domingo, 17 de diciembre de 2017

Sigamos entrenando


Hay árboles y chavales de todos los colores en el camino hacia el gimnasio. Unos dejan que el viento les arranque las hojas. Otros parecen aguardar con inquina a que les caiga algo. Me cuesta tan poco elegir entre ellos que me asusta. Es mucho más sencillo amar a los seres sin conciencia que a los humanos.

Camino bajo el castaño de Indias, ya casi desnudo y todavía hospitalario, o cerca del pino tortuoso que no se conforma con su vida urbana y busca sierras. No dejan nunca de conmoverme. Se empeñan en recordarme que aunque nos hayamos aclimatados relativamente bien a este medio, en realidad nosotros tres anhelamos otros aires. Sé que cuando las bocas de las hojas se abren para digerir la luz por ahí también se escapa agua. Y que cada molécula que se pierde pone en marcha una bomba que, tronco arriba, succiona la humedad del suelo. A veces me parece que yo formo parte de esa estructura: los árboles tiran de mí y, como el agua que transpira, yo también me escapo.

Y sé que los vegetales emiten y distinguen señales químicas. Quién sabe, a lo mejor criaturas de otros reinos somos algo sensibles a su presencia. Yo no entiendo sus mensajes, pero tal vez algunas células mías pueden captarlas. Un gas orgánico, una fitohormona que me cautiva y me corrompe y me vuelve ajena a las inquietudes de mi especie. Alguna sustancia que hace germinar en mí semillas salvajes.

Paso así junto al grupo de adolescentes y me cuesta sentir hacia ellos lo mismo que hacia los árboles. Me preocupa. Siento que me disputan fuerzas contrarias: la naturaleza sin hombres y la empatía. No me gusta hablar mucho y muchas veces me incomoda la gente. Pero me inquieta que me siente perfectamente el traje de ermitaña. La misantropía es una de esas posturas poco exigentes a las que una se acostumbra. Muchas veces querer a la gente, o respetarla, o comprenderla, o tolerarla al menos, es un entrenamiento más duro que el crossfit. Pero yo disfruto haciendo deporte. Considero una postura ética ponerle trabas a mi aptitud para el retraimiento. No estoy dispuesta a que la hosquedad me gane ni a que mi compasión se marchite.

Pero por el amor de dios ¿y lo de las bicis?

De repente te encuentras una bicicleta amarilla por cualquier coordenada de esta ciudad áspera para las novedades. Una sola al principio, plantada sin cadena en tu calle, una apuesta subversiva por la confianza. Al día siguiente en la otra punta: un guiño. Y otra, otra, y otra, en lo que ya parece una conjura, hasta que te acercas a una de ellas y un cartelito te informa de que, usando una aplicación, puedes alquilarla. Da alegría verlas en Granada, espinosa de coches y cuestas, como especies amenazadas que  tímidamente van recuperando su hábitat. Y como si de verdad fueran criaturas vivas, es desolador verlas destrozadas.

Te enteras de cosas así, y los árboles vienen a reclamarte. Tiran de ti de nuevo y te incitan a que te alejes, a que tildes a la humanidad de plaga sin riesgo de equivocarte. Nada en la naturaleza es gratuito, te dicen, ni la crudeza de la predación ni la belleza de la orquídea. La arbitrariedad es una innovación del Homo sapiens. La gente no merece confianza.

Y, claro, no se equivocan en absoluto. Pero a ver cómo les explico yo, que soy más de hierba que de gente, y más de silencio que de charla, que a mí también me van las apuestas locas.


domingo, 10 de diciembre de 2017

Seguro que llueve.


Cuidado conmigo ahora. Literariamente soy tierra yerma. Mi piel es fina en los intercambios con el paisaje: también a mí la sequía me asola. Pasa un día y y otro y otro, y ya no te acuerdas de cuándo fue la última vez que oliste a lluvia. Un día y otro y otro, y las fuentes se secan, la inspiración se marchita, las frases se acartonan. No es un drama: tengo pocos talentos, pero entre ellos está el de ser notablemente adaptable. Resiliente, que se ha puesto de moda. Mis cromosomas tienen una cintura ágil: si no llueve, me enrosco como una rosa de Jericó y aguardo. Y no escribo si las palabras no brotan. Tan fácil. De vez en cuando miro al cielo. Pero ya no me impaciento como antes. No voy a sacar santos. No me voy a poner plumas en la cabeza ni a patear el suelo para invocar a las musas. Mi ego como escritora está afortunadamente muerto.


Pero cuidado conmigo, repito. Hay semillas durmientes aquí adentro. Un día un chaparrón breve te enfanga el coche. Al día siguiente los solares revientan de tréboles. No hay oído capaz de percibirlo, pero la tierra seca palpita. Marca un ritmo secreto al compás del deseo y la mansedumbre. Unas pocas gotas caen y la carrera por ser se desboca. Yo llevo tanto tiempo escribiendo, con una asiduidad más o menos cumplidora, que el lenguaje ha dejado en mí sus semillas. Germina. Brota. Florece. Fructifica. El fruto se abre y la simiente se esparce por el suelo. Es un ciclo que por fin respeto.


Comprenderlo me ha liberado de la ansiedad de contar y seguir y seguir contando. Para mí escribir no es un fin sino un medio. Vertebra mi percepción del mundo. Propaga la belleza y la compasión que recolecto. Abre puertas. Con suerte, planta en tu corazón el arrebato de estar vivo y consciente. Lo esencial es cómo miro y abrazo. Escribir es ni más ni menos que una herramienta para trabajar en el huerto.


Así que te lo advierto. Ahora mismo soy una tierra árida y vehemente. Cualquier cosa que hagas o digas puede ser para mí lluvia. Riégame con un gesto, abóname con una astilla de historia: seguro que las palabras me crecen como tréboles. 


Así ando yo últimamente: algodonosa.

domingo, 19 de noviembre de 2017

La certeza (24)


Lo más difícil es cuando el día arranca. Peor que irse a la cama con el pensamiento de que a la vida le van quedando sólo los posos, o que la costumbre cada vez más irracional de tener que levantarse. Antes de que sucediera pensó que le costaría acostumbrarse a despertar sola en mitad de la noche: darse la vuelta y no encontrar el puerto de su espalda, perderse así, sin saber exactamente en qué cuarto habría ido a desvelarse, en qué punto exacto en su carrera de abandonos. Pensó en él arrastrando los pies para encargarse de la compra, en su modo de volver canturreando aquellas absurdas palabras españolas: borachuelos, taganinas, chícharos. En la copa sin necesidad de palabras que compartían antes de la cena. Las puntas del bigote que se recortó hasta el último día que amaneció en la casa y que no se terminaban nunca de irse por el lavabo. Imaginó mientras lo velaba que con él también se moriría el campo.

Se equivocaba. Su marido está muerto y Betty sigue andando los bosques y curándose en ellos del vacío, como siempre. Sigue durmiendo y despertando protegida por la magia íntima de la casa. Se acurruca todavía cada tarde en la luz rosa que entra por la puertaventana. Geoffrey le enseñó cómo hacerlo: detener un instante el curso del tiempo, fotografiando con los ojos, e incorporarte tú misma, como Alicia, a la imagen. Ahora estaremos aquí para siempre, Betty. Ella solía burlarse, era una de sus ceremonias privadas: a tu edad no deberías mezclar ya el ginger ale, ese tipo de cosas. Pero ahora comprende. La niebla baja, los alcornoques huelen, la tarde no pasa. Él sigue de algún modo recostado en el sofá, dejando para más tarde una de sus historias asiáticas medio inventadas.

