martes, 30 de abril de 2013

Vicaria

Vuelvo a verte por fin, y me recuerdas más que nunca a la versión de ti que guardo de la primera vez. Estabas recién bajado de un autobús. Era verano, quizá, o quizá uno de esos meses con talento imitativo que merodean en torno al verano. A lo mejor mi memoria me engaña y no llevabas puesta una camiseta roja. A lo mejor la morenez de tu cara se ha convertido en un axioma tan firme que he olvidado que en su momento me sorprendiera. Lo que sí me sorprendió fue tu espalda. Porque era ancha. Flagrantemente más ancha que tu cintura. Me habían hablado tanto de ti, con un romanticismo tan velado. Habían pintado sobre tu nombre un personaje tan teñido de drama, que casi esperaba que fueras algo pajizo e impalpable. Todo lo contrario: tostado, rotundamente físico. Te estudié de refilón en el autobús urbano que nos llevaba de la estación a mi casa. Mirabas por las lunas, con una sonrisa ligera en la cara. Y tenías pinta de servir para la vendimia. Supe que tu cuadro iba a ser rápidamente restaurado, y que tu imagen iba a limpiarse de unas cuantas capas de añadidos barrocos. Así es como poco a poco se fue disolviendo el amigo de otra persona, y como apareció mi amigo.

Luego, a lo largo de estos años, te fuiste redondeando. Igual de moreno, igual de robusto, pero con el protagonismo de la espalda mitigado a nivel abdominal. El piso de un dormitorio que compraste se llenó con otra persona y un gato, y la vida doméstica te empezó a moldear. Y ahora que allí ya no te esperan ni gato ni persona; ahora que estás ardiendo, y que otra historia actúa en tu cuerpo como un by-pass gástrico, vuelvo a tener de frente al moreno de la camiseta roja y la espalda gallarda.

¿Y sabes una cosa? Te quiero siempre, lo que no deja de ser un triunfo sobre todos los meses que han de pasar hasta que al fin nos vemos, y ya que estamos, sobre el embate del tiempo en general. Pero te adoro enamorado. Cuando te ríes avergonzado de tu propia incontinencia. Cuando escondes la cara entre los brazos, y te conviertes en una colegiala. Cuando, con un candor que descuadra, me pides consejo para un bonito plan romántico. Entonces me cuesta poco imaginar que entre tu ombligo y el mío vuelve a tensarse un cordón umbilical. Y siento una especie de embarazo psicológico. Como si me dejase conducir hasta un estado de encandilamiento abstracto.

Ahora media Andalucía vuelve a separarnos, pero yo sigo nutriendo a mi pequeño embrión de arrobo. Me tumbo en el sofá, y pienso en recetas salpicadas de hierbas y frutas tropicales, y si no te mando por correo un seductor menú completo es porque madrugo demasiado como para no ser abducida por la siesta. Salgo a la calle, y mientras trato de adaptarme al torbellino del tráfico, sigo fantaseando con la idea de algún día prepararte una mesa para dos en el huerto de Estepona, donde los aguacates, con farolillos colgando de la carpa de sus ramas, y pan de aceitunas negras, y yo terminando vuestros platos arriba en la casa, con muchas menudencias, y muchas vinagretas y cosas crudas, y mucho mango.

Evoco también algunos de mis viejos y arbitrarios idilios. Vuelvo a rescatar trozos de historia censuradas con un espíritu de abrazo. Y miro con ternura a la idiota que se enamoraba hasta de los líquenes, de un brazo, de un solo rizo de una cabellera, de una autocaravana, de toda una ciudad proyectada sobre una figura flaca. Era nada más que humo y figuración y ganas de rebosarme. Y sin embargo, qué conmovedor. Porque los amores de mentirijilla me espoleaban de verdad, y me cincelaban de verdad, y me ponían en el camino de la persona que yo deseaba ser. Eso era. Me enamoraba de la idea de un hombre libre, y entonces mi vocación de libertad empezaba a apuntalarse. Mis ganas de querer fabricaban personajes imaginarios y completamente autogestionados que, sin embargo, me servían para salir de mí misma. Cómo me educaba para los encuentros que proyectaba. Cómo me instaba a ser menos tímida, más alegre y dispuesta. Con cuánto empeño trataba de convertirme en una persona digna de ser querida. Deseaba espejismos y construía futuro. Eso es lo que hacía.

Así que fíjate. Me has contaminado. Me he llevado pegada en la cara y en las manos parte de tu purpurina. Me he colocado como un camaleón encima de tu sentimiento, y me he vuelto roja y dorada. Me he devuelto parte del amor no tan estéril que alguna vez quemé. Y me ha parecido verte de nuevo por primera vez. Qué más puede ganarse con una historia ajena.

Eso contando con que alguna de tus historias pudiera resultarme a mí ajena.




domingo, 28 de abril de 2013

Más instrucciones para la vida fácil


Es probable que lo que viene a continuación lo haya escrito ya antes. Una docena de veces, quizás. Sí, amiguitos. Esta es otra de esas crónicas de un domingo perfectamente feliz y olvidable. Comida rápida para el alma. Una ejecución fácil para una lectura espero que fácil. Y, sin embargo, me resisto a ceder su espacio a temas más truculentos o especiados. Por la sencilla razón de que las experiencias que inspiran estos pequeños documentales de la aceptación son reales. Mi alegría es real como un perro, y no necesita autojustificarse. Mi asombro es tan real y tan poco novedoso como el latido de cualquier corazón sano. Y a la vez, son experiencias frágiles. Demasiado amables, demasiado basales como para que se incorporen al recuerdo de manera indeleble. Porque la bonanza sólo deja huellas vagas. Pasarán los años, pisaré otros suelos, me asomaré a otras ventanas, y todo este tiempo bueno se secará como un resto de pintura para fachadas, o como esa flor que dejamos olvidada entre las páginas de un libro. En el futuro pensaré en estos días, y me veré obligada a plantearme cómo era yo y qué cosas hacía. Me escribiré cartas llenas de indulgentes consejos a la persona que hoy soy. Quizás todavía me enjuicie, y me cuestione por qué no aproveché mejor mi tiempo; por qué no tomé decisiones arriesgadas; por qué me conformé con mi propia identidad habitual; por qué no metí lo esencial en una mochila y me fui de viaje. Y así es cómo estos ínfimos momentos de gloria de ahora enmudecerán.

Por eso tengo que dejarles ahora que se pongan de pie y se apropien del micrófono, como un cuñado pesadísimo en el convite de una boda. Es el mismo mensaje repetido cien veces, la misma filigrana de azúcar un poco cargante. Recibidlas compasivamente, estas instrucciones para la vida fácil que hoy me dirijo a mí misma:


1. No cuestiones la hora en que te despiertas. Quizás sea demasiado temprano, y todavía no se escuche ni un alma zascandileando por la cocina, enroscando la cafetera para que tú pases como una zarina de la cama a la mesa. Quizás sea demasiado tarde para la cantidad de tareas con que quieres embutir este último día de descanso. Pero estás despierta. Tu cuerpo sabrá las razones. Por las rendijas de los postigos entra ya luz y el marujeo de los pájaros. Tal vez no sea la hora que tus expectativas consideran oportuna, pero tampoco es tan descabellada como para no repetir aquel viejo ensalmo del bueno, pues aquí estamos.

2. No te levantes antes de hacer el recuento de tus efectivos. Pásate lista. Piernas, presentes. Manos, presentes. Vértebras, fosilizadas pero presentes. Corazón, bullanguero y presente. Tripas, obvia y ruidosamente presentes. Ojos, miopes pero presentes. Pulmones, a dios gracias, eficaces y presentes. Mente, por una gloriosa vez no tan presente.

3. Emplea el tiempo de las pirámides en desayunar. Y no mezcles kiwis con queso de Burgos, que sabes que eso al final se paga. Ignora a los sirenos que te ofrecen una tonelada de galletas untadas con mantequilla y mojadas en café. Come hasta que tu estómago diga basta. Suena fácil, ¿verdad? Pero, amiguita, ay, amiguita. El apetito, esa cosa insondable.

