Él es de esos tíos tan acostumbrados a
usar traje por motivos laborales, que los fines de semana no pueden
vestirse sin consultar a su mujer si tal pantalón pega con tal
camisa. De los incapaces de beberse un trago de vino sin montar un
numerito de entendido. De esos que en agosto se buscan un destino
exótico, Camboya, Cabo Verde, Uzbequistán, porque si no fuera
dinámico y de mente abierta, no sería nadie en el trabajo, y porque
maneja tela de sobra, y necesita demostrarlo. Ella lo mira con la
oreja mirando al hombro. Ha debido de leer en el Cosmopolitan que, en
el lenguaje de los cuerpos, esa postura le habla al hombre de
entrega.
Se han puesto a mi lado delante del
cuadro y, por un momento, consiguen sacarme a la superficie de los
verdes y azules en los que andaba buceando. “Es...original”, dice
él, haciendo una pausa entre verbo y adjetivo, como si fuera el
primer crítico de arte de la historia de la Humanidad. “Sí, qué
colores tan especiales”, responde ella, reprimiendo la palabra
“bonitos”, y preguntándose qué narices quiere decir eso que
parece una vaca mal pintada, en medio del cielo del cuadro. “Claro,
los colores. Si no fuera por eso, yo, la verdad...es un poco tosca
esta pintura, ¿no?”. Ella suspira para sus adentros, aliviada.
“Muy infantil”, se atreve a decir, “obsesiva, ves, en todos los
cuadros aparece el dichoso gallo, y el ramo de flores, y los novios,
y ¿eso qué es, una vaca o una cabra?” Los dos hablan con voz de
pestiño, que es la única manera que se me ocurre para describir ese
tono entre crujiente y meloso que se dedican los compañeros de
trabajo que se tienen ganas. Deben de tener la oficina aquí al lado,
en el mismo cogollo de España. A lo mejor han comido junto a otros
colegas: ella ha tanteado bajo la mesa, explorando la posición de la
rodilla de él; él se las ha apañado para proponerle echar un
vistazo a los cuadros de Chagall, durante la media hora que todavía
les queda para reanudar la jornada.
De poco sirve que me refugie de ellos en
otro cuadro más solitario, porque pasan tan rápido de uno a otro,
que enseguida me cazan. Joder, si es que hasta a la isla de Robinson
Crusoe llegan ahora los turistas. Los noto de nuevo a mi espalda, y
me pregunto si su flirteo habrá avanzado algo, si se habrán
acercado un poco más con la excusa de escucharse mejor, si ella se
estará acordando, de cuando vino a otra exposición con una amiga,
de que el cuarto de baño queda en el sótano del edificio, en una
especie de bodega oscura y sugerente. Pero tardo más en imaginar que
ellos en mirar un cuadro. Yo estoy todavía en este fértil rincón
junto a la esquina derecha del marco, donde brotan sin parar detalles
que mi ojo antes no veía, y ellos ya se han convertido en un par de
siluetas negras en la puerta de salida.
Así que ahí me quedo, otra vez sola y
buceando, pegando mordiscos de leoncito al mundo mágico que queda
dentro de los marcos. Ya no hay cuadros, sino ventanas a un lugar que
no tiene menos sentido que las calles de las que ahora ni me acuerdo.
La equilibrista cuyo espectáculo aplaudo (sí, yo misma soy uno de
esos monigotes que forman el público de cada uno de los cuadros),
con su piel azul y roja, ¿tiene menos sentido que yo, que ni
siquiera estoy terminada? Me pongo delante de todas esas ventanas,
los grandes ventanales al óleo, los tragaluces de témpera y tinta
china, y me parece que tratar de comprender con las neuronas este
remolino de vibración y ternura es de tan mal gusto como buscarle un
sentido antropológico a las canciones infantiles.
Cuando salgo a la calle, la luz ya no cae
en picado sobre el Madrid recién levantado de la siesta, y todo me
parece gris y plano. No puedo entender muy bien por qué la gente no
tiene alas ni baila por los aires, por qué las nubes con forma de
gallo han dejado de tocar el violín. Soy como una criatura siamesa
en el quirófano, mitad de colores, mitad humana, a punto de ser
separada. Dentro de poco ya no recordaré nada de lo que me he estado
empapando, y mi mente volverá a pensar en blanco y negro. A las tres
horas de salir de la exposición, de lo que había tras la ventana no
quedará más que un sabor irreconocible en la boca, como toda una
noche de sueños a las doce de la mañana.
Pero no importa. Están también los
cuadros un poco cursis de Sorolla, y el gran deslumbramiento de la
pincelada. En este museo alejado de las vías pecuarias del arte,
rancio y poco glamouroso, todavía es posible acercarse mucho, mucho
a los cuadros. Me pongo a un palmo de ellos, como si quisiera
comprobar si siguen oliendo a aguarrás, y no veo más que una maraña
indescifrable de pinceladas amarillas, violetas, verdes. Luego,
retrocedo unos cuantos pasos, y entonces, oh, surge un edredón que,
desde esa distancia, juraría que es blanco, o el pie de un niño
debajo del agua, en uno de esos días de poniente en los que el mar
es un cristal gélido que te corta la respiración y los tendones.
Cuando ya llevo un rato jugando a este
juego de descomposiciones y apariencias, me doy cuenta de que ya no
siento nostalgia de la fantasía desbocada de los cuadros de Chagall,
porque, fíjate, la realidad que ven mis pobres ojos humanos no es ni
tan gris ni tan plana. Y eso de alguna manera me reconforta y me da
esperanzas: yo, que trago saliva cuando alguien me pregunta si no he
pensado en escribir un libro, soy capaz de decirme que, si consigo
desarrollar el ojo de mil facetas que fragmenta el mundo hasta sus
detalles más íntimos, tendré hecha una buena parte del camino para
llegar a ese libro. Por mucho que desconfíe del potencial de mi
imaginación o de mi experiencia. Salgo de este otro museo, y apenas
si echo de menos ya a la hermana de colores de la que fui separada.
¡Que bonito!.
ResponderEliminarPRE-CIO-SÉRRIMO, Silvia!!. Me ha encantado!!!. Enhorabuena!
ResponderEliminarLaura
Recolectas imágenes, encadenas palabras y cosechas pensamientos: ¡mmmm stá güenihíhimo!
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