domingo, 17 de septiembre de 2017

A Cleo, con amor.


De todos mis compañeros de trabajo, hay algunos cuyo material genético debería ser conservado para futuras clonaciones. Depósitos de esperanza, semillas dignas de un búnker. A unos los admiro por eruditos, por su asombroso disco duro donde guardan no sólo datos naturales dispersos, sino las claves necesarias para relacionarlos. De otros envidio sus cualidades sociales, su agudeza a la hora de comprender y cautivar a la gente, la elegancia que despliegan en el manejo de situaciones que a cualquier otro actor podría estallarle en las manos. Los hay que no se necesitan reloj, que no se quejan nunca, que tal vez se cansan pero no lo demuestran, que parecen inmunes a los castigos del sol o del hielo. Los hay alegres, comprometidos, generosos con su tiempo y su sabiduría, barricadas contra la indolencia. Los que no han aprendido a poner excusas. Los que en un mundo defectuoso conservan unos cuantos anticuados principios. Los que prefieren centrarse en lo que ellos pueden dar, antes de en lo que los otros les quitan.

Me siento afortunada por conocerlos y rezo cada día mis más vehementes oraciones ateas para que nunca, nunca, sean víctimas de la desidia. Pero si tuviera que elegir a uno sólo como modelo me quedaría, que el resto me perdone, con Cleo. Con Aura. Con Lobo. Con Clarita. Con cualquiera de ese puñado de criaturas cuyos nombres apenas recuerdo. Ojalá algún día el trabajo o la vida misma tuvieran para mí la misma cualidad de juego y entrega que tiene para ellos. 

Madrugando en una mañana de julio para cogerle una cierta ventaja al calor, aunque después el coche de carreras del verano nos adelante sin despeinarse. Pisando suelos traicioneros de escarcha. Por pedregales que fagocitan la suela de las botas. Entre espartos que en la distancia parecen oro macizo. Bajo cielos vastos e impíos o espesuras que no recuerdan tonos azules. Los contemplo muchas veces en la distancia, seguidos de su guía, porque siempre andan más ligero que una. Han salido de su coche raudos, apremiados por una misteriosa sirena, corrido decenas de metros antes de que a mí me haya dado tiempo a colgarme la mochila. Me entusiasma ese talante arrojado que tienen, por encima de sus indiscutibles talentos. Ese hambre concienzuda de vida que en ningún momento los conduce a tontas y a locas. Lo serio, lo crucial de su alegría. 

Su intervención es decisiva, pero más que el transcendental qué, me conmueve el cómo. En una realidad remotamente justa, estos seres limpios deberían dedicarse a rastrear fuentes de vida. Pero huelen lo que los humanos no olemos: la crueldad antes que la muerte, el veneno tan alevoso que a nosotros nos resulta imperceptible. Si no fuera por ellos el monte sería todavía más un campo de minas. Siendo esta tarea importante, lo que a mis ojos los hace ejemplares es el modo en que se recrean. Cómo se zambullen en un océano de olores y no suben a superficie hasta que no dan, si lo hay, con el que nunca se desea. Lo cándido de su recompensa: unas palabras de aprobación y algo que a mi poco entender parece un guiñapo. Un juguete. Quizás también el permiso para seguir jugando.

Y yo quiero ser así. Trabajar, vivir entregada en pos de una recompensa casi imaginaria. No un elogio ni un premio, sino un sentido: un pequeño entusiasmo puesto al servicio de unos valores, ganándole la enésima partida al desaliento, la apatía o el cansancio.


1 comentario:

  1. Yo quiero dejar de trabajar y vivir de rentas, pero no tengo ninguna renta, así que no puedo dejar de trabajar. Cuánta injusticia que existe en el mundo.
    Para peor, me caen mal todos mis compañeros de trabajo...

    Saludos,

    J.

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