Este
verano negro todavía guarda llamas. Todavía escozor y sobresalto.
Todavía combustible para el pornocatastrofismo
del telediario. Y torrentes de saliva, real o digital, corriendo como
si de veras pretendieran apagarlas. Seguirá habiendo quien siente
cátedra antes de que monte y mente se enfríen. Quien se muestre
categórico y marcial delante de las cámaras. Seguirán indignando e
indignándose, usando un lenguaje moral o bélico, removiendo las
entrañas de la gente. Se posicionarán con firmeza frente a lo
criminal, como corresponde. Pero ese dedo que acusa implacablemente
al delincuente, al forajido, a veces también flaquea. A veces se
muestra incómodo y entonces obvia el hecho de que detrás de muchos
incendios está, por supuesto, la mano del hombre, pero no la mano
vil, sino la mano estúpida.
Yo
no voy a hablar sin saber lo suficiente. No voy a ser rotunda porque
no dispongo de estadísticas. Uno de mis principios básicos es
procurar no faltarle el respeto a las realidades complejas: no
generalizar, no simplificar, no convertir un bosque de causas y
relaciones en un esquema digerible. No vivimos en el más sutil de
los presentes, pero aún sobreviven diferencias. Todavía podemos
hacer chistes sobre gallegos, vascos o andaluces. Y quien dice
chistes, dice distinciones acerca de cómo cada región se relaciona
para bien o para mal con su medio. Así que disculpadme si no afirmo
que, indiscutiblemente, la mayor parte de los incendios son
intencionados.
También
hay torpezas tan grandes que no se merecen siquiera ser calificadas
de accidentes. Si quemas las ramas que has podado en tu jardín a
unos diez metros del monte que rodea tu casa, en un día de poniente
desmadrado, y provocas un incendio, perdona, pero si te ves delante
de un juez no voy a tenerte lástima. Descuidos fatales así, a
patadas. Si su número es mayor o menor que las causas intencionadas
no es mi tema. Lo que a mí me interesa hoy es cómo la negligencia
se trata públicamente.
He
sido testigo de cómo la lengua se desata durante el mismo desarrollo
del incendio. Estoy harta de verlo en las televisiones. Lo entiendo:
las situaciones de amenaza son siamesas de las demostraciones de
fuerza. La gente evacuada, los que tienen que soportar la visión de
cómo sus casas y sus campos son devorados por el fuego necesitan
saber que alguien va a ser castigado. El mal ronda a las afueras de
los pueblos. Y no hay manera de evitarlo, porque la maldad o la
codicia o los transtornos mentales son endémicos de la condición
humana. Pero sí podemos escarmentarlo. Entonces es cuando las
autoridades nos aseguran que van a encontrar a esos criminales. A los
que ponen en peligro pérfidamente nuestras vidas y nuestro
patrimonio.
Pero
la negligencia, por definición, sí podía haberse evitado. Cuando
tu mundo está siendo reducido a cenizas, eso no hay quien lo
aguante. Tu calamidad no tendría que estar sucediendo si alguien
hubiera puesto en sus cosas un mínimo sentido común o una atención
mínima. Alguien, además, con nombre y apellidos y hasta mote, no
una corporación perversa o un delincuente. Tu vecino. Tu cuñado. Tu
mismo. Lo bochornoso de la negligencia es su normalidad: que, más
allá de componentes morales, pueda convertir a cualquiera en
responsable.
Ante
eso, mejor apuntar al mal. El mal intencionado es imprevisible,
inevitable, periférico. Nos absuelve porque no forma parte de
nuestras comunidades. A ningún político puede gustarle insinuar que los ciudadanos somos un hatajo de descuidados.
Porque probablemente somos más interesantes como entes inmaduros y porque no estamos
dispuestos a que nos destapen las vergüenzas. Y nuestra vergüenza,
como sociedad, es que la responsabilidad personal parece haber pasado
de moda.
Me encanta el tono despiadado con la condición humana. Y no es ironía. Olé!
ResponderEliminarSi dejamos de mirar las noticias, ¿dejan de ocurrir tragedias?
ResponderEliminarSaludos,
J.