domingo, 10 de septiembre de 2017

Si ves llama, a lo mejor es tu culpa


Este verano negro todavía guarda llamas. Todavía escozor y sobresalto. Todavía combustible para el pornocatastrofismo del telediario. Y torrentes de saliva, real o digital, corriendo como si de veras pretendieran apagarlas. Seguirá habiendo quien siente cátedra antes de que monte y mente se enfríen. Quien se muestre categórico y marcial delante de las cámaras. Seguirán indignando e indignándose, usando un lenguaje moral o bélico, removiendo las entrañas de la gente. Se posicionarán con firmeza frente a lo criminal, como corresponde. Pero ese dedo que acusa implacablemente al delincuente, al forajido, a veces también flaquea. A veces se muestra incómodo y entonces obvia el hecho de que detrás de muchos incendios está, por supuesto, la mano del hombre, pero no la mano vil, sino la mano estúpida.

Yo no voy a hablar sin saber lo suficiente. No voy a ser rotunda porque no dispongo de estadísticas. Uno de mis principios básicos es procurar no faltarle el respeto a las realidades complejas: no generalizar, no simplificar, no convertir un bosque de causas y relaciones en un esquema digerible. No vivimos en el más sutil de los presentes, pero aún sobreviven diferencias. Todavía podemos hacer chistes sobre gallegos, vascos o andaluces. Y quien dice chistes, dice distinciones acerca de cómo cada región se relaciona para bien o para mal con su medio. Así que disculpadme si no afirmo que, indiscutiblemente, la mayor parte de los incendios son intencionados.

También hay torpezas tan grandes que no se merecen siquiera ser calificadas de accidentes. Si quemas las ramas que has podado en tu jardín a unos diez metros del monte que rodea tu casa, en un día de poniente desmadrado, y provocas un incendio, perdona, pero si te ves delante de un juez no voy a tenerte lástima. Descuidos fatales así, a patadas. Si su número es mayor o menor que las causas intencionadas no es mi tema. Lo que a mí me interesa hoy es cómo la negligencia se trata públicamente.

He sido testigo de cómo la lengua se desata durante el mismo desarrollo del incendio. Estoy harta de verlo en las televisiones. Lo entiendo: las situaciones de amenaza son siamesas de las demostraciones de fuerza. La gente evacuada, los que tienen que soportar la visión de cómo sus casas y sus campos son devorados por el fuego necesitan saber que alguien va a ser castigado. El mal ronda a las afueras de los pueblos. Y no hay manera de evitarlo, porque la maldad o la codicia o los transtornos mentales son endémicos de la condición humana. Pero sí podemos escarmentarlo. Entonces es cuando las autoridades nos aseguran que van a encontrar a esos criminales. A los que ponen en peligro pérfidamente nuestras vidas y nuestro patrimonio.

Pero la negligencia, por definición, sí podía haberse evitado. Cuando tu mundo está siendo reducido a cenizas, eso no hay quien lo aguante. Tu calamidad no tendría que estar sucediendo si alguien hubiera puesto en sus cosas un mínimo sentido común o una atención mínima. Alguien, además, con nombre y apellidos y hasta mote, no una corporación perversa o un delincuente. Tu vecino. Tu cuñado. Tu mismo. Lo bochornoso de la negligencia es su normalidad: que, más allá de componentes morales, pueda convertir a cualquiera en responsable.

Ante eso, mejor apuntar al mal. El mal intencionado es imprevisible, inevitable, periférico. Nos absuelve porque no forma parte de nuestras comunidades. A ningún político puede gustarle insinuar que los ciudadanos somos un hatajo de descuidados. Porque probablemente somos más interesantes como entes inmaduros y porque no estamos dispuestos a que nos destapen las vergüenzas. Y nuestra vergüenza, como sociedad, es que la responsabilidad personal parece haber pasado de moda.

2 comentarios:

  1. Me encanta el tono despiadado con la condición humana. Y no es ironía. Olé!

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  2. Si dejamos de mirar las noticias, ¿dejan de ocurrir tragedias?

    Saludos,

    J.

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