4. Ordena lo que la noche y el hambre han desordenado. Cuando acabes, busca un trozo de sol donde puedas despedirte sin drama del libro que estás a punto de terminar. Siempre habrá momentos así: un libro que se cierra de forma sólo aparente, porque ha cuajado en ti, y se ha incorporado a tus fluidos corporales. No hay adioses que valgan. Las amistades robustas no se suspenden tan fácilmente, por mucho tiempo que pase entre cada encuentro. Y luego presta ese libro cuanto antes a la primera persona que pienses que le va a resultar tan provechoso como a ti.

5. Siéntate en un cojín. Cierra los ojos o déjalos abiertos, como más rabia te dé. Y, simplemente, permanece un rato quieta y atenta. Algunas personas llaman a esto meditar. Yo prefiero no poner etiquetas. Tal vez te parezca una inutilidad. Tal vez la cultura occidental no haya entrenado los músculos de tu espalda para estos festivales sedentes. Tal vez percibas la cantidad de veces que te estrujas la nariz sin darte cuenta. Esa es la idea. Intenta diferenciar tu mano derecha del aire que la rodea. Yo lo he intentado durante veinte minutos, en vano. Creo que esa también es la idea. El aire y tu mano no son exactamente dos cosas distintas. El flujo impenitente de tus pensamientos y los movimientos del aire no son tampoco tan diferentes.

6. Luego haz un poco el idiota. Salta. Corre por el piso o por la parcela de tu padre. Haz molinillos con los brazos. Túmbate en el suelo y, como una jibia, agita en alto brazos y piernas. Las tienes, ¿no? Pues deja que hablen su idioma un ratito.

7. Mariposea. A la gente le encantan las mariposas. A ti te encantan las mariposas. Pues ánimo. Cuece unas coles de Bruselas. Hazle un guiño desde la distancia a tu amigo encandilado por los encantos de Bélgica. Lee por encima del hombro de alguien los titulares del periódico. Convéncele de lo estéril que es preocuparse por sucesos que todavía no han pasado. Habla por teléfono con tu hermana. Abre un libro de yoga. Payasea unas pocas posturas. Sal fuera y lee en el cielo el libro de las nubes. Son perfectas, son volubles, se ven tersas y satinadas ahora, luego se deshilachan. Son un curso acelerado de filosofía budista. Juega a las paletas de playa con una pelota de golf. Arriésgate a hacer añicos los farolillos del porche. Ríete, busca pelea, sé marrullera, sé ridícula, vuelve a reírte. Haz lo que te manden en la cocina. Es hermoso ese deporte: preparar a cuatro manos una comida colectiva. Come. Reza aunque no seas creyente ni americana. Enróscate después como un gatito. Baja al huerto. Sudar en él tiene su mística, pero expoliar es bastante más elegante. Vale. Ahora cómete ese pedazo de brownie. El mañana llegará con nuevas restricciones y votos de continencia. Acepta tus propios regalos. Acata el aguacero inesperado. Las perras se mojan ahí afuera, y ni un solo guau de queja sale de sus hocicos.

8. Y luego escribe lo que quieras, aunque te parezca ñoño o aburrido, aunque le falte nervio y músculo, aunque sea demasiado fácil. Al menos hoy hazlo así. Sé humilde, y atrévete a rendirte por una vez ante la simpleza de estar viva.

sábado, 27 de abril de 2013

Pasar lentamente

 
A él ver gente paseando le entusiama. A mí me ayuda a pasar el rato. Lleva su e-reader en la mochila, y podría estar una buena media hora riéndose entre dientes, mientras llena de iconos truculentos la pantalla del Line. Pero a pesar de este maquillaje de contemporaneidad, él es y será siempre un adicto al tontódromo. Yo me burlo un poco, le recuerdo su genética pueblerina, pero en realidad admiro ese dejarse arrastrar por la corriente humana. Porque a mí la gente me interesa. Ninguna duda al respecto. La Gente Me Interesa. Y, sin embargo, a veces me entra un poco de remordimiento, y también un poco de vértigo, al verla desfilar. Alguien entra por un extremo del escenario, como un figurante; sale por el lado opuesto, desaparece de mi vista. Y mientras, mi mente articula una palabra, una descripción de dos líneas, un apunte de historia en función de su aspecto o de su forma de andar. En el tiempo brevísimo que va a transcurrir hasta que me olvide del papel de Alguien en la obra, todo su ser y su riqueza encogerán de una manera quizás no muy honesta. Casi me siento una ladrona. Es como si le robase alguna menudencia de cuya falta nunca se dará cuenta. Una horquilla, un céntimo de euro, el billete de autobús apolillado que guarda en el bolsillo trasero de los vaqueros.

Pero me obligo a mirar. Por lealtad. Estoy aquí. En este banco precisamente, encallado en este trozo de tierra tendido junto al mar. El viento ha vuelto a despertarse irascible, y poco ha faltado para que su refunfuño se aliara con nuestros hermosos y complacientes hábitos sedentarios, y nos quitara las ganas de salir a caminar. Estoy aquí. Frente a este viento de páramo celta, y esta mañana que desdeña mi avidez solar, y mi propio pellizco en el estómago. También yo me he despertado rarita. Emocionalmente un poco descompuesta. Como un ordenador cargado de programas que no termina de arrancar. Lo fácil ahora sería hojear un libro. Leer un poco como quien se coloca una mascarilla de oxígeno. Practicar el sospechoso arte de la evasión. Pero no puedo dejar de oír ese mantra que no termino de creerme y que sin embargo funciona. Estoy aquí. Estoy aquí. Y no estoy sola. El aire que yo exhalo lo respira cualquier otra persona. Este descubrimiento idiota me incita a ser responsable. Miro a la gente con la esperanza de que la impresión de estar hurtándole se convierta poco a poco en un acto de cuidado. Ve en paz, chica de los patines. Id en paz, padres primerizos. Que este día oscuro no te desilusione, Klaus, Jürgen, o como te llames. Te darás cuenta de que, con este viento, las nubes viajan en AVE.

Entonces pasa. Si miras lo suficiente, siempre pasa. Pasa alguien, y es como si también pasara un trozo macizo de verdad. Material resistente a las interpretaciones personales. Imposible de caricaturizar. Dos mujeres. Una de ellas debe andar más cerca de los noventa que de los ochenta. La otra tiene rasgos sudamericanos, y tanta expresividad en la mirada como una escultura maya. La primera apoya un bracito frágil en la segunda. Da pasos muy cortos, muy encogidos, desafinados. El pie derecho puntea, el izquierdo se arrastra. Todo el lado izquierdo, de hecho, parece un gurruño bajo la coqueta gabardina de entretiempo que ella ha debido de elegir, y que alguien se ha encargado de colocarle. Un pasito tras otro tras otro, subida como un jinete, más que colgada, sobre el brazo de la más joven. Que se ha visto obligada a adaptar sus pasos, claro. Cada una de sus deportivas fucsias es más larga que un paso completo de la apopléjica. Por debajo de su máscara está a punto de asomar una mueca de agobio. Porque tiene pinta de ser de esas mujeres que se han olvidado de andar sin premura. Son como leones enjaulados, sus dos zapatillas fucsia.

Las sigo, esta vez por un lapso de tiempo obligatoriamente más largo. Las custodio con la mirada. La joven puede que vaya pensando en deudas y en menús de emergencia. La vieja lleva una gorrita a cuadros y unas zapatillas deportivas nuevas, del color de los aguacates. No sabe que hoy nos está adiestrando. A la chica que la cuida. A mí que quiero cuidarla en la distancia. Es un método de entrenamiento, su paso mínimo y obstinado. Un espejo. Todos, con mucha suerte, terminaremos andando al mismo ritmo cansino. Así que para qué apresurarse. Más vale llegar habituado a la lentitud, y luego al colapso.

