miércoles, 25 de abril de 2012

Madrid (II): Cuadros



Él es de esos tíos tan acostumbrados a usar traje por motivos laborales, que los fines de semana no pueden vestirse sin consultar a su mujer si tal pantalón pega con tal camisa. De los incapaces de beberse un trago de vino sin montar un numerito de entendido. De esos que en agosto se buscan un destino exótico, Camboya, Cabo Verde, Uzbequistán, porque si no fuera dinámico y de mente abierta, no sería nadie en el trabajo, y porque maneja tela de sobra, y necesita demostrarlo. Ella lo mira con la oreja mirando al hombro. Ha debido de leer en el Cosmopolitan que, en el lenguaje de los cuerpos, esa postura le habla al hombre de entrega.

Se han puesto a mi lado delante del cuadro y, por un momento, consiguen sacarme a la superficie de los verdes y azules en los que andaba buceando. “Es...original”, dice él, haciendo una pausa entre verbo y adjetivo, como si fuera el primer crítico de arte de la historia de la Humanidad. “Sí, qué colores tan especiales”, responde ella, reprimiendo la palabra “bonitos”, y preguntándose qué narices quiere decir eso que parece una vaca mal pintada, en medio del cielo del cuadro. “Claro, los colores. Si no fuera por eso, yo, la verdad...es un poco tosca esta pintura, ¿no?”. Ella suspira para sus adentros, aliviada. “Muy infantil”, se atreve a decir, “obsesiva, ves, en todos los cuadros aparece el dichoso gallo, y el ramo de flores, y los novios, y ¿eso qué es, una vaca o una cabra?” Los dos hablan con voz de pestiño, que es la única manera que se me ocurre para describir ese tono entre crujiente y meloso que se dedican los compañeros de trabajo que se tienen ganas. Deben de tener la oficina aquí al lado, en el mismo cogollo de España. A lo mejor han comido junto a otros colegas: ella ha tanteado bajo la mesa, explorando la posición de la rodilla de él; él se las ha apañado para proponerle echar un vistazo a los cuadros de Chagall, durante la media hora que todavía les queda para reanudar la jornada.

De poco sirve que me refugie de ellos en otro cuadro más solitario, porque pasan tan rápido de uno a otro, que enseguida me cazan. Joder, si es que hasta a la isla de Robinson Crusoe llegan ahora los turistas. Los noto de nuevo a mi espalda, y me pregunto si su flirteo habrá avanzado algo, si se habrán acercado un poco más con la excusa de escucharse mejor, si ella se estará acordando, de cuando vino a otra exposición con una amiga, de que el cuarto de baño queda en el sótano del edificio, en una especie de bodega oscura y sugerente. Pero tardo más en imaginar que ellos en mirar un cuadro. Yo estoy todavía en este fértil rincón junto a la esquina derecha del marco, donde brotan sin parar detalles que mi ojo antes no veía, y ellos ya se han convertido en un par de siluetas negras en la puerta de salida.

Así que ahí me quedo, otra vez sola y buceando, pegando mordiscos de leoncito al mundo mágico que queda dentro de los marcos. Ya no hay cuadros, sino ventanas a un lugar que no tiene menos sentido que las calles de las que ahora ni me acuerdo. La equilibrista cuyo espectáculo aplaudo (sí, yo misma soy uno de esos monigotes que forman el público de cada uno de los cuadros), con su piel azul y roja, ¿tiene menos sentido que yo, que ni siquiera estoy terminada? Me pongo delante de todas esas ventanas, los grandes ventanales al óleo, los tragaluces de témpera y tinta china, y me parece que tratar de comprender con las neuronas este remolino de vibración y ternura es de tan mal gusto como buscarle un sentido antropológico a las canciones infantiles.

Cuando salgo a la calle, la luz ya no cae en picado sobre el Madrid recién levantado de la siesta, y todo me parece gris y plano. No puedo entender muy bien por qué la gente no tiene alas ni baila por los aires, por qué las nubes con forma de gallo han dejado de tocar el violín. Soy como una criatura siamesa en el quirófano, mitad de colores, mitad humana, a punto de ser separada. Dentro de poco ya no recordaré nada de lo que me he estado empapando, y mi mente volverá a pensar en blanco y negro. A las tres horas de salir de la exposición, de lo que había tras la ventana no quedará más que un sabor irreconocible en la boca, como toda una noche de sueños a las doce de la mañana.

Pero no importa. Están también los cuadros un poco cursis de Sorolla, y el gran deslumbramiento de la pincelada. En este museo alejado de las vías pecuarias del arte, rancio y poco glamouroso, todavía es posible acercarse mucho, mucho a los cuadros. Me pongo a un palmo de ellos, como si quisiera comprobar si siguen oliendo a aguarrás, y no veo más que una maraña indescifrable de pinceladas amarillas, violetas, verdes. Luego, retrocedo unos cuantos pasos, y entonces, oh, surge un edredón que, desde esa distancia, juraría que es blanco, o el pie de un niño debajo del agua, en uno de esos días de poniente en los que el mar es un cristal gélido que te corta la respiración y los tendones.

Cuando ya llevo un rato jugando a este juego de descomposiciones y apariencias, me doy cuenta de que ya no siento nostalgia de la fantasía desbocada de los cuadros de Chagall, porque, fíjate, la realidad que ven mis pobres ojos humanos no es ni tan gris ni tan plana. Y eso de alguna manera me reconforta y me da esperanzas: yo, que trago saliva cuando alguien me pregunta si no he pensado en escribir un libro, soy capaz de decirme que, si consigo desarrollar el ojo de mil facetas que fragmenta el mundo hasta sus detalles más íntimos, tendré hecha una buena parte del camino para llegar a ese libro. Por mucho que desconfíe del potencial de mi imaginación o de mi experiencia. Salgo de este otro museo, y apenas si echo de menos ya a la hermana de colores de la que fui separada.

3 comentarios:

  1. PRE-CIO-SÉRRIMO, Silvia!!. Me ha encantado!!!. Enhorabuena!
    Laura

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  2. Recolectas imágenes, encadenas palabras y cosechas pensamientos: ¡mmmm stá güenihíhimo!

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