miércoles, 9 de noviembre de 2011

La chica más mona del restaurante

   
      Su madre supo que sería alguien especial antes incluso de que naciera, y por eso, en lugar de elegir uno de los nombres que por entonces se llevaban, la llamó Ingrid. Por desgracia, el pelo nunca se le terminó aclarando, y la textura de su piel dista mucho de parecer sueca, lo que no ha impedido que se convirtiera en una maestra en el arte de lo que las revistas femeninas llaman “sacarse partido”. A su favor tiene unas piernas espectaculares, y una indiferencia genética hacia el precio marcado en cualquier etiqueta.
 
      Ella fue la primera de sus amigas que aprendió, de forma natural, a sujetar el cigarro con la muñeca vuelta hacia arriba, la primera que empezó a enroscarse el pel0 mientras hablaba con un hombre, y la primera que se saltó el precepto de esperar a la noche de bodas para perder la virginidad. Sus amigas siempre la imitan, sus modelitos, sus peinados, sus gestos. Se compran sus mismos zapatos de tacones criminales y, en el salón de sus chalets, mientras practican el paso con ellos puestos, maldicen la profesionalidad con que Ingrid camina. Ella nunca ha tenido problemas a ese respecto: su único esguince se lo hizo al aprender a esquiar, pero no le dio mucha importancia, sobre todo porque las muletas con las que se exhibió en el instituto reforzaron su papel innato de reina de la fiesta.
 
     Sus amigas del alma, una a una, se han ido casando, y en los cócteles previos a cada uno de sus banquetes cuchichean que Ingrid, esta vez, ha vuelto a pasarse, que su vestido es demasiado corto, sus zapatos demasiado altos o que ofrece descaradamente el cuello mientras ríe con el novio. Y, sin embargo, al decirlo, se sienten mezquinas, porque le deben mucho a su generosidad: la recomendación para un puesto de trabajo, muchos pares de pendientes que ella ya no se pone, o los descartes de su agenda amorosa, que en no pocas ocasiones han terminado convirtiéndose en los nuevos maridos de esos cócteles. Para compensar, sus amigas siempre le recuerdan que ella será la próxima, a lo cual Ingrid responde, rozándose las plumas del tocado, que, bueno, le tiene fobia al compromiso. 

     Pero el hecho es que nunca está sola. A veces le abre el corazón a sus amigas, y relata sus historias de gritos y reconciliaciones ardorosas. La verdad, le gusta decir, es que sólo me acerco a hombres con corazón de baja estofa. Ellas, alucinando todavía por la frase, le acarician la mano, sin ponerle un pero a su versión. Los hombres nunca se aburren, Ingrid nunca se aburre de ellos. Sólo que es es un imán para los egoístas y los malignos. Ninguno se da por enterado de los pies callosos, como de pavo real, que hay dentro de sus zapatos de firma. Para ninguno ha sido una estación de paso. Ninguno se escapó tras asistir a un almuerzo de domingo en la casa de sus padres, o al descubrir la carpeta de recortes y diseños, con las palabras MI BODA en la solapa, que ha ido llenando desde que tenía siete años. Ninguno se asustó al verla poner en práctica las contorsiones sexuales que aprendió en las revistas. No, esas sospechas nunca se pronuncian en la sobremesa de las comidas que todos los viernes comparte con sus amigas en el restaurante del momento. 
 
     Hoy, a pesar del viento que ya nadie duda en calificar de invernal, se han sentado en la terraza de la calle. Las mesas son pequeñas y están muy juntas unas de otras, pero eso a Ingrid no la intimida. Así es más fácil sentirse escuchada. Llama por su nombre al camarero y le pide un rioja concreto, con aire de entendida . Sus amigas piden lo mismo. Vuelve a contarles sus andanzas como guía voluntaria en las Jornadas Mundiales de la Juventud que se celebraron este verano. Comenta, con su voz más espumosa, las ganas que tuvo, durante la celebración de los encuentros espirituales, de matar a unos cuantos adolescentes, y de follarse a otros cuantos. Enciende su cigarro. La pareja de la mesa de al lado la mira. Ella ofrece su mejor perfil, antes de bajar la vista y fijarse en los zapatos de la chica. Planos. Madre mía. Habla mucho entre sí, la pareja. Ingrid presta atención, pero sólo capta unos cuantos "claaro", "eso es, exactamente". Quizás la han mirado por accidente. Quizás ha llegado la hora de hablar de su último viaje a la Provenza.

    Es