Pero a la hora del desayuno no está él entero, sino un fantasma que no habla. Todo lo demás sigue indiferentemente en su sitio: la horrible taza marrón a la que se aferraba como un niño rico. Los rayos de sol que le engrasaban el hombro malo. Mirlos, estorninos, gorriones, azuzánzose, burlándose, oh sí, con su neutralidad radiante. Se pasó la vida prendado de los pájaros y estos no le han guardado ni un día de luto. En el corazón de Betty, a esa hora, una veta de amargura sigue también en su sitio, su terco desamparo. Él siempre se levantó más temprano, y para cuando ella lo hacía, el té humeaba ya en la taza. Crujía su periódico, en la encimera se empañaban las lentes de sus prismáticos. La vieja certeza se renovaba, mañana tras mañana.

Geoffrey ponía el día en marcha, cerca de sus pájaros. Tan distinto a ella, tan satisfecho. A veces su complacencia la irritaba. La mirada tierna que le regalaba cuando algo la sacaba de quicio. Su efusividad, su facilidad para hacer amigos. Sus dimensiones de buda. Era una bomba que succionaba la soledad que Betty traía de fábrica. La sorprendía el hecho de que la aceptara incondicionalmente, y a veces, de puro desconcierto, lo odiaba. De puro sentirse en deuda.

Ahora, cuando se levanta, las cosas de la cocina están frías. Tiene que deshacerse de esa taza horrible, como ya ha hecho con los prismáticos y las cámaras. Dentro de un rato saldrá a andar, a ver si durante la noche se ha abierto alguna flor de ojaranzo. Quizás la llame Christi para proponerle no sé qué acto de protesta contra no sé qué molinos. El día arrancará, lo quiera o no el fantasma mudo de Geoffrey: se tendrá que quedar en casa, sentado a la mesa del desayuno, cotilleando tal vez con Mrs. Mortimer. Las dos únicas personas que la cuidaron. Ella le contará una vez más la fórmula que le enseñó a Betty para elegir al hombre con el que debía casarse. Imagínatelo recién levantado, le dijo, desayunando con él cada día; si no te repugna, ese es el tuyo. La tuvo en cuenta, aquella primera mañana. Esa vieja certeza que Geoffrey se encargaría siempre de poner en marcha.


domingo, 5 de noviembre de 2017

Contra los malos humos


Ese olor. Y a la vez un verso de una canción: quién dirige el universo. Después del desayuno soy aún más vulnerable a la belleza de las sincronías. Eso: quién dirige; por qué este olor, aquí; este regalo de asomarme a una ventana, campo enmarcado en madera, como la vocación manda, y que me entre el alcornocal en el cuerpo. Cómo es posible, si en la parcela de mi familia sólo hay un alcornoque. Hubo una época en que el lugar que ocupa estaba desnudo, yo lo he visto. Aún sigue siendo un arbolito y probablemente nunca deje de serlo, una mascota, una criatura doméstica que es al bosque lo que un gato regordete a los tigres.

Y sin embargo hoy, él solo, huele como si fuera muchos y no recordara del todo a los hombres. Ha logrado esa proeza. Y me descalabra. Cada bosque tiene su olor, qué simpleza. El de los pinares es caliente e ingenuo como Lolita, al principio. El de los alcornocales es otra cosa. Hay fruta, y también el sigilo de lo fúngico. Hay plenitud y también nostalgia, si es posible que esas emociones vayan juntas. Se huele como se recuerda una felicidad que pertenece a otra época pero que no ha terminado de pasar todavía. Al menos así es como mis neuronas lo han archivado. Hace años fui afortunada a pesar de mí misma, de lo que yo percibía y juzgaba acerca de mi propia vida, y entonces aquel era el aroma básico de mis días. Ahora no puedo entrar en un alcornocal sin aspirar bien fuerte, como una recién rescatada. El pecho se me abre y una sensación cálida y amable me inunda: un aviso de que piense lo que piense ahora, juzgue lo que juzgue, tengo todo lo que me hace falta.

Quiero a mi chaparrito por eso, por el guiño a mi biografía. Pero también porque hoy, por un instante al menos, se ha impuesto a otros efluvios. Cuando salí de Granada la ropa me olía a humo. Desde hace semanas los rastrojos del maíz arden, la ciudad huele a tostado, el blanco de los ojos ya no es blanco, el cielo, amarillo cítrico. Igual que todos los años. No es completamente desagradable. Como morir por ahogamiento, dicen. Y hace unos días, cuando bajé del coche para abrir la cancela de esta casa, ese mismo olor estaba ahí, recibiéndome con la mala nueva de que el hogar añorado es un estado más emocional que físico. También en casa huele a quemado.

Hasta cuándo. Diluimos nuestras culpas en el aire y el agua hasta que dejemos de sentirlas. Y usamos el humo como imagen de lo inconsistente, lo que se deshace hasta el olvido. Pero el humo no se disipa. Ya no. No hay quien se lo trague ya para encubrirnos. El fuego lo simplifica todo: árboles o restos de poda más calor más oxígeno igual a vapor de agua, ceodós y ceniza. Igual, y esto no es tan inmediato, pero sí igual de asequible, a perturbaciones cada vez menos insidiosas del clima, sequía, ciclones, cambio, extinción y ruina. ¿Así de melodramático? Quítale el melo- y sí, así. Cada pequeña nueva hoguera es una suma en una cuenta que no admite más cifras.

Le he rogado a mi padre que no convierta en decimales de humo la madera que le sobra al huerto. Ya nos apañaremos, le digo. Podemos comprar una trituradora. Podemos... Sé que en cuanto me meta en el coche irá al ayuntamiento a pedir el permiso de quema. Y yo, con el maletero cargado de chirimoyas y boniatos, tendré mi milésima de culpa. Palabras que se vuelven humo y se disipan.

Cuando empecé a escribir deseé que todo el mundo me leyese. Eran las ganas de pelearle a la soledad, la mía y la de otros, pero era vanidad, ante todo. Ahora el propósito es algo distinto. La soledad perdura, porque así es como venimos al mundo y así nos vamos, pero mi vanidad, como la madera, se ha transformado: hablo de lo que veo estando despierta, y es bello o es terrible, y quiero que todos lo veamos. Quiero ese pequeño poder: llegar a ser, con estos pobres recursos, agente de cambio. Que lo camuflado se haga visible. Que la desidia deje de arruinarnos.

Sola como mi chaparrito, yo lo que quiero es oler a bosque. Soñar, y no solamente eso, con un mundo sin asfixia. Quién dirige el universo. Estoy empeñada en creer que un poco, todavía, nosotros.


domingo, 29 de octubre de 2017

Un cuento de nunca acabar


Seguirán allí, supongo. Los árboles que no logro sacar de mi maleta. Los teatrales y los modosos. Cardenales y monaguillos. Grandes e intrincados como catedrales, humildes como chozos. Los robustos y aquellos que, perdidas las hojas, de lejos se parecían a la niebla. Los que alzaban ramas como si tuvieran algo contra el cielo. Los que suben y suben sólo para entenderlo. Nueve partes del cuerpo muertas; el valor y la porfía de la décima ya los quisiera para mí misma.