A veces miro, y en vez de robar, me parece estar recibiendo regalos.

jueves, 25 de abril de 2013

Periplos (II)


París no era ese lugar con estrellas del tamaño de una galleta María que pintó Van Gogh. Yo paseaba por las calles cuentistas de Montmartre, incapaz de fabricar una memoria futura de juventud y despertar. Bastante tenía con intentar que mi cuerpo asimilara la información de un frío situado más allá de toda referencia previa. Un frío inexplicable y fascista. Un frío completamente sólido que envolvía a la ciudad como un sudario. El cielo era blanco, el aliento era blanco, las manos se quedaban blancas, y el alma, esa cosa, era la página en blanco definitiva. No había manera de encontrar qué escribir sobre ella. Y me rondaba la tuberculosis como la paella de arroz gomoso a un guiri. Se ponía a llover alambre de espino, y yo tenía que decidir si mojarme, o sacar una mano del bolsillo para sujetar el paraguas, con el riesgo de sufrir la amputación de unas cuantas falanges. París era la refutación del verano. Avenidas abstractas en las que los esqueletos de los árboles no parecían guardar parentesco con ser vivo alguno, sino más bien con símbolos jeroglíficos. Era una cacofonía de rastros extraídos de demasiados libros. Y era el sitio donde en realidad yo no quería estar. Ahí sigo todavía, sacando mi desayuno portátil en la habitación sin entrañas del hotel, bebiendo un tetrabrick de zumo de naranja y untando biscottes con las porciones de mantequilla y mermelada que puse en la maleta al lado de los calcetines. Hacía demasiado frío como para además pelear la primera comida del día. Luego me colgaba encima capas y capas de ropa, y salía a la calle con la cabeza gacha, como el prisionero de un gulag de Siberia. Es verdad que me sentía un poco deportada. Porque al mismo tiempo que yo arrastraba mis kilos textiles de más bajo un cielo congelado, el hombre del que estaba enamorada andaba en chanclas bajo las palmeras, en alguna playa bravía de Costa de Marfil.

De Budapest no recuerdo ni una calle. Tal vez alguna panorámica teatral, una de esas colecciones de vistas monumentales que luego no sabes si has recolectado directamente en el terreno, o en algún documental. Los dichosos, barrocos Baños que se vuelven pálidos después de haber convivido cerca de una semana con un grupo de quince húngaros, y de haber descubierto que ese es un pueblo con una fijación maníaca por lagos, pantanos y charcas. Un húngaro ve un vaso de agua, y antes que bebérselo, mete en él la mano. Un húngaro huele de lejos a húmedo, y se transforma en un centauro, y trota, trota, como no puede ser de otra manera en semejantes herbazales, hasta que llega a alguna orilla. Un húngaro ama zambullirse casi tanto como el paprika. Me acuerdo de ellos: figuras que al anochecer se han vuelto ya negras, y que, dispersos como patos en medio del lago, siguen nadando, aunque los que nos hemos quedado en suelo seco ya no nos distingamos las caras. Me acuerdo de mí, encandilada ya por la vida sin techo, y a la vez, agobiada por la cárcel de timidez en la que sigo cumpliendo condena, incapaz de formular una sola frase en inglés.

Croacia. Tendría que inventar un lenguaje nuevo para describir la ferocidad de esa belleza. Las montañas se precipitan en el mar en un alarde de conducta autolesiva. Comprensible. Porque el mar dálmata es demasiado. De un turquesa alucinógeno. Irreal. Una pieza de orfebrería. Como todo el paisaje, en realidad. Croacia es un mar demasiado bello, salpicado de islas demasiado bellas, engastado en unas montañas demasiado bellas, rociadas por lagos y cascadas demasiado bellas. Demasiado como para que ahí huela a humano. Debe de ser duro asentarse en un lugar en el que uno nunca va a estar a la altura del paisaje. Esta vez sí que conservo un tesoro de imágenes en el recuerdo, tan impolutas, de colores tan perfectos, que me gusta pensar que de alguna forma reconfiguraron mi mirada. Y, sin embargo, de entre todas ellas, me quedo con la de E. caminando una noche sobre adoquines dorados, dispuesta a invitarme a cenar langosta bajo una parra, en agradecimiento por haber organizado el viaje. Enseñándome, como tantas otras veces, el arte de concederse a uno mismo regalos. Regalándome a su vez la elegancia alegre de su corazón.

Viena, o la antipatía de la línea recta. Una embajada que se abre en domingo para deshacer el entuerto de mi pasaporte, perdido un poco antes de tener que enseñarlo en la frontera de la República Checa. Amsterdam, un encaje de bolillos salpicado de vomitona. Dormir de pena en un barco que cruza el Adriático, y no importarme, porque hasta buscar a trompicones el baño huele a aventura. Los aeropuertos, esa pócima capaz de revivir al Mr. Hyde que llevo dentro. El tren que hace parada en Verona, y recoge a una pasajera con el cuello de mármol y la pena de una Julieta. Mi madre regateando en la frontera de Ceuta el precio de un taxi a Chaouen. El barullo de una plaza que se disuelve mágicamente, al toque de la sirena que anuncia la suspensión del ayuno diario. La cuenta de gastos que mi padre, hasta en vacaciones contable, llevó de ese viaje a Marruecos, en una pequeña libreta; sus números refinados como mosquitos. El único viaje al extranjero que hicimos los cuatro.

Ahora no veo el momento de beberme la próxima guía.

martes, 23 de abril de 2013

Hace hoy diez años

 
Era tan pequeña yo, tan anormalmente cría. Aún con ese ramalazo hipertrofiado de adolescencia. Tan amorfa, en realidad. No en el sentido pozí del término, sino en su más pura literalidad. No tenía forma ninguna, más allá de mis frondosas caderas de antaño. Era un borrón de persona, un pedazo de cera. Y no comprendo cómo es que no me derretí al primer golpe de acción.

La edad no me ofrece coartadas. En Níger, una mujer con los años que tenía yo entonces habría parido por lo menos siete veces temerarias. El mito de la universidad como escuela de madurez había muerto ya con las primeras canciones subnormales de la movida. Allí no aprendí a reflexionar, ni a proyectar mi futuro, ni a tomar decisiones que se salieran del marco de una autoridad social o cultural, ni a convivir. Vale que compartí piso. Valé que pasé noches sin dormir. Vale que al día siguiente no necesitaba repasar los apuntes inmediatamente antes de entrar en un examen. Pero dentro de mi escultural cuerpo de siciliana gimoteaba todavía una criatura de trece años.

Y allí me presenté yo, tan chica, en Cádiz. Me bajé del autobús con una bolsa de viaje flaca, un par de bragas, un par de camisetas, el neceser y una libreta. Dormí en un hostal de la calle San Francisco que incitaba al suicidio; garabateé unos cuantos apuntes. Escribí en abstracto sobre la risa y el tiempo, en esa habitación a la que no llegaba el olor porno del mar, por la simple razón de que carecía de ventanas. Renové mis votos matrimoniales con la ciudad, sin darme siquiera un garbeo por sus calles o por sus arenas caleteras. Empecé a anotar una carta a un viejo amor platónico con el que por entonces mantenía una descabellada correspondencia. Estaba llena de futuro, y a mí no se me ocurría otra que echar mano de sentimientos rancios. Era muy pequeña, sí. Muy romántica.

Y muy poco práctica. Al día siguiente no me despertó el sol jaranero del Cercano Oeste, porque ya hemos quedado que aquel cuarto era el reino de Hades, sino mi propia vocación de puntualidad. Por fin empezaba a estar un poco excitada. Pagué, salí temprano, jactándome casi ante el recepcionista de que jamás volvería a poner los pies en otro cuchitril mugriento como el que dejaba, porque faltaban pocas horas para que empezara a arreglar mi primer nido propio. De camino a mi destino por la parte de tierra, me bebí la piedra ostionera de las fachadas, hasta que las pupilas se me pusieron color de miel. Me fijaba en los balcones blancos de la ciudad vieja, como un gañán de caseta de feria en Copacabana. Iba a hacer mío cualquiera de ellos. Luego salí al mar, y le dije tú espérate ahí, que ahora mismo salgo de hacer el mandado. Me metí en la Delegación con la obtusa conciencia de estar empezando a ser alguien. Y nada más en el equipaje.

No se me había ocurrido, como a cualquier Homo sapiens con las fontanelas soldadas, llamar con anterioridad para informarme de en qué punto exacto del atlas caía la plaza que estaba a punto de tomar en posesión. Había rellenado mis primeros papeles administrativos con un montón de códigos numéricos que debían de traducirse en destinos físicos concretos. Pero a mí tanta matemática me dio permiso para fantasear. Iba a vivir en Cádiz. Claro. Qué importaba que mi destino fuera el Campo de Gibraltar. ¿Acaso no tenía un carnet de conducir intacto? A lo mejor en Tarifa. ¿Demasiado viento, quizás? Adjudicado: en La Viña. O en el Mentidero. Qué cara de congrio se me quedó cuando me dijeron que llevaban unos días esperándome en Jimena. ¿Donde? En Jimena. ¿De qué? De la Frontera. ¿En la frontera, en la frontera? ¿Dónde queda eso? Ajá. ¿En la frontera del mundo habitado, quizás?

