En invierno no debería haber piscinas. Deberían estar por lo menos selladas, silenciadas como todo lo que
huele a muerto. Porque justamente son eso: cadáveres de
otro tiempo. Cada vez que me siento en una bicicleta del gimnasio, y
dejo que mi vista divague más allá de las cristaleras, veo una isla
de patetismo rodeada de pistas de pádel. El agua se vuelve opaca,
día tras día pierde su color artificial tan alegre, se naturaliza. Tal
vez alguien se ocupa mínimamente de peinar su superficie para retirar las hojas
caídas. Estos días ha soplado un viento fuerte, y los árboles del
parque vecino se ven desplumados.
Hasta hace muy poquito, un señor
jubilado leía en bañador junto a la piscina agonizante. Desde lejos
me recordaba a una versión envejecida del Fraga que se zambulló en
Palomares. Llevaba un gorrito de tela, una revista, y se recostaba en
su tumbona como si fuera la cama de un hospital. Como si le diera apuro
repantigarse del todo. No había bolsa ni mochila a su lado, así que
supongo que debía de recorrer pasillos y vestíbulos tal como
estaba, con su bañador rígido como una carpa de circo, sus
chanclas, su gorrito y su revista, sus carnes sueltas al aire.
Imaginarlo paseándose de esa manera, tan anacrónico, y verlo
sólamente a él allí afuera, como si no quisiera permitir que la
piscina se muriera a solas, me parecía divertido, y también me daba
un poco de pena.
Ahora la piscina se ha muerto del todo, y
al señor jubilado no se le ve por ningún sitio. Sigo mirándola
mientras pedaleo, y ya no hay empecinamiento ninguno que me pueda
parecer divertido. Pienso en todos los cadáveres de bichos que he
visto descomponiéndose en el campo, y vuelvo a sentir, más que
asco, esa misma tristeza de comprobar cómo algo que era una máquina
templada y perfecta se ha convertido en semejante guiñapo. Pienso en
los chapuzones, los salpicones, las miradas veladas y la cremas con
olor a coco. En la languidez del verano y la timidez y el descaro y
en los primeros idilios.
Y pienso también en mí misma, y en la
posibilidad de que lo que escribo se esté convirtiendo en esa misma
piscina. Si no se renueva el agua a través de la experiencia, cómo
voy a evitar no estancarme. Porque la vida va más despacio que el impulso de escribirla.
Pero la verdad es que penas así ya no
molestan. Si eso sucede, si tengo que quedarme hibernando, no será
tan dramático. La superficie de mi vida se verá día tras día más
verde y espesa, pero por debajo, seguirán dándose reacciones y
crecimientos, se desenvolverán nuevos ecosistemas, en la oscuridad seguirá
bullendo algo. Y, cuando menos me lo espere, volverá el
tiempo cálido.
Querida Silvia!.
ResponderEliminarQuerida Lectorasutil!
EliminarMe van a echar de la blogosfera por responder comentarios de semejante manera
Dicen, creo, que en aguas de ese tipo empezó a fraguarse la vida ¿no?
ResponderEliminarCum laude para ti por pensar exactamente una imagen que al final no terminé plantando en el post, pero que estaba ahí desde el principio.
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