Me han lanzado raíces. Me han emborrachado con oxígeno nuevo. Se me han metido adentro. Mi sensatez da por sentado que siguen allí de pie, tan lejos. La noche se va filtrando entre sus troncos igual que cae sobre mi calle. Unos murmullos sustituyen a otros. Ojos que no son humanos recalculan su esquema del mundo. Las hojas se mecen al viento y es solo un efecto físico: ahí no queda ya nadie que quiera escuchar en ello un idioma más franco y más limpio. Los árboles respiran y a lo mejor hasta duermen; los búhos cazan, los zorros salen de juerga, el hambre manda. El bosque es una máquina bien engrasada que no necesita de mi conciencia. Pero un trocito de mi mente no ha crecido desde que leía cuentos y le cuesta concebirlo. Los bosques de noche, los árboles solos: es algo que me transtorna. Cuando me cuesta dormir pienso en ellos. Creo que ya lo dicho unas mil veces. Trato de imaginar ese reino emancipado que se ha tragado cualquier memoria de mis botas.

Y no soy capaz del todo, porque una esperanza medio loca me dice que nunca me he marchado de allí realmente. No hemos sido un suceso efímero en el seno del bosque. No he dejado ni un momento de pisar ahora y detenerme después a admirar el suelo, asombrada con el espectáculo de hojas multicolores. Sigo respondiendo al cencerro de los caballos fuertes y rubios, sintiéndome incluida de forma discreta en la recua. Sigo arrastrando mi peso bajo el resplandor todavía verde de las hayas, un poco asfixiada por los mil cuatrocientos metros de altura, la garganta devastada y unas veinticinco horas de sueño pendientes; metro a metro sigo soltando el lastre de mi parloteo mental, mis expectativas y mis deseos.




El ciervo que se metió en los prismáticos sigue apostado en la línea de cumbres, ajeno todavía al rifle y a la soledad del invierno. Seguimos ceñidos por un corsé de montañas, sin indicios a la vista de la historia de los últimos siglos. Seguimos sin ver una sola frontera. España, Francia, Cataluña: nombres ininteligibles. Seguimos bajando hacia el pueblo y ya es de noche, yo sigo a punto de tropezarme; entre los árboles negros asoma una primera luz eléctrica, como la de mi casa, pero mucho más valiosa porque le devuelve a los faros el orgullo. Seguimos escuchándonos un poco distintos entre muros de piedra, soñando chimeneas y vinos. Seguimos dejándonos guiar y perder por los gatos. Y al otro lado de aquella ventana abierta, a mil curvas del mundo y el ruido, una pareja se sigue abrazando. Nunca sabrán que los vi ni lo que me regalaron.

Sigo allí. Seguimos. Lo dicen en muchos cuentos. El bosque no te deja escapar tan rápido.


lunes, 23 de octubre de 2017

Corazón tan verde


A veces, cuando tengo instalada la bruma en el corazón y me cuesta entender lo que siento, tiro por la vía rápida y le echo la culpa al paisaje. Igual que las abuelas le achacan al cambio de tiempo el dolor de huesos o la morriña. Antes de irme, la sierra era una mole obscena de tan desnuda. Al volver hace por fin honor a su nombre. Las alturas se han puesto blancas y, aunque no consigue disipar la amenaza de un verano infinito, la nieve de lejos me ablanda y me deja con la intuición de que la rueda del año, tan atascada, se ha movido un poquito. Entre ida y vuelta las vistas se han metamorfoseado y yo, me parece, también soy ligeramente distinta.

Salí del valle pirenaico en el que me he refugiado estos días cuando aún no había amanecido del todo. El autobús bailaba curvas, ascendía primero trabajosamente, como si quisiera redundar en la idea de que el verbo marcharse es más largo y pesado de pronunciar que el verbo irse. Esperaba poder ver el paisaje que la noche de la llegada me había perdido. Pero el sueño viejo que traía, los restos de dormidina en el hígado, la niebla que pronto se adueñó de lo hondo... : las montañas que protegían el valle parpadearon pesadamente y, mucho antes que yo, se quedaron fritas. Me quedé con las ganas de saber cómo un pequeño mundo cerrado y limpio se volcaba y se iba perdiendo en el caudal de la geografía.

También con la sensación de que todo había sido un sueño: el otoño tan deseado, los árboles de colores, la aridez desmentida. Ya en casa de nuevo, practicando el saludable ejercicio de habituarme a mi propia vida, me asalta a ratos la duda de si he estado allí de veras. No es que no me fijara atentamente. Es que el paisaje juega conmigo.

Luego me asomo a la ventana de mi casa, veo manchas verdes aquí y allá, y vuelvo a saber que la esperanza dura. Una asociación bochornosa de tan trillada, lo sé. Pero cuando sientes algo, y al hacerlo dentro de ti se hace el silencio, entonces todo lo mil veces sabido se refresca. Pasó algo parecido unas cuantas veces mientras estuve en el valle. Vi un mundo despojado de actualidad y me pareció perfectamente viable. Vi que hay territorios por compartir aunque se digan con distintos acentos, y que esos acentos, como el sotobosque, nos hacen a todos más fuertes y ricos. Vi lo esencial: aire limpio, naturaleza soberana, gente que ama lo mismo. Vi árboles que escuchan como personas y personas que semejan árboles: autónomas, enraizadas y generosas.

Sentí las cenizas gallegas como si fueran de mi familia. Sentí el dolor estrujando las entrañas aunque lo que duela pase lejos. Sentí que lejos es una idea discutible. Sentí el calor de y por desconocidos. Sentí que verdaderamente hay una hermandad de botas de montaña y alas, espesuras y cumbres.

Sentí fe no en lo que se es, sino en lo que se defiende. Sentí la sinceridad de gente que no pide beneficios para sí, sino que la dejen seguir cumpliendo su vocación de servicio. Sentí admiración, simplemente. Recordé los paisajes que amo, y volví a sentir el desasosiego de verlos arder, ser invadidos, secarse, banalizarse. Sentí que yo no era la única. Y al entender la determinación de los que también se sienten así y no están dispuestos a rendirse, sentí consuelo y orgullo.


Sentí que el corazón se me volvía cada vez más verde. Y siento ahora, en casa igual que entonces, que el valle no queda lejos sino aquí mismo, y que aquella hermandad de las botas no fue en absoluto un sueño. 


Detrás y entre estos paisajes puros hay personas que los defienden. No son un sueño tampoco.


domingo, 15 de octubre de 2017

Todo lo alto que puedo


Créeme que me hubiera gustado hacerlo. Ser capaz de plantarme allí, delante de tantos. Solo eso ya hubiera sido un pequeño triunfo. Y después articular palabra, disponer la lengua y los labios así y asá y que entonces, oh, una energía mental dispersa, indemostrable, huidiza, se convirtiera, con buena disposición y suerte, en algo tan tuyo como mío. Escucharme y poder reconocerme en esa voz, como a veces me reconozco en mi mano derecha. Superar la aprensión a ser mirada, tan vieja compañera que sin ella no puedo entenderme a mí misma.