Pocas horas después. Compungida como Calimero. Arrastrando mi bolsa todavía más flaca, saqueada de ficciones. La estación de autobuses de Algeciras no es el lugar más prometedor para poner la proa rumbo a un Nuevo Mundo. Demasiada baba de gasoil en las aceras. Demasiada soledad. Hace diez años no había whatsapp, ni el teléfono móvil era una extensión periférica del cerebro. No podía agarrarme a ningún cordón umbilical. Tenía que empezar a resolver las primeras cuestiones prácticas. Sola. Buscar dónde pasar la primera noche. Sola. Qué cenar. Sola. Me recuerdo ahora sentada en la coqueta estación de tren de Jimena. El hostal quedaba a unos pasos, y no había otro sitio por donde deambular. Un lugar de juguete con macetas de geranio a ras de vías. Llegó un tren de Ronda, paró un instante, sólo se bajó una persona. Arrancó de nuevo la máquina, siguió el trayecto hasta Algeciras. Yo seguí sentada en el andén. Y entonces me asomé por fin al acantilado del futuro. ¿Sería capaz esta vez de resistir un nuevo embate de silencio? ¿Aguantaría la soledad?

Si hoy me subiera al tren que lleva a Algeciras, como a veces proyecto, y desde la ventanilla viera a una chica sola esperando a nadie o a demasiadas cosas en el andén, quizás me bajaría. Me sentaría a su lado, y encontraría la manera de decirle que la soledad se hace fuerte cuando la nombras. Le señalaría con arrobo los abejarucos de la campiña y los bosques, y le pronosticaría futuras nostalgias. Le hablaría de la función del desamparo como molde vital. Quizás entendiera al final que uno llega a ser lo que aprende a construir con su soledad.

lunes, 22 de abril de 2013

Periplos (I)

Quizás no haya necesidad de llevar las cosas tan lejos. Quizás el cosquilleo del cambio (porque dura, Ficiticia, y sabe andar en paralelo a las epifanías) se amanse con un viaje. O no. Al fin y al cabo, quién nos asegura que la benignidad espiritual de los viajes no sea una maniobra publicitaria urdida por los cronistas del National Geographic. Puedo buscar ahora mismo un billete de avión a Mongolia; puedo pedir cita en la policía para renovarme el pasaporte; puedo ir haciendo una lista para ayudarme a ejecutar el equipaje más escueto y funcional jamás introducido en mochila humana. Puedo cumplir un millón de tareas pequeñas y grandes, ponerme en camino, superar el miedo a volar, abrir los ojos hasta que las pestañas me lleguen a la coronilla; coleccionar vistas íntimas de gente a la que no volveré a ver en la vida, escribir los paisajes; puedo amoldarme, ya sí, a casi todo tipo de incomodidades: el tren que se escapa por los pelos, la tormenta de la que ninguna aplicación móvil había informado, la ausencia de váter en los cuartos de baño, y de pan moreno y aceite en los desayunos, las cucarachas; puedo encontrar un silencio perfecto para reflexionar; puedo rascarme de la piel el día a día; puedo conseguir desnudarme de mi identidad durante un buen par de semanas. Puedo practicar toda suerte de maniobras dilatorias, que cuando vuelva a casa, y tome de nuevo posesión de mis propias narraciones, el armario seguirá pendiente de ser ordenado, y yo seguiré interrogándome acerca de si estoy sabiendo vivir.

Pero yo ya soy un caso perdido para la suspicacia. Me hice lectora en una época en la que las historias de grandes desplazamientos todavía no habían cedido todo su glamour a los cuentos de hombrecitos con los pies peludos y de niños magos. Bajé por el cráter de los volcanes de Islandia; navegué a los Mares del Sur; naufragué y sobreviví en refugios sobre los árboles; me metí en un caballo de madera, y me fui de juerga con un montón de monstruos y ninfas calentonas de todo el Mediterráneo. Estoy improntada, y la épica del viaje todavía me transtorna. Así que cuando me encuentro un poco más inquieta de la cuenta, en vez de respirar hondo y afrontarlo, busco una rendija por donde escapar. Sé que eso pone en solfa unos cuantos de mis principios fundamentales: la vinculación al presente, la resistencia a la evasión, la abolición de las nostalgias. Sé que tal vez el viaje no saque lo mejor de mí, sino todo lo contrario. Mi despiste, mi timidez, mi apego a la comida, y sobre todo al desayuno, elaborados por mi propia mano; y la tendencia a dispersarme que logro contener con golpes de atención. Pero todo eso no va a impedir que quiera comprarme todas y cada una de las guías de viaje de las librerías. Que oiga zalamerías cada vez que abro el armario y me topo con mi maleta. Que me tumbe en el sofá a la hora de la siesta y rememore antiguos periplos.

No la cuenta completa de merodeos plácidos y fiables. A Cádiz, a Asturias. A Cabañeros, a Navarra; a Cáceres y a Salamanca; a Madrid y al Cabo de Gata. Al País Vasco y a Huelva y a Barcelona y a La Mancha. Sino los lugares donde el mero hecho de buscar una cama donde posar los huesos fue un reto. Donde abrir las orejas por la calle, un aturdimiento. Donde mi razonable habilidad para la comunicación lingüística quedó impugnada.

Me acuerdo entonces del amor a primera vista durante el primer viaje a Portugal. Me acuerdo de esa luz como de lecho nupcial en la mañana siguiente a la boda que sorprendí en Lisboa. De la honra de estar pagándome el bolo de bolachas con mi primer dinero verdadero. De mis tímpanos enamorados. De A. y yo sacando mejillones de lata con los dedos en el cuarto de baño del hotel, vestidos los dos con nuestros pijamas de gala. De noches ávidas de charla. De ver su cara absorta reflejándose en la ventanilla del tren que volvía de Sintra, coloreada con la luz crepitante de la última hora de la tarde. De asombrame, y enorgullecerme, de que el azar y la ley de la gravedad nos hubiera terminado convirtiendo en amigos.

Me acuerdo de Túnez, y de la pareja de recién casados catalanes que me miraba con un poco de pena, porque viajaba sola, y con un poco de admiración, porque todo mi equipaje cabía en una mochila de escuela; de la pareja de sexagenarios vascos que no quería que me escapara de su lado en la escasa hora libre que nos racionaban en las excursiones. Me acuerdo de una tormenta en la transición del mundo humano al desierto, de esa sensación de ser muy aleatoria y muy afortunada que debe de ocurrirle a la gente que puede ver un cometa que sólo pasa cada tres mil años. Me acuerdo de cabezas de camello colgando de una carnicería. Del guía que tenía cara de camello y que parecía aborrecer su trabajo, y que miraba con desapego cada piedra romana y cada palmera, y que quiso ligar conmigo de una manera absurdamente seria, como si eso fuera un precepto básico del Catecismo del Guía de Viajes Organizados. Me acuerdo de abrir la ventana de una habitación de hotel, y contemplar el oasis desde lo alto, y sentirme a la vez muy lejos de todo, y muy cerca.

Ese cono irrisorio me parece hoy un autorretrato. Pronúnciese esta frase con mucho dramatismo.


