesto que no se ve ni un pájaro. El hombre suelta un suspiro imaginario y se marcha.

En realidad, pobrecillo, yo lo comprendo. Parte del hechizo de este lugar se quiebra cuando no estás solo. La compañía te saca de ese estado de sosiego propio de un cuadro de Vermeer, y te recuerda, con un poco de dolor, que tú no formas parte de este mundo de alas. Porque precisamente esa es la ilusión que provoca contemplar la charca desde el ventanuco del observatorio. Es lo que Claudio Magris, al hablar de la laguna de Venecia en Microcosmos, llamaba “persuasión”. Tú miras, y tus ojos, mágicamente, se vuelven marinos. Percibes todo ese fragor invisible, ese escándalo de revoloteos, el zumbido de la nube de mosquitos, cómo croan sin parar los sapos, los carrizos que se mecen con el viento suave y hacen música, las lamentaciones y las risas de las fochas, los vuelos kamikazes de los vencejos que, leo en la Wikipedia, vuelan ininterrumpidamente durante nueve meses al año. Y te das cuenta de que hay un ritmo que no necesita ser pensado, una energía de alimentarse y dejarse flotar amablemente en el agua, a la que tú también estás invitado. Eres parte, una más de las minúsculas y prescindibles partes.



Miro, y estoy presente de manera aguda y, vaya un misterio, se hacen presentes otros lugares parecidos, como si la memoria se superpusiese a este momento único para darle más relieve. Me acuerdo de la fascinación embrionaria de Doñana, donde todo parece que a la vez se hace y se destruye, de las marismas tan iguales a espejismos, y de las dunas y los pinos y la playa infinita, y la intuición de que, si me quedara allí, me olvidaría de todo, de todo. Me acuerdo de un lugar de Hungría, al que me llevaron muy temprano en la mañana, y donde vi el amanecer más extraño de mi vida: de repente, de la oscuridad fueron desgranándose formas pantanosas, y aparecieron dos soles completamente fucsias, uno colgado en el cielo, otro hundido en las aguas, y los dos igual de reales, o de irreales. Ahora me parece mentira que yo estuviera allí, y que no me acuerde siquiera de cómo se llamaba el lugar. Como si fuera el sueño de otra persona. Por un instante me duele la nostalgia y la intangibilidad de aquella imagen. Pero basta con volver a mirar por el ventanuco, o contar los rayajos de luz sobre el suelo de cemento, para que ese dolor desaparezca.

(He encontrado el fragmento de aquel Microcosmos de Magris que copié hará unos cinco años en una de mis mil libretas. Me ha hecho falta todo ese tiempo para sntir las frases como propias:

Deseo de disolver las escorias de miedos, obsesiones, pudores, delirios de defensa en la gran persuasión marina, distendido abandono, puro presente de la vida que se basta a sí misma y no se consume en la carrera de metas por alcanzar, en el ansia de hacer (…), sino que es felicidad sin meta y sin agobios, eternidad y autosuficiencia del instante. El mar fluye en las venas, agua originaria de la especie y del individuo, que en los primerísimos momentos de la existencia aprende a respirar como un pez y a nadar antes que a caminar”)

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