Hubiera sido hermoso volverme campana. Vibrar yo misma y que la vibración se propagara y la pudieras sentir en tu carne. Ser una rima en vivo con lo que tal vez no sabías ni que piensas. O sí lo sabías pero... A veces las emociones se escabullen de la consciencia y quedan depositadas a plazo fijo. Hubiera sido un placer convertirlas en ese tipo de moneda de cambio con la que puedes adquirir compañía. No por vanidad propia, o no solo, sino por vocación de regresar a la tribu. Llámame aborregada, adelante. La mente humana, el humano intestino, siguen sometidos a servidumbres paleolíticas.

Ojalá hubiera podido colocarme más allá de mis límites. Pero no puedo arrancármelos de golpe sin violencia. La timidez es un hueso mal soldado. Y yo eché cortedad con las muelas. Podría decir soy así, si lo creyera realmente. Pero la firmeza del carácter como cosa inmutable me parece una chufla. No digiero bien el asunto de las identidades: las personales incluidas. Para mí un carácter robusto es un carácter flexible. Solo que tampoco me trago la propaganda del todo es posible. Puede que lo sea, sí, pero a plazos que no dependen de mis voluntades. Algún día superaré ciertos miedos. Con arrugas, constancia y pasos de hormiga. Ahora tengo que aceptar que mi voz siga siendo íntima.

Pero claro que me hubiera gustado afirmar en alto, creyéndolo con la sangre y con el músculo, no solo con la mente, que todo eso sobre lo que nos habíamos juntado para hablar en realidad no es lo más importante. Por supuesto que un trabajo que se quiere digno y provechoso necesita vertebrarse en torno a unos mínimos de seguridad y certidumbre. Exactamente igual que una vida. Sin tronco no hay árbol; sin esqueleto, los gusanos. Sin dirección clara, una biografía y un oficio se convierten en una amalgama de intereses en la que cada cual va a lo suyo o a lo del que eventualmente manda.

O sea, que las vértebras son fundamentales, pero solo por ser el sostén y el escudo de la médula que guardan adentro. La madera por la que no circula savia es pan para los hongos de la podredumbre. Una vida bien estructurada pero desconectada de sus valores es una especie de artefacto. Una dedicación que pierde de vista su alegría y su propósito se convierte tarde o temprano en un fardo. Y ojo, que la alegría no puede ser el parche que todo lo exculpa. Cuando la alegría propia obvia las agresiones, los abusos de poder, la mezquindad o ética cuestionable de los otros, entonces la vocación al servicio de unos valores se convierte en vocación de martirio. Y el tormento sufrido con gusto linda peligrosamente con lo patológico. No se puede ir malvendiendo el entusiasmo para que aquellos lo parasiten. Pero trabajar, como vivir, olvidados del entusiasmo es una invitación al cáncer. Al desinterés progresivo, al desaliento, al ir dejándose.

Ojalá fuera esa persona capaz de subirme a un estrado para recordarle a los demás que la alegría todavía tiene márgenes anchos. Que el amor a la naturaleza no basta para construir edificios fiables y duraderos, pero que sin amor el trabajo y la vida son un asco. Ojalá supiera vender colectivamente mi moto del contento subversivo. Pero hasta que deje de ser esta criatura íntima, deja que te siga hablando en privado.

domingo, 8 de octubre de 2017

Tantas distracciones


Escuché en la radio esta noticia: hospital H; niños a punto de ser operados dirigiéndose al quirófano en coches teledirigidos; reducción de la ansiedad paterna; olvido del miedo a lo desconocido. Los imaginé pelones, desconcertantemente intrépidos, lanzándose contra  los carritos de medicinas de las enfermeras, pisando pies que ya no saben donde meterse, atropellando la aprensión pululante, el tedio, las pequeñas rutinas montadas en la misma cara del dolor y el deterioro, la arrogancia de los médicos. Y aunque empiezo a convertirme en una vieja inglesa gruñona; aunque a veces me veo batiendo las calles a la caza de niños vociferantes a los que meter en una furgoneta con barrotes, en mi cara asomó una sonrisa.

en mi mente un pensamiento estricto. Qué demonios, me dije. De qué me informa esta amable noticia. Cuál es el subtexto. No hace falta rascar mucho. La anécdota es una más de entre las muchas manifestaciones de un síndrome: la alergia de la sociedad actual a lo serio. Ese empeño de darle la espalda a los miedos.

Vale, es una iniciativa destinada a niños pequeños. De tres a ocho años, puede leerse. Tampoco hace falta ponerse tremenda. Si pueden evitarse malos ratos, nervios, llanto, desasosiego, con una dosis de jolgorio, qué de malo puede haber en ello. Nada en absoluto. Pocas cosas hay más cautivantes que un niño que bucea en el juego. Pero estas huidas hacia la distracción cada vez más comunes, cada vez más duraderas, me parecen ligeramente enfermizas. 

¿A qué edad conviene empezar a saber que, a grandes rasgos, la vida no es un asunto tan alegre? Que el tiempo daña, la fiesta dura lo que dura o agota y los apegos encadenan. ¿Cuál es el margen sensato para dejar de evitar lo inevitable? Si tu cerebro de Homo sapiens funciona normalmente, o aún no has alcanzado la iluminación budista, el miedo es prácticamente forzoso. El dolor ante lo que dejas y te deja. Esas pequeñas o grandes molestias que acorralan a los placeres. La vida se empeña en sabotear una y otra vez tu deseo de seguridad o juerga. Con sublevaciones físicas, con soledad, con decadencia, con abandono. Mejor para ti cuanto antes lo aprendas. Un niño que teme ante situaciones no  demasiado escabrosas no es lo opuesto de un niño alegre. Un niño que sabe es un niño al que se le permite ser valeroso. 

A mí me quitaron las vegetaciones con cinco o seis años. En el quirófano me pusieron unos patucos verdes y, bien despierta, me abrieron la boca. Vi cómo arrojaban a un cubo una medusa roja. De vuelta a la habitación, con fuego detrás de la cara, algo que no sé de dónde salía me obligó a no llorar ni un poquito. La niña que habían operado justo antes que a mí berreaba. El helado de vainilla que vino poco después no fue un premio, porque se lo daban a todos, pero yo ya no puedo probarlo sin que me sepa a valentía sutilmenteGracias a la fortuna, después no he tenido muchos momentos parecidos. No me he visto obligada a mostrarme aguerrida a menudo. Agradezco que no me distrajeran entonces. Que no pretendieran extirparme el miedo antes que las vegetaciones. 

Y agradezco ser consciente de que la vida es una gran hijaeputa. Una belleza traidora que tarde o temprano se va con otros. Conozco y reconozco la frustración, conozco el dolor, conozco el aburrimiento y el miedo. Gracias a eso mi alegría no es una tapadera, sino roca firme

domingo, 1 de octubre de 2017

La carne de gallina, los pelos de punta


No me apetece escribir sobre Eso. Y menos hoy, precisamente. He apagado la radio mientras hacía la cama. El regodeo en el detalle, la cacería del instante. Por detrás, latente, la expectación morbosa y mal disimulada de que, a pesar de los deseos expresados en voz alta, termine pasando algo grave. No puedo soportarlo. Al jazmín no le ha parecido bien que me fuera de vacaciones. Se siente raro en esta estación mestiza y lo hemos abandonado. Ahora mismo debería estar quitándole hojas secas. O sembrando hierbas de cocinar para crearme una ilusión de autosuficiencia. Esa es la actualidad que me interesa realmente: dicho en cursi, el organigrama y la agenda de los eventos naturales. Lo demás es anécdota. La actualidad es una creación moderna y, como tantas otras, se nos ha ido de las manos. Oprime, obliga, se te viene encima. Incita a la bulimia. Antes de salir del horno ya huele a rancia. 