Y me acuerdo... De que tengo la nevera vacía, y la comida de mañana sin preparar, y la impresión de haber contado todo esto un millón de veces, y un puñado de lectores a los que no quisiera dejar vacíos de paciencia.


domingo, 21 de abril de 2013

Relieve de un fin de semana

 
Ahora puedo decir que empiezo a funcionar. A veces, algunos fines de semana, me pasa: la mañana del sábado es un pequeño repecho que ataco cansinamente, paso tras paso tras paso. Demasiada realidad, demasiado tiempo blanco entre manos. Luego la cuesta se suaviza, y ya estoy sudando, y mis piernas acumulan kilómetros sin que apenas me dé cuenta. Entonces, cuando la excursión está a punto de acabar, consigo dejarme flotar en el aire, como la borra de los álamos que empieza a enguatar ciertas zonas de la ciudad (Una guerra de almohadas de proporciones cósmicas). Ha llegado, por fin, la hora quieta del detalle. Todo es pequeño y un poco presumido, como si al abrir la puerta para salir a la calle, entrase en una casa de muñecas. La gente empuja carritos de bebé que no van a crecer nunca; come helados que no se derretirán; estudia las coloridas portadas de los puestos de la feria del libro con una curiosidad divertida, como si estuvieran frente a la jaula de los lémures en un zoológico; como si no entendiesen que hubiese tantísimas respuestas en tan grandísima cantidad de papel, para tan poquísimas preguntas realmente importantes que hay que tratar de contestar a lo largo de la vida. Me gusta imaginar así la última hora de la tarde del domingo, en el tiempo que tardan las fachadas del Barranco del Abogado en pasar del blanco al amarillo al naranja al magenta al violeta al azul al negro. Me gusta dejarme tentar por la posibilidad de que precisamente ahora la necesidad de movimiento se aplaca. Estamos bien; no tenemos por qué plantearnos nuevas preguntas ni coordenadas; flotamos todos en un mismo aire.

En cambio, ayer, desde la misma hora del desayuno, me invadió una urgencia sorda de cambio. Cambiar de piso, por ejemplo, antes de que un alud de ropa nos sepulte a sus dos habitantes; o cambiar de ciudad, o la ciudad por una buena casa robusta en el campo, en un selecto vecindario de jilgueros y árboles. O cambiar de trabajo. O cambiar mis aficiones, los ingredientes que le pongo a mi propia receta del tiempo. Fue una sensación insidiosa de estar entrando de lleno en una crisis de madurez adelantada.

Y fueron varias las emociones que se sucedieron. Un ligero bloqueo durante el larguísimo minuto de esperar a que las tostadas se cuadrasen con un salto, como gimnastas, y la cafetera empezara a silbar. Sentir que son ya muchos, muchos días haciendo esto, de la misma forma, en el mismo lugar; y no saber lo que ha de venir una vez que se alcanza el punto de perfección de una rutina. Luego, conforme el estómago se iba consolando, y la espalda empezaba a olvidar las contracturas nocturnas, vino una comprensión piadosa de que el hambre de cambio debe de ser, tiene que ser, una especie de resignada adaptación evolutiva a la inestabilidad salvaje de la vida. Pensé en los hombres de las cavernas y en mamuts lanudos. Pensé en el hormigueo de las migraciones que han acaecido en la trabajosa historia de la especie. Y pensé que, puesto que la realidad es un brutal manojo de cambios, a la pobre psique humana no le ha quedado más remedio que desarrollar un síndrome de Estocolmo brutal respecto al cambio.

Y ya enroscada en el sofá como un gato, intentando leer en los huecos que dejaba libre el soniquete de la radio de Jose, me pareció por fin que el lote de tiempo que me ha tocado es una cosa muy cruda y muy seria. A mí, que siempre pensé que la vida es en realidad una pequeña y deslumbrante memez. Me sentí como un cirujano que acaba de terminar el MIR y que se enfrenta a su primera operación a cráneo abierto sin supervisión. Preguntas, preguntas, preguntas, mientras me decidía a limpiar el cuarto de baño, mientras restregaba el papel de periódico por el espejo. Preguntas volando en torno a mí como cerbatanas, como si estuviera en uno de los exámenes de la oposición y me hubiera quedado en blanco. Me paré, tomé aire, intenté leer el cuestionario palabra por palabra. Y me di cuenta de que todas las preguntas venían a decir lo mismo: todas planteaban el acertijo de cómo equilibrar la vocación vital de compañía con la necesidad de buscar referentes y modelos y gratificaciones en mí misma. Supe que nadie, ninguna persona más sabia que yo, ningún libro, ningún consejo bienintencionado, podrá enseñarme a vivir mi propia vida, y que tendré que andar paso a paso y sin atajos el camino de todos los humanos. Tendré que aprender a hacer malabarismos entre el propio cumplimiento y la comunión.

Y sabéis qué: mientras tenía mi minuto de gloria existencial, mi corazón siguió latiendo, y mis pulmones siguieron hinchándose y arrugándose. Ahora todo está bien. He estrenado un montón de ropa y un collar, he salido a la calle. Me he comido una monstruosidad de copa de fruta y yogur helado. He vuelto a mi templada madriguerita, y he abierto el balcón de par en par. El aire es de una frescura de colcha fina. Suena el runrún del agua en la Acequia Gorda, y de ruedas de coches que todavía deben de oler a hierba o a playa. ¿Y aquí? Aquí huele a los azahares del andrajoso naranjo que tengo casi al alcance de la mano. Y mi corazón sigue latiendo, y mis pulmones siguen sabiendo hacer su gimnasia. Las preguntas han cesado.

La espuma de los álamos


viernes, 19 de abril de 2013

El hombre que nadaba

 
Fue una de esas cosas que suceden en el rabillo del ojo, donde parece haber una puerta a otra dimensión de la realidad. De tu propia y limitada realidad. Las ves a veces en algunos momentos en los que vas por la vida de perfil, y desde esa perspectiva sesgada, de pronto las formas se alargan, y las razones se difuminan, y apenas si llegas a plantearte que esa escena que te ha parecido ver a lo mejor se ha saltado la aduana, sin mostrar un pasaporte del mundo onírico. Es como si contemplaras auroras boreales en el hueco de cielo que queda entre el Mercadona y el concesionario de Ford. Como si un día estuvieras dándote una vueltecita por uno de esos barrios de la ciudad que no sueles frecuentar, y te pareciera ver salir a tu novio de una sauna masculina*. Imágenes exóticas que te permiten vislumbrar nada más que unos instantes de una intimidad a la que no tienes acceso en condiciones normales. Tú pasas de largo junto a ellas; ya has pasado, y la escena se queda fija a tu percepción con alfileres. Y luego las olvidas, o eso parece. Hasta que un movimiento casual en tu mente zarandea los alfileres, y la escena te pincha, y ha transcurrido tiempo suficiente ya como para que no sepas distinguir si la viste de veras o la soñaste.

Fue ayer (parece). Sí, claro que iba de perfil, dentro de la bamboleante camioneta que usamos para determinados trabajos, y dentro de mi propio y entristecido voto de silencio. Me agarraba al asa de encima de mi puerta, para que los baches del camino polvoriento, olvidado ya de las lluvias, no me lanzasen contra el conductor. Atravesábamos otra vez esa cantera de arcilla que empieza a convertirse en nuestra particular versión del castigo de Sísifo. Y por entre las arenas movedizas de mi cabeza, y el traqueteo y un resto de atención puesto en la labor a punto de comenzar, vi al hombre que nadaba.

Después de un final de invierno amazónico se han formado charcas en los viejos huecos de explotación de la cantera. Y ahí estaba él, antes de las nueve de la mañana, supongo que desnudo, porque había un montoncito de ropa en la orilla de una de esas charcas. El agua tenía un color verdusco perfectamente preocupante, y su escasa superficie estaba erizada de lanzas de unas cañas oportunistas bajo las que podía imaginarse con facilidad la existencia de alguna trampa. Era, es, uno de esos lugares inhóspitos como una carretera sin fin en un desierto americano, con las paredes verticales de arcilla vacilándote con la hipótesis de un derrumbe, y una ausencia matemática de sombra, y el barro reptando por todas partes, una criatura sigilosa dispuesta a agarrarte por los tobillos y a arrastrarte. Y, sin embargo, el desconocido, el tío chiflado, el muy inconsciente, daba brazadas como si estuviera en el más manso de los mares, regalando una imagen tal de felicidad despreocupada que parecía que sólo pudiera tener engarce en una de esas ensoñaciones de la hora de la siesta.

Y claro que pasé de largo. A lo largo de la jornada sudé como todavía no se había visto en este 2013; me destrocé los pies dentro de la cárcel de mis botas de montaña, y hubo un momento en que estaba tan cansada, tan achicharrada, tan sedienta, tan cargada de peso, que a punto estuve de despeñarme un poquito por una cárcava de la cantera, sin que esa me pareciera la peor de mis opciones. Acabado el trabajo, y bajando ya por el mismo bravío camino, paramos cerca de aquella charca marciana. El adiestrador que nos acompañaba soltó a sus perros, que no tardaron en zambullirse como búfalos en una película del oeste.

