domingo, 3 de septiembre de 2017

Mi sillón favorito

Se me ha quedado esta imagen encallada. Como cuando hace unos años se me atrancaban cosas en la garganta. No es una metáfora. Las zanahorias, lo duro y crudo: simplemente detenían su camino y se aferraban, víctimas quizás del pánico a ser digeridas. Asomada a la boca del estómago que hace papilla todas las representaciones y todos los sucesos actuales, mi imagen a lo mejor siente lo mismo. Con toda su sencillez y su aparente inocuidad, se resiste a que la olvide. 

¿Y qué es lo que tiene? Mucho cielo mediocre. Mucha hierba de aspecto severo. Flores capturadas en un plano lo bastante amplio como para no edulcorar el paisaje. Un cordón de montes que sólo en la lejanía se perciben suaves y acariciables. Y un mullido sillón justo en medio, de lo más incoherente. Con los ojos sólo se ve eso. Con el corazón: una intemperie negociada, un desierto que ha quedado en suspenso. 

Puede bastar para atraparme. Amo el espacio abierto. Me conmueven las floraciones de lo árido. Pero hace ya mucho tiempo que metabolicé las fotos que hice un marzo en el Cabo de Gata. Compartían elementos semejantes: líneas desnudas, un vacío que no clamaba por llenarse, una sombra de amenaza que no se pronunciaba, flores amarillas, blancas y azules. Cuando descubro a mi mente holgazana pretendiendo simplificar un paisaje echo mano de aquellas fotos, para que me recuerden que el desierto es mucho más que la imagen que lo resume. El desierto está cuajado de formas, de sexo y hambre, de anhelos de pervivencia.

Pero mis fotos ya forman parte indistinguible de mí, y tengo que volver a mirarlas para devolverles un aspecto preciso. Esta que comparto hoy, en cambio, no se deshace, no sigue su camino, no pierde su consistencia. Es el sillón, me parece. Mi imaginación se ha sentado en él y ha cumplido así el hechizo. Ya no puedo levantarme. No puedo dejar de pensar que esta visión es importante.

Acomodarme en el exterior riguroso como si eso no fuera difícil. Colocar lo mejor de la casa en cualquier parte. Pararme a mirar sin avíos, y mirar, y mirar, hasta que la abundancia de realidad me empape. Seguir las narraciones naturales con la misma credulidad y la misma entrega con que me rindo a novelas y películas. Abrirme a ese espectáculo. Esperar a que se abren flores en lo que en apariencia parecía árido y vacío.

Todo eso se empaqueta en mi imagen: demasiado integral como para digerirla con ligereza.


Mi cámara registraba muchas menos flores que mis ojos y mi memoria.

2 comentarios:

  1. Intente subir el brillo y modifique la curva de color. Quizá así recupere flores y el cielo no sea tan plano.

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