No quiero tampoco expresar opiniones. Hubo un tiempo en que me acomplejaba no tener una posición estructurada y explícita sobre todas las cosas, pero ya me he reconciliado con esa debilidad congénita mía. Si lo piensas, las opiniones son como los ejércitos: te las montas por si acaso; custodian tu identidad; las consideras una necesidad por costumbre; evolucionan poco o nada desde el momento en el que fraguan; de vez en cuando necesitan una confrontación que justifique su existencia; gustan de exhibirse. Una opinión reservada es como una fortuna de la que no se alardea. Por eso las vamos divulgando y les exigimos un respeto. Cada cual se aferra a la suya como a su propio piel y a su ego. A veces las opiniones saturan el sistema social como las toallitas que arrojas insensatamente al váter.

Ni actualidad ni opiniones, entonces. Esto de hoy mío va, para variar, de sensaciones íntimas. De un escalofrío. Una reacción espontánea de mi cuerpo. No de mi mente, o del órgano donde se fabrican los posicionamientos. Ocurrió ayer, y por eso lo cuento hoy, no porque lo marque la fecha. Venía de la biblioteca, del mercado, cargada con un par de libros y el doble de filetes de bonito. Sorteando el aluvión de turistas, en mi mejor modo de animal retraído. Superé una de las atestadas plazas del centro, estaba a punto de desembocar en otra. Antes de alcanzarla escuché el jaleo. Consignas coreadas a todo lo que da la garganta, ese runrún que sea cual sea su contenido verbal, aborrezco. Unos pasos más y, por fin, el hervidero de cuerpos, y un vuelo de banderas. Pancartas. Estribillos que ya se entienden. España somos todos. Etcétera. Hice un quiebro y me desvié por las calles traseras. Porque tengo bastante conciencia somática y le suelo hacer caso a las señales que me envía mi cuerpo: se me habían puesto todos los pelos de punta. Eso que hice fui una huida. Y era miedo.

Ya lo he dicho otras veces: las personas me interesan y algunas hasta me chiflan, pero la gente, una buena cantidad de ella, me abruma. Las ciudades saturan mi percepción. La multitud me deja rendida. Pero lo de ayer... esa energía ciega puesta al servicio de abstracciones como la pertenencia a una nación o la identidad: me aterroriza. Ese truco de magia negra por el que una persona se junta con otra persona, con otra, con otra y con otra, y de repente, ahí tienes a una masa sin rostro enfocada en una idea. Enemiga de otras ideas. Impermeable a otras opciones. Se corea un España somos todos, y la energía creada en torno a ello blinda el lema y lo sacraliza. Y ya no te cabe en la cabeza que quizás no todos sientan España, o pongamos que Cataluña, como tú las sientes. Que algunos sienten las dos, o no sentimos ni una ni otra. Que no nos sale identificarnos con conceptos que ni se ven ni se tocan. Que somos alérgicos a ampararnos en una colectividad particular y no por eso impugnamos la convivencia.

La carne de gallina, los pelos de punta. Así debían de sonar las calles en los meses previos a julio del treinta y seis. No es una opinión, ni un presagio sombrío. Es solamente instinto.

domingo, 24 de septiembre de 2017

El águila manca

 
Venía en una caja de zapatos y no engañaba. Las plumas de la cola sobresalían por la tapa, su cuerpo desbordaba. El cartón caliente, palpitante. Un peso que refutaba la presencia de aire. Abrí la caja: ojos, colgados de mis ojos. Se suponía que era un cernícalo, pero ahí no había ni asomo de la dulzura que saben fingir los halcones. Una ráfaga de electricidad te atraviesa cuando te mira un águila. Algo que te obliga y te compromete a la deferencia. Como si un capo de la mafia con ojos de seda te pusiese en tu sitio. Aunque se encuentre al límite y a merced, a pesar de las estrechas e indecorosas circunstancias, un águila es siempre más que un águila: un reino sin vasallaje, una fortaleza a la que sólo puedes acceder si te invitan.

Cuando en el centro de recuperación nos dijeron que, lo siento mucho, pero probablemente habría que sacrificarla, nos miramos, la miramos. Había dado guerra durante todo el viaje en coche. A punto estuvo de zafarse de la caja y liarla. No daba el pego de animal moribundo. No lo era, de hecho. Seguía mirando como se miran entre sí los pares, experta en el trueque de respetos. Había una lumbre viva todavía, un futuro. Pero qué futuro, nos dijeron. El encargado del centro desplegó las alas de nuestro pájaro. Ah, era eso. Esa ruina: un ala espléndida, aún candente de vuelo; la otra ausente desde el codo. El hueso que asomaba seco ya, irrecuperable. 

¿Se puede vivir así? Se puede. ¿Como un águila calzada? En absoluto. Como un animal de exhibición tal vez, o como una herramienta educativa. Un recordatorio tenue de cómo huele lo salvaje en el lugar de los hombres. Un fondo de material genético. Tan triste: que en las células se conserven intactas las instrucciones para volar, las rutas en el cielo, los patrones de color y movimiento de las presas, el tejido de luz y sombra entre los árboles, y que el cuerpo constituido por ellas no pueda volar ya, migrar, cazar, hacer quiebros. Un águila mutilada sigue siendo más que un águila: mantiene su mirada hidalga, pero se ha convertido en un arquetipo de la impotencia.

Tengo cierta fijación con que los seres sean exactamente lo que tienen que ser desde que leí El dilema del omnívoro de Michael Pollan. Responder con cierta solvencia a la cuestión de si es moral quitarle la vida a un animal para comértelo requiere necesariamente que el cerdo, la vaca o el pollo que te vas a comer sean ni más ni menos que eso, animales que han vivido justo como la evolución programó que vivieran los cerdos, las vacas y los pollos. En bruto: no es demasiado lícito comer pollo si no se respeta su, ups, "pollicidad": su configuración natural, sus necesidades básicas en cuanto a dieta, espacio, movimiento o interacción social. 

Miré de nuevo al águila manca, me devolvió la mirada. El individuo que soy se retorció de horror ante la idea de que ese animal hermoso que podría sobrevivir debiera esperar una muerte inminente. La pequeña pieza de algo mucho más grande que soy también lo aceptó. Toda águila debe vivir como águila: soberana, brava y libre.

¿Y los humanos, entonces? ¿Dónde reside su humanidad última? ¿A qué punto en el tiempo nos remontamos para determinar lo que es y no es una persona? ¿Qué naturaleza básica debemos respetar para merecer una existencia digna? Pienso en lo que me diferencia de las águilas. Soy un animal terrestre y omnívoro dotado de habilidades cognitivas: manejo lenguajes, aprendo, evoluciono, soy plástica, imagino y concibo lo inmaterial. Ante todo tengo consciencia. Supongo que ese es el núcleo. Vivir con negligencia no es humano. Tan aberrante como un águila que no puede volar.


domingo, 17 de septiembre de 2017

A Cleo, con amor.