Y entonces volví a acordarme de lo que vi por el rabillo del ojo a primera hora de la mañana. Era, la de los cuatro risueños perros, esa misma felicidad forastera del hombre que nadaba sin importarle un carajo la fealdad o el riego del paisaje. Era una ventana abierta de pronto a un mundo de juego situado más allá del lenguaje humano. La intuición de un reino de ángeles.

Ahora, a cada movimiento psíquico que hago, con cada duda y cada pequeño desaliento, me pinchan en el corazón los alfileres de esa escena en la que un hombre desnudo braceaba sin miedo en la charca de una cantera.

Yo quiero ser Ralph Fiennes en "El paciente inglés" (la foto viajó desde aquí)


*: ¿Hace falta que aclare que JAMÁS he pillado a mi novio saliendo de una sauna masculina)?


miércoles, 17 de abril de 2013

Fijación

 
Es uno de los momentos álgidos del día. Se levanta de la silla, estira la espalda huesuda, y sale a la terraza a fumarse un cigarro. El trabajo ha comenzado a fluir hace ya un buen rato: en su cabeza desentumecida todavía están surgiendo viñetas tan claras como apariciones marianas, una tras otra, enganchándose unas con otras, invocándose, mostrándose con unos colores sobre los que no rige la miopía del hábito o el cansancio. En medio de esta especie de trance, pasado ya el primer episodio de inseguridad, y la lentitud del arranque, disfruta apartándose del escritorio. Le gusta sentirse así de imprudente y de generoso. Tiene ideas y, lo sabe bien, no van a marcharse tan rápido, así que no vale la pena precipitarse. Es bueno dejar a un lado el cuerno de la abundancia, unos instantes, sin rendirle el tributo de tu ansia, sabiendo dominarlo. Y le viene bien mover los músculos y asomarse.

La calle, en esta hora suspendida del mediodía, le gusta también, especialmente. El sol es todavía un astro pacífico, y la gente que cruza la plaza parece llevar escrita en la frente una intención. El empleado de la empresa municipal de aguas con su carpeta de clip bajo el brazo, camino del siguiente contador. El repartidor de la frutería, bajando de un salto de la furgoneta, abriendo las puertas traseras, cargando tres cajas superpuestas de naranjas hasta la cafetería de la esquina, cada día unos segundos más rápido, como si quisiera batir el récord de la mañana anterior. El inevitable grupito de turistas, sonriendo para un fotógrafo invisible, predispuestos a encontrar una ración de belleza pintoresca en cada losa, en cada tiesto, en cada sombra bajo los soportales. Por ahí pasa ahora la vecina del bajo, necesitada ya de un tinte urgente a estas alturas de mes, tirando del carrito, y con la bolsa del pescado en la mano. Le basta mirar ese bultito azul y fláccido envuelto en plástico para saber que hoy es miércoles, porque la vecina compra puntualmente el pescado los miércoles y los viernes: boquerones y bacaladillas, los miércoles; a lo mejor una rodaja rumbosa de atún o pez espada, los viernes.

Le gusta, sí, hace tiempo ya que le gusta conocer íntimamente el mecanismo matutino de la plaza, entender ese particular calendario formado por mínimos gestos repetidos y hábitos perfectamente adaptados al espacio. En momentos así recuerda la vieja fijación de Belén por alquilar una casa en esta zona de la ciudad, a lo mejor, por qué no, hasta podían animarse a comprarla. Ella se había criado en un pueblo, y le costaba vivir en un sitio en el que no pudiera trazar un boceto de relaciones de parentesco. Le gustaba conocer los nombres y las profesiones y las aficiones y los dolores de sus vecinos. Le gustaba ser parte de un ecosistema. Y él, que entonces siempre cambiaba incómodo de tema, le está cogiendo ahora el tranquillo al asunto comunitario.

No hace falta que deje de custodiar el camino de la vecina del bajo para darse cuenta de que uno de sus personajes favoritos acaba de desembocar también en la plaza. El mendigo de los pies envueltos en trapos anuncia su entrada, como un sereno de los viejos tiempos. Tira del carrito donde carga su mundo entero, sus secretas pertenencias escondidas bajo una tela de color inclasificable, quién sabe desde dónde, quién sabe hasta dónde; y con la misma determinación ciega, va derramando su retahíla cotidiana. Cascadas de improperios que se disuelven unos en los siguientes, de escupitajos, de amenazas imposibles de descifrar. Todos los días cruza la plaza, justo cuando él está fumándose su cigarro de la buena suerte, y todos los días se compadece de la cabeza perdida del mendigo; todos los días lo divierten las dos únicas palabras que puede distinguir de su discurso delirante. Mamón. Zapatero. Una y otra vez, puntuando su cháchara. Zapatero. Mamón. Así hasta que sale por el lado opuesto de la plaza, y aún después. Desaparece de su vista, y es inevitable, él se queda prendido unos instantes del misterio salvaje del mendigo. Por qué ese nombre y esa saña. De qué manera tortuosa se habrá incrustado en su cerebro. De qué es símbolo, qué vivencia oscura resume para el mendigo el nombre de un presidente que todo el mundo ha olvidado ya. Zapatero, mamón, mamón Zapatero. Pobre hombre.

Es el momento de volver al escritorio. Zapatero, mamón. Siempre le sorprende la comodidad de la silla que Belén recogió junto al contenedor, y a la que supo sacarle partido con un par de capas de decapante y un retapizado. Era apañada, Belén, tenía buenas manos. Mamón, zapatero. Seguro que habría sabido convertir la terraza en un vergel de claveles y tomates. Habría creado allí un espacio propio. Se habría pasado las horas muertas arreglando macetas, cerrando los ojos bajo un chorreón de luz, inventándose historias de amor y soledad al mirar a los vecinos. Ella habría disfrutado de este lugar, habría adivinado el misterio del mendigo. Zapatero, mamón.

Y así, con una sonrisa ligera de revancha reflejándose en la pantalla del ordenador, se retrepa de nuevo en la silla restaurada, y continúa el trabajo donde lo dejó. Todos los días se repite este ritual menudo de castigo. Todos los días, después del cigarro, se felicita por haber encontrado para él solo un piso similar a aquel con el que Belén soñaba. Qué cara pondría, si se enterase de que había terminado viviendo, siete años después, donde siempre se negó a hacerlo con ella. Y todos los días parece olvidarse de que este es un piso demasiado grande para una sola persona, y de que la suya es todavía una forma lentísima, casi geológica, de amor.

lunes, 15 de abril de 2013

Mansita

Algunos lo llamarán astenia; otros, más perversos o más morales, decadencia. Yo lo llamo docilidad. Consiste en andar por la calle como las medusas; en dejarse arrastrar por corrientes de algo más grande que uno mismo, cayendo en picado a veces, ascendiendo después como esos globos metalizados que los niños, benditos sean, siguen reclamando a sus padres en la feria. Consiste también en dejarse galantear por el aire de la tarde. Las chicas brotan hoy como hierba oportunista, exagerando la consistencia del primer calor, rasgándose las medias oscuras, presumiendo de carne. Las hay gordas, las hay esbeltas, las hay especiales, las hay parásitas de los blogs de moda. Las hay de una seguridad que alarma, y al verlas te preguntas si en el futuro llegarán a experimentar ese particular bochorno por la propia, indefinida y penosa imagen con que la mayoría nos recordamos en los primeros años jóvenes. Las hay incómodas en su derroche de muslos y brazos. Pero todas son guapas, como las amapolas. Todas saben que el aire nos requiebra a todas, y no les importa. La primavera no es celosa. Nadamos empujadas, pasivas no, entregadas. Como en un domingo de cama lenta, cuando cierras los ojos para no adivinar en qué parte de tu cuerpo va a caer el siguiente beso.

Y consiste en prestar una atención ligera. No se mira esta vez con ojos de águila. No se analiza, no se trazan mapas mentales, no se caza. Pasan personas viejas y jóvenes, pasan palomas que se persiguen con grititos adolescentes, pasa la tarde. Pasan a través de mí, del material poroso en que me he convertido. Estoy mirando como deben de mirar los viejos fantasmas. Con una curiosidad no aprensiva, con desapego. En mi mano sorprendo un petisú de chocolate, y aunque había jurado sobre la biblia que jamás volvería a merendar pastelazos, no me reprendo. Recuerda: consiste en suspender la propia iniciativa, en decir vale y dejarse.