De todos mis compañeros de trabajo, hay algunos cuyo material genético debería ser conservado para futuras clonaciones. Depósitos de esperanza, semillas dignas de un búnker. A unos los admiro por eruditos, por su asombroso disco duro donde guardan no sólo datos naturales dispersos, sino las claves necesarias para relacionarlos. De otros envidio sus cualidades sociales, su agudeza a la hora de comprender y cautivar a la gente, la elegancia que despliegan en el manejo de situaciones que a cualquier otro actor podría estallarle en las manos. Los hay que no se necesitan reloj, que no se quejan nunca, que tal vez se cansan pero no lo demuestran, que parecen inmunes a los castigos del sol o del hielo. Los hay alegres, comprometidos, generosos con su tiempo y su sabiduría, barricadas contra la indolencia. Los que no han aprendido a poner excusas. Los que en un mundo defectuoso conservan unos cuantos anticuados principios. Los que prefieren centrarse en lo que ellos pueden dar, antes de en lo que los otros les quitan.

Me siento afortunada por conocerlos y rezo cada día mis más vehementes oraciones ateas para que nunca, nunca, sean víctimas de la desidia. Pero si tuviera que elegir a uno sólo como modelo me quedaría, que el resto me perdone, con Cleo. Con Aura. Con Lobo. Con Clarita. Con cualquiera de ese puñado de criaturas cuyos nombres apenas recuerdo. Ojalá algún día el trabajo o la vida misma tuvieran para mí la misma cualidad de juego y entrega que tiene para ellos. 

Madrugando en una mañana de julio para cogerle una cierta ventaja al calor, aunque después el coche de carreras del verano nos adelante sin despeinarse. Pisando suelos traicioneros de escarcha. Por pedregales que fagocitan la suela de las botas. Entre espartos que en la distancia parecen oro macizo. Bajo cielos vastos e impíos o espesuras que no recuerdan tonos azules. Los contemplo muchas veces en la distancia, seguidos de su guía, porque siempre andan más ligero que una. Han salido de su coche raudos, apremiados por una misteriosa sirena, corrido decenas de metros antes de que a mí me haya dado tiempo a colgarme la mochila. Me entusiasma ese talante arrojado que tienen, por encima de sus indiscutibles talentos. Ese hambre concienzuda de vida que en ningún momento los conduce a tontas y a locas. Lo serio, lo crucial de su alegría. 

Su intervención es decisiva, pero más que el transcendental qué, me conmueve el cómo. En una realidad remotamente justa, estos seres limpios deberían dedicarse a rastrear fuentes de vida. Pero huelen lo que los humanos no olemos: la crueldad antes que la muerte, el veneno tan alevoso que a nosotros nos resulta imperceptible. Si no fuera por ellos el monte sería todavía más un campo de minas. Siendo esta tarea importante, lo que a mis ojos los hace ejemplares es el modo en que se recrean. Cómo se zambullen en un océano de olores y no suben a superficie hasta que no dan, si lo hay, con el que nunca se desea. Lo cándido de su recompensa: unas palabras de aprobación y algo que a mi poco entender parece un guiñapo. Un juguete. Quizás también el permiso para seguir jugando.

Y yo quiero ser así. Trabajar, vivir entregada en pos de una recompensa casi imaginaria. No un elogio ni un premio, sino un sentido: un pequeño entusiasmo puesto al servicio de unos valores, ganándole la enésima partida al desaliento, la apatía o el cansancio.


domingo, 10 de septiembre de 2017

Si ves llama, a lo mejor es tu culpa


Este verano negro todavía guarda llamas. Todavía escozor y sobresalto. Todavía combustible para el pornocatastrofismo del telediario. Y torrentes de saliva, real o digital, corriendo como si de veras pretendieran apagarlas. Seguirá habiendo quien siente cátedra antes de que monte y mente se enfríen. Quien se muestre categórico y marcial delante de las cámaras. Seguirán indignando e indignándose, usando un lenguaje moral o bélico, removiendo las entrañas de la gente. Se posicionarán con firmeza frente a lo criminal, como corresponde. Pero ese dedo que acusa implacablemente al delincuente, al forajido, a veces también flaquea. A veces se muestra incómodo y entonces obvia el hecho de que detrás de muchos incendios está, por supuesto, la mano del hombre, pero no la mano vil, sino la mano estúpida.

Yo no voy a hablar sin saber lo suficiente. No voy a ser rotunda porque no dispongo de estadísticas. Uno de mis principios básicos es procurar no faltarle el respeto a las realidades complejas: no generalizar, no simplificar, no convertir un bosque de causas y relaciones en un esquema digerible. No vivimos en el más sutil de los presentes, pero aún sobreviven diferencias. Todavía podemos hacer chistes sobre gallegos, vascos o andaluces. Y quien dice chistes, dice distinciones acerca de cómo cada región se relaciona para bien o para mal con su medio. Así que disculpadme si no afirmo que, indiscutiblemente, la mayor parte de los incendios son intencionados.

También hay torpezas tan grandes que no se merecen siquiera ser calificadas de accidentes. Si quemas las ramas que has podado en tu jardín a unos diez metros del monte que rodea tu casa, en un día de poniente desmadrado, y provocas un incendio, perdona, pero si te ves delante de un juez no voy a tenerte lástima. Descuidos fatales así, a patadas. Si su número es mayor o menor que las causas intencionadas no es mi tema. Lo que a mí me interesa hoy es cómo la negligencia se trata públicamente.

He sido testigo de cómo la lengua se desata durante el mismo desarrollo del incendio. Estoy harta de verlo en las televisiones. Lo entiendo: las situaciones de amenaza son siamesas de las demostraciones de fuerza. La gente evacuada, los que tienen que soportar la visión de cómo sus casas y sus campos son devorados por el fuego necesitan saber que alguien va a ser castigado. El mal ronda a las afueras de los pueblos. Y no hay manera de evitarlo, porque la maldad o la codicia o los transtornos mentales son endémicos de la condición humana. Pero sí podemos escarmentarlo. Entonces es cuando las autoridades nos aseguran que van a encontrar a esos criminales. A los que ponen en peligro pérfidamente nuestras vidas y nuestro patrimonio.

Pero la negligencia, por definición, sí podía haberse evitado. Cuando tu mundo está siendo reducido a cenizas, eso no hay quien lo aguante. Tu calamidad no tendría que estar sucediendo si alguien hubiera puesto en sus cosas un mínimo sentido común o una atención mínima. Alguien, además, con nombre y apellidos y hasta mote, no una corporación perversa o un delincuente. Tu vecino. Tu cuñado. Tu mismo. Lo bochornoso de la negligencia es su normalidad: que, más allá de componentes morales, pueda convertir a cualquiera en responsable.

Ante eso, mejor apuntar al mal. El mal intencionado es imprevisible, inevitable, periférico. Nos absuelve porque no forma parte de nuestras comunidades. A ningún político puede gustarle insinuar que los ciudadanos somos un hatajo de descuidados. Porque probablemente somos más interesantes como entes inmaduros y porque no estamos dispuestos a que nos destapen las vergüenzas. Y nuestra vergüenza, como sociedad, es que la responsabilidad personal parece haber pasado de moda.

domingo, 3 de septiembre de 2017

Mi sillón favorito

Se me ha quedado esta imagen encallada. Como cuando hace unos años se me atrancaban cosas en la garganta. No es una metáfora. Las zanahorias, lo duro y crudo: simplemente detenían su camino y se aferraban, víctimas quizás del pánico a ser digeridas. Asomada a la boca del estómago que hace papilla todas las representaciones y todos los sucesos actuales, mi imagen a lo mejor siente lo mismo. Con toda su sencillez y su aparente inocuidad, se resiste a que la olvide. 