Recordar está permitido, aunque sin mucho ahínco. Coges un recuerdo, contemplas su brillo de canica, lo sueltas. Podría ser la vida de cualquiera. Podría ser una película que viste hace mucho y que te gustó; de ella no conservas la trama, pero sí el olor. Delante de donde estoy pasa mi antiguo profesor de Botánica Marina. Sigo un segundo sus pasos grandes, su cabezota hermosa de vaca, y el nombre de la asignatura se me vuelve esotérico. Botánica. Marina. La chica que acude a mi memoria vuelve a tomar apuntes impecables, a dibujar dinoflagelados, a chupar el boli mientras sueña el instante de rigor con la iridiscencia de ciertos organismos del plancton. La veo, la dejo seguir su camino incierto sin darle ni una sola pista. Hoy no se me va a ocurrir pedirle explicaciones a la que fui con veinte años, espolearla, obligarla a que se deje de aulas y se apunte a la actividad de buceo propuesta como complemento optativo a la clase.

Hoy soy uno de esos viejos a los que llamamos los iniciados. Están en el ajo atmosférico, predicen el sol y la sombra antes que nadie, y antes que nadie ocupan los mejores bancos de la plaza. No sé cómo lo hacen. Quizás les avisan las rodillas; quizás el proceso de desprenderse de las tareas de toda una vida, de la misma individualidad, les compensa con una serie de discretas sabidurías. Salen a la calle confiados cuando a ti el viento te sigue pareciendo amenazante; se retiran previsores aunque tú sigas ronroneando en tu parcelita de sol. A veces chismorrean entre sí, a veces señalan a las mozas semidesnudas con un atisbo del viejo pasmo. Pero los auténticos iniciados, los catedráticos del aire, se limitan a estar sentados, viviendo una vida lenta y disimulada de líquenes. Han acumulado muchos fríos, han visto desfilar demasiadas primaveras. Y por eso no se fían del buen tiempo que ha venido, como las chicas, y tampoco lo critican. La edad de hacerlo pasó también de largo. Esta podría ser la última primavera, y ahora se limitan a fundirse con ella.

Y, bueno, yo pienso vivir muchas más, si nada me quita la idea. Pero hoy no aspiro a otra cosa que a acumular luz y a practicar la mirada desprendida de los iniciados.

domingo, 14 de abril de 2013

Los anti-relatos


Sé la receta para fabricar un relato. Tengo la materia prima de una idea, mi historia de lectura, y un montón de instrucciones extraídas de los tantos y tantos libros de anatomía narrativa que cacarean en mi biblioteca. Tengo también las ganas, y el recordatorio de una de esas iniciativas mías formuladas con solemnidad y negligencia: la intención, que no el presupuesto, de escribir por lo menos un cuento a la semana.

El domingo es un buen día para ello, una especie de interludio en la rutina. Ha pasado el frenesí de actividad del sábado, la actualización del modelo de vida que uno aspira a construir, y que se desmorona un poquito durante los días no tan hábiles. Hemos llenado la nevera con los alimentos que creemos que nuestro cuerpo se merece; hemos adecentado nuestro nido; nos hemos dado permiso para vagabundear por nuestra casa; hemos buscado espacio para que la criatura que seríamos si no tuviéramos que mantenernos con nuestro trabajo respire. Ya hemos hecho todo eso, y el despertador que le da latigazos a nuestro tiempo todavía no ha aullado. Mañana volveremos a aparcar los proyectos, o a saltarnos los semáforos. Pero hoy, entre el yo que pretendemos, y el yo que de lunes a viernes damos por sentado, tenemos permiso para no ser nadie. Ese es el hábitat ideal para que una comunidad de personajes ficiticios se instale.

Así que, después del desayuno, he hecho las camas, he ignorado al sol regio que entra por la ventana, y he resistido la tentación de pasarme la mañana entera encadenando discos en el Spotify, y bailando hasta el último tema de música negra y caliente. He lanzado mi cojín rojo al suelo, y he vuelto a humillarme frente a la pantalla. Y así es cómo he compuesto unos pocos párrafos de mi obligado relato dominical. Pulcros. Efectivos. Bastante profesionales. Tanto, que he tenido que borrarlos. Acataban demasiado obedientemente el credo de la iglesia narrativa oficial. Buscaban con descaro el sobresaliente y la alabanza del profesor del taller de literatura. Tenían todo eso que un buen relato, según mis libros de texto, ha de tener. Eran, en definitiva, de una ortodoxia que daba grima.

Así que un día de estos tendré que hacer realidad una de mis últimas ventoleras: pediré un mes de vacaciones no remuneradas, con dos ovarios, y me dedicaré a terminar todo lo que atropelladamente empiezo. Escribiré por la mañana y por la tarde. Me revolcaré en la hierba como los mulos. Haré cien tipos diferentes de galletas. Sestearé sin complejos. Leeré todos mis manuales de técnica narrativa, y a continuación los quemaré en la hoguera. Luego, purificada por el fuego cual valenciano, inventaré mi propia receta para cocinar un buen relato. 

Mentiría como una bellaca si dijera que los he leído todos. De hecho, sólo han sido tres los que me he tragado al completo.

No volveré a plantearme rebuscadas hipótesis que respondan a la pregunta “¿Y si...?”. Y si un día bajo a comprar el pan, y todo el mundo habla un idioma desconocido y particular. Y si mis pies empiezan a adquirir vida propia y a rebelarse contra mi voluntad. Y si el cielo amaneciera teñido de verde. Y si, igual que hay ciegos, sordos, y pobres desgraciados con el gusto o el olfato atrofiado, hubiera alguien que careciera del sentido físico del tacto. Y si el ego se convirtiera en un fósil psicológico. Y si, y si. Pues no. No aspiraré a ensanchar con fórceps los límites de la realidad. Eso está muy bien como juego. Pero en mi nueva religión del cuento, el realismo mágico será lo que los fuegos artificiales con respecto a una luz solar como la de esta mañana.

No volveré a plegarme a la imposición de epatar con la primera frase. Respetaré a mis teóricos lectores: no trataré de embaucarlos con un llamativo juego de manos. No tendré tantos humos como para esperar que sus vidas queden suspendidas mientras mi historia dure. No querré dejarlos fulminados en la silla con mis palabras de mago. Será hermoso si sus discursos internos se enredan con la lectura.

Me propondré crear personajes que no sean ni héroes ni antihéroes, sino personas tan portentosas o lamentables como tú o como yo. No habrá obligatoriamente un conflicto concreto al que deban enfrentarse, y que los transformará en el proceso de resolverlo. No se someterán siempre al yugo de una motivación verosímil. Si van a ser personas, tendrán que comportarse como tales: gente que lleva muchedumbres escondidas en su interior; que no siempre sabe ser consecuente o constante; que anda buena parte de su camino sin razones claras ni dirección.

No embutiré mi relato con un barullo puntillista de detalles y gestos sin importancia, para obtener así un simulacro fino de la realidad. Y al contrario, obviaré la exigencia de que cada cosa que se plante en el papel sea relevante y significativa. Tendrá que haber, como en la vida, pistolas que no se disparan, cartas que nadie lee, historias que no llegan a nada.

Habrá ocasiones en las que el cuadro sinóptico que esperamos extraer de una historia escrita no termine de fraguar. Tendremos que quedarnos a veces sin respuestas que nos expliquen esta realidad un poco obtusa que es la vida humana. Tendremos que resignarnos a leer de vez en cuando de manera desprendida, sin esperar a que se nos regale una epifanía. Tendremos que acostumbrarnos a que la literatura no sea tanto una vía de escape, como de escalada.

viernes, 12 de abril de 2013

Una


Lleva en pie desde antes de las seis de la mañana, cumpliendo sin rechistar un sinnúnero de acciones que sólo la inercia se atreve a calificar de sencillas. Espabilándose, haciendo un cuenco con las manos para el agua del grifo; acatando elegantemente la coreografía necesaria para preparar un desayuno. Deglutiendo, excretando, ejecutando la proeza evolutiva de abrochar botones. Pasmando a las criaturas no humanas con la multitarea alucinante de la conducción. Dando un paso tras otro en posición erguida. Manteniendo conversaciones más o menos inteligibles. Calentándose con un primer sol descarado que todavía no quema, pero que es capaz ya de transformar el olor de la carne. Arañándose, agachándose, saltando taludes, haciendo equilibrios sobre las fauces abiertas de una cantera. Anotando, cargando pesos, aguantando sin un sorbo de agua siquiera, hasta cerca de las cuatro de la tarde.

Ahora descansa por fin, sobre la cama. Le han otorgado unos escasos veinte minutos, y va a aprovecharlos. Piensa en sí mismo, se escucha, repasa sus piezas. La presión mantenida aún sobre el borde interno del pie; un rumor sordo como de fondo marino, una vibración que sólo puede ser, sí, eso debe ser, una especie benévola de cansancio. Las mejillas convertidas en placas solares. Está limpio por fin. No, limpio no, ungido. La literatura está llena de ejemplos en los que la higiene transciende al plano de lo moral. Ha recibido sobre sí el agua caliente, la espuma, las buenas cremas que sofocan el ardor de su piel rebelde. Por fin ha empezado a sentirse atendido. Honrado. Como una novia hindú, como la víctima propiciatoria de un sacrificio pagano. La mañana demasiado larga ha sido raspada. El olor de los perros en descomposición que ha ayudado a levantar, perdonado. Ese olor que es como un recordario del pecado original.

Los ojos empiezan ya a claudicar, la cara duele como después de un buen par de horas de carcajadas. Va a rendirse, sí, pero antes necesita ser escuchado. Aquel rumor sordo va aumentando de volumen, hasta convertirse en ronroneo. Está claro: quiere que le hagan caso. Mi cuerpo me exige suavemente que le haga caso. Mi cuerpo vuelve a recordarme todo lo que sabe hacer sin participación de la conciencia. Así que vuelvo a engastarme en él otra vez. Me paso una mano por el pelo, por las clavículas; poso la otra en la barriga. Estoy celebrando una boda. Somos uno, química mental y carne, y eso me impide hablar de mi cuerpo en tercera persona.

Antes de dormirme, repaso ceremonias de comunión parecidas. Momentos estelares protagonizados por mi cuerpo. En los Baños Gellert de Budapest. Había una fastuosa zona común, y también secciones separadas por sexos, y aquí de repente el bañador se vuelve superfluo, y caminar es como un susurro, y entonces yo, todavía tan púdica, me muestro desnuda por primera vez, y es algo balsámico.

Id a Budapest con esta guía que, ejem, me han prestado

En el extremo de ese mismo trampolín, el jolgorio un poco idiota de las duchas compartidas.

La sensación de estar suspendida. La cabeza y los hombros a la sombra, las piernas soleadas hasta las rodillas, y la hamaca colgante de hilo que mi tía compró en Guatemala meciéndose sola, como si ella, y yo encima, fuésemos nada más que los pulmones de una criatura invisible. Dejar caer un brazo fuera de esta nave espacial, rozar apenas el suelo de barro con una sola yema, sentir un tacto parecido al lametón de un gato. Encontrar inconcebible volver a depositarme sobre algo tan sólido y grosero como una silla o una cama.

La piel de M., tan inmaculada que daban ganas de llorar. Besar hasta la abrasión y la llaga.

Y luego todos los soberbios abusos. Las cuestas que vistas desde abajo apabullaban. Kilómetro tras kilómetro tras kilómetro en la senda del Cares. Trotar campo a través como las cabras. Atravesar un jaral más alto que yo misma, y acabar pringosa y perfumada.

En esta escena de aquí acabo de pasar la noche con alguien en una cueva del Sacromonte. Pregunto por el cuarto de baño, y con una punta de vergüenza me señalan la puerta. Y en el preciso instante de mear al aire libre, expuesta, impávida frente al Albaycín y la Alhambra, una sola con el aire rosa de la primerísima mañana, me convierto en una persona que nada tiene que ver conmigo misma. No tengo apellido, no tengo historia, no tengo heridas. Soy un animal intacto.

Y ya sí, ya estoy casi durmiendo esta siesta aplazada, y, a pesar de que acabo de acordarme del bullir ansioso de los gusanos sobre los perros, esta mañana, yo sigo celebrando mi boda, reconociéndome todavía en aquel animal intacto.

miércoles, 10 de abril de 2013

No has cambiado

 
Me pregunto qué habrán hecho todos estos años contigo. Qué es lo que habrá pasado en tu mentón, en tus rodillas, en tu pelo. Me sorprendo a veces pensando en ello, sobre todo cuando un sol imprevisto me embauca, y me hace creer que el mundo acaba de salir recién hecho e intacto de su embalaje. Miro la explosión de jaramagos, la sierra que me pone en la imaginación fantasías de viajes australes, y aunque nada tienen que ver con tu naturaleza salada, yo pienso en tu pelo. En aquel pelo tuyo de entonces, cuando te lo dejabas un poco más largo: los mechones trayendo un recuerdo del viento hasta en las tardes más calmas; la nostalgia de la playa. Lo llevabas lavado por mil horas de sol, y como el olor de la crema Nívea, era una síntesis de lo mejor del verano, de los largos ratos de desnudez inocente pasados junto a la orilla, puestos a secar en la arena, como sábanas. Me acuerdo de tu pelo, y me pregunto si el tiempo habrá hecho la gracia de respetarlo. Si la pugna entre canas y rubiez seguirá en tablas. Si tu melena será todavía un desafío, o ya una reliquia. Si quizás ese reloj biológico marcó ya demasiadas horas de sol.

Pienso en tus ojos, y vuelvo a preguntarme si a ti también te habrá terminado tocando pagar el peaje de la vista cansada. Imagino en la guantera de tu coche el discreto estuche de unas gafas para ver de cerca, un par de ínfima calidad, compradas con una graduación de serie en los chinos o en una parafarmacia, como si la cosa no fuera realmente contigo, y las palabras de los libros se emborronaran sólo de manera circunstancial. Te veo poniéndotelas de manera furtiva, quitándotelas con la misma coquetería fiera de quien rechaza la mano de alguien más joven a la hora de subir una cuesta. Recuerdo el tinte grisáceo de tus ojos, y desde esta distancia nuestra de kilómetros y años, intento adivinar si lo habrá aguado el susto de ver a tus hijos crecer con prisa traidora.

Pienso en ti a primera hora de la mañana. Si el despertador sigue atacándote por la espalda, o si ahora eres tú el que espera a que te rescate de una vigilia precoz y chivata. Si tu primera interacción con el día es un suspiro de alivio o de cansancio. Si te mueve la fuerza de un motor elegido por ti mismo. Si lo hace la inercia. Si alguna vez, aún, sales de casa y todo te parece un acertijo recién formulado. Pienso en ti al acostarte. En tus planes, en difusas nostalgias. Si duermes vuelto hacia la mesilla de noche o hacia tu mujer. Si tu cuerpo se mantiene todavía dócil y mudo. Si dejas para otra noche el recuento de ciertos dolores sordos en las muñecas y las rodillas.

Pienso también un poquito en mí, lo confieso. Quizás nos veamos un día de estos y trates de engasutarme diciendo que no he cambiado. Y, sin embargo, tengo ahora una vertebración que antes no tenía. Soy más sólida, más tranquila. Me he vuelto infinitamente más física: recibo y regalo dosis de amor reales, en lugar de placebos, hago cosas con las manos. Aspiro a construir y, con mis materiales de fabricación casera, a veces lo consigo. He apartado de mí la pasividad comodona del romanticismo y la fantasía. He aprendido a ser elástica, a soportar y a recuperar el poder salvaje que me da la conciencia de mi propia insignificancia. Me miro al espejo, y me veo unos muslos respondones; los hombros convencidos de que pueden superar su fragilidad; y un apunte de arruga junto a la comisura izquierda. Estudio mi cara, y no encuentro ya pistas de la vieja avidez.

Pienso así en estos años, en lo que tanto tú como yo habremos cambiado. Y me conmueve caer en la cuenta de que mi imagen de ti no ha envejecido. Mi memoria embalsamadora te ha conservado gracioso, moreno y dorado. Y probablemente a mí me vuelvan a flaquear las piernas cuando te vea.