¿Y qué es lo que tiene? Mucho cielo mediocre. Mucha hierba de aspecto severo. Flores capturadas en un plano lo bastante amplio como para no edulcorar el paisaje. Un cordón de montes que sólo en la lejanía se perciben suaves y acariciables. Y un mullido sillón justo en medio, de lo más incoherente. Con los ojos sólo se ve eso. Con el corazón: una intemperie negociada, un desierto que ha quedado en suspenso. 

Puede bastar para atraparme. Amo el espacio abierto. Me conmueven las floraciones de lo árido. Pero hace ya mucho tiempo que metabolicé las fotos que hice un marzo en el Cabo de Gata. Compartían elementos semejantes: líneas desnudas, un vacío que no clamaba por llenarse, una sombra de amenaza que no se pronunciaba, flores amarillas, blancas y azules. Cuando descubro a mi mente holgazana pretendiendo simplificar un paisaje echo mano de aquellas fotos, para que me recuerden que el desierto es mucho más que la imagen que lo resume. El desierto está cuajado de formas, de sexo y hambre, de anhelos de pervivencia.

Pero mis fotos ya forman parte indistinguible de mí, y tengo que volver a mirarlas para devolverles un aspecto preciso. Esta que comparto hoy, en cambio, no se deshace, no sigue su camino, no pierde su consistencia. Es el sillón, me parece. Mi imaginación se ha sentado en él y ha cumplido así el hechizo. Ya no puedo levantarme. No puedo dejar de pensar que esta visión es importante.

Acomodarme en el exterior riguroso como si eso no fuera difícil. Colocar lo mejor de la casa en cualquier parte. Pararme a mirar sin avíos, y mirar, y mirar, hasta que la abundancia de realidad me empape. Seguir las narraciones naturales con la misma credulidad y la misma entrega con que me rindo a novelas y películas. Abrirme a ese espectáculo. Esperar a que se abren flores en lo que en apariencia parecía árido y vacío.

Todo eso se empaqueta en mi imagen: demasiado integral como para digerirla con ligereza.


Mi cámara registraba muchas menos flores que mis ojos y mi memoria.

domingo, 27 de agosto de 2017

Entender la carne

 
A las cinco de la tarde los dos balcones de mi casa siguen abiertos. Lo siento, pero para comprender hasta qué punto me exalta esta frase has tenido que vivir en el puño cerrado del sur los últimos dos meses. Tu piel ha tenido que sufrir una crisis diplomática con el aire. De nueve de la mañana a once de la noche tu vivienda se habrá convertido en un búnker. Has adoptado la estrategia de la cochinilla para que el calor no te devorase.

Agosto, cinco de la tarde, ventana abierta, algo de fresco: prodigio. La lluvia está todavía lejos pero huele, qué diva. Ahora que el fuego respeta una tregua me doy cuenta de que veranos como estos toman a los cuerpos como rehenes. Tumbada en la cama a la hora de la siesta, con una cantidad de ropa que no necesita explicaciones, hoy no siento ganas de arrancarme la carne de los huesos, de liberarme de lo que pesa y suda, de reducirme a un aliento seco. Mi yo físico y ese otro de la mente que sólo sé llamar eléctrico son  esta tarde dos hermanos coreanos que por fin se encuentran. Se entiende bien que el dios mayúsculo naciese tras un delirio en el desierto: el calor extremo te enemista con tu carne y te predispone a lo abstracto.

A mí este fresco pagano me concede lo concreto. Y como no pienso perder este regalo de siesta vegetando, me miro el ombligo, los lunares, cada uno de los dedos, digo yo y flipo. No debería ser causa de asombro que yo sea esta materia. Voy a mirarme y poner mi nombre en cada parte hasta que deje de sorprenderme. En cada centímetro de piel y en lo de adentro. Ahí abajo, qué cantidad de vínculos e historias. Bajo mi barriga llana, medio brócoli y dos jureles a punto de convertirse en yo misma: sol y sal, madrugón de pescador y dolor de espinazo, subvenciones y cuotas, tierra estresada, mar tóxico. En mi muslo, un resto de grasa vieja, superviviente quizás de cuando en los tiempos de universidad me ponía ciega de galletas. Mi cuerpo es yo, es un yacimiento arqueólogico, es ecología y política, atmósfera y roca, rapiña y simbiosis.

Acabo de leer en el imprescindible El dilema del omnívoro, de Michael Pollan -¡en serio, im-pres-cin-dible! - que la mayor parte del nitrógeno presente en las proteínas de nuestro cuerpo proviene no del que fijan las bacterias asociadas a plantas leguminosas, sino de los fertilizantes químicos que aceleran los tiempos vegetales en compases anfetamínicos. Si yo soy mi cuerpo y mi cuerpo es esto, entonces soy víctima y cómplice de crímenes tramados bien lejos: mis células marcan el rastro de cómo la lógica natural se ha ido desmantelando. Miro mi carne y digo yo, y con dolor admito que soy petróleo. Una pequeña muestra del planeta entero, con sus malestares y sus prodigios

Las ventanas siguen abiertas. Mi piel dialoga con el aire. Soy una Tierra diminuta. Me pregunto si la relación será recíproca. Si su devenir se escripta en las células de mi cuerpo, ¿podrá mi cuerpo escribir también una breve historia sobre el suelo y el cielo, alternativa a la que ahora se cuenta? ¿Y si lo que elijo comer cambia el alfabeto de mi carne? ¿Podrá el nitrógeno en mis pestañas y músculos dejar de oler a fábrica? ¿Puede aún la lógica natural sublevarse?



domingo, 20 de agosto de 2017

Pero saldremos

 
Yo sí que tengo miedo. Aunque este no sea el mensaje que precisamente vende o nutre. No importa. Esto es mi corazón crudo y sin especias, no un artículo de consumo o un saco de pienso. Esto es  un cuerpo sin protección ni tratamiento digital de la imagen. Imperfecto, franco, vulnerable. Sometido al engranaje de la naturaleza. Tengo más grasa en los muslos y en el culo de la que puedo alardear, porque ese es el diseño fisiológico que la evolución terminó encontrando adecuado. Y tengo miedo, como los corzos o las perdices. 

El miedo es la emoción básica de cualquier organismo que pueda convertirse en presa. Básica porque es útil para sobrevivir y porque impregna más o menos una cantidad enorme de experiencias. Lo que pasa es que a veces, casi siempre, al integrar la especie más rapaz de las que habitan el planeta, se nos pasa por alto que ahí fuera abundan los depredadores. El miedo es entonces esa tara, ese corsé que te impide andar ágilmente, esa jaula. Esa celulitis del carácter que no conviene que se vea. Hacerse adulto es estimar que la verdad puede ser contraproducente. Y el miedo es una verdad animal que, como la muerte, habitualmente maquillamos.

Yo no voy a salir a la calle con la frase No Tengo Miedo pintada en la frente. Cómo podría, si lo tengo. Miedo de que una noche, helado en mano, el bochorno desprendiéndose a duras penas de mi piel como la camisa de una serpiente, alguien me aseste un hachazo. Miedo de los conciertos y las estaciones de autobús y los pasos de peatones en el centro. Miedo de ver trozos de carne humana. De correr por mi vida no importa a quién empuje o pise. Tengo miedo de que las fieras no huelan de la manera en que los ciervos huelen a los lobos; que no señalen ostentosamente su presencia como los malos cazadores; que no se distingan de la gente. Tengo miedo de que alguien considere mi paseo, mi despreocupación, mi helado, como una ofensa. Miedo de esa simplificación brutal del nosotros o vosotros. Miedo del rencor contra el que ríe. Miedo de que ni siquiera sea rencor, sino algo más incomprensible si cabe, más escurridizo, difícil de manejar como el vacío.

Habrá a quien mi miedo le indigne. Quien lo llame insolidario. Quien piense que es justo lo que alimenta a la bestia del terrorismo. Quien lo desprecie o lo use para calibrar su propia valía. Pero no, no saldré a la calle coreando lemas de audacia. Saldré a la calle en silencio o charlando con quien tengo al lado, fingiendo hasta cierto punto que a nosotros no puede pasarnos. Con todo mi calor y mi cucurucho de chocolate y coco y mi miedo. Y mi verdad vulnerable y mi risa. 
 

lunes, 14 de agosto de 2017

Emergencia


Yo quería hablar hoy del apocalipsis, pero el levante trae un olor demasiado rico a higuera. Y no sólo a eso. También a un mar de bandera roja que limpia la orilla de cuerpos y la mente de morralla. Al romero que escamondó ayer mi padre y que promete una barbacoa con carácter. A la ceniza húmeda del incendio que la semana pasada chamuscó por aquí cerca dos o tres árboles de jardín y unas cuantas cañas: lo bastante para recordarme que tengo el olor a quemado encerrado en el corazón como uno de esos documentos comprometedores que se guardan en cajas fuertes.

Quería ser malasombra y contar que la calamidad quiere citarse conmigo, no para meterle mano a mi vida chica y bendita, sino para contratarme de vocera. Me ronda, me envía señales de muchos tipos. O a lo mejor es que a veces lo que pasa rima en secreto. Una serie, un libro, una charla con un amigo. Caen en ti como piezas sueltas de un puzzle que luego se te ensambla en la mente. De repente te encuentras contemplando un cuadro del fin bastante concreto. 

No veo nunca series, porque la oferta de ocio rebosa mi vaso de tiempo. Pero en la primera que me ha enganchado después de al menos un par de años, una red criminal absolutamente salvaje conspira, tortura y asesina niños con el único objetivo de salvar el planeta de una población humana todavía más asesina, por desmesurada.

Y hacía mucho que no me regalaban un libro, pero hace un par de semanas me sorprendieron con el último de mi admirada Lionel Shriver, Los Mandible, una narración desde el mismo corazón verosímil y prosaico del colapso de nuestra forma de vida.

A mi amigo lo veo unas pocas veces en el mismo único mes del año. Los dos somos realistas pero alegres, alegres pero realistas, o un par de estoicos envueltos por un caparazón de hedonismo. Estuvimos juntos dentro de un bosque y al lado de un río que parecían perfectos. Tan verdes, tan vivos, tan vehementes en su belleza que casi te hacían olvidar que aguas abajo rugía la manada dominguera, obviar los helechos aplastados, los kleenex sucios, banderas de la estupidez humana. En aquel paraíso violado pero perseverante, nuestro pesimismo acerca de la posibilidad de revertir el curso de la destrucción de la naturaleza también parecía idiota.

Pero las señales claman mientras el campo pierde voces y el verde o el blanco amenazan con rendirse. Qué podemos hacer, tú, yo, tres o cuatro nosotros. Abrir bien los ojos como liebres para contemplar quién nos está atropellando. Rescatar con la palabra y en el hueco de las manos pequeñas semillas de belleza. Dejar la mínima huella posible. Confiar todavía en que terminaremos encontrando una solución emergente. Colocarnos cerca de las higueras. 

lunes, 7 de agosto de 2017

Linaje

 
Recordaremos aquella mañana con la fuerza de las primeras veces. Tal vez con la nostalgia afilada de las últimas. Con la melancolía que se asoma a la ventana a ver lo que pudo haber arrancado y no. Puede incluso que ni la recordemos, como difícilmente se recuerda lo que una vez se coló y se hizo consustancial a nuestra vida. La primera palabra, el primer pájaro en el cielo, la primera sonrisa.

La primera vez que derribamos un árbol. La primera vez que, en el huerto, fuimos parte activa. ¿Verdad que las reticencias se me agotaron pronto? Yo decía: un peral que no da peras sigue dando algo. Sombra, soporte para nidos, hojas donde la luz presume como en las vidrieras de una iglesia. Decía: tú tampoco das fruto y no te talamos. Pero un esqueleto en un huerto no es un espectáculo edificante. Un huerto es un empeño humano, un aliarse con la naturaleza para después refutarla: se aguantan los vientos, la avaricia o el abuso de lluvia y el miedo al granizo; se coopera con el suelo y se le hacen ofrendas, y a cambio, se espera que la naturaleza se estanque en una juventud continua. Que lo que crece no mengüe. Que lo que rinde se mantenga. En un huerto se domestica la vida y a la muerte se la humilla.

Aunque sí, claro, hay bajas. Bichos a los que se aniquila con más alegría de la cuenta, que todo es preciso decirlo; matas con complejo de Peter Pan que no quisieron pasar de semillas o brotes, ni fueron lo suficientemente bravas como para echar raíces. Porque para anclarse hay que tener redaños. Para soportar con calma y sin huir lo que venga. Pero un árbol maduro que se seca de golpe y se rinde...tiene que dejar su espacio. Sigue siendo una visión hermosa pero ¿y si su derrotismo se contagia? En el huerto se planta confianza junto a las fresas y tomates. La muerte súbita ha de ser arrancada.

Y ahí estoy yo, criatura poco práctica. Ahí tú, blanco como una endivia. Ahí también el caudillo de los aguacates, secretamente eufórico porque aún tiene cuerda para seguir enseñando. Dónde asestar los golpes, cómo empuñar tijeras de podar y serrucho. Se sabe todavía fértil e imprescindible, dueño de un conocimiento que la siguiente generación no ha superado. Confía en que a lo mejor, cuando él ya no esté para abrir la llave de riego, el agua seguirá manando. Cada hora que pasa removiendo la tierra o maldiciendo a la mosca de la fruta no será tiempo en vano, una fugaz concesión que le hacen el matorral espinoso y las cañas antes de engullirlo. Los árboles que plantó su padre y que él mantiene todavía tendrán ojos que los miren agradecidos y brazos que, con mayor o menor fortuna, los guíen. Esperanza plantada junto a calabacines y boniatos.

Y nosotros, sudando y felices como niños a los que se les encomienda una misión adulta, cruzamos nuestros ojos y sonreímos. Nos hemos zambullido en un ciclo intrincado y formidable. Nos hemos hecho invisibles al azote de nuestro propio ego y al tiempo impío de las ciudades. Estamos juntos los tres en una mañana de clima perfecto por desapercibido. Los cuatro, si honramos al árbol muerto como se merece. Por primera vez nos implicamos más allá de la gratificación inmediata de la cosecha. Por primera vez consideramos seriamente ser agentes de futuro. Por primera vez ponemos nuestro sudor en la receta de los ingredientes imprescindibles para que la naturaleza siga cocinando. Y por primera vez intuimos que no será la última.


Fotografía de cuando simplemente holgazaneaba bajo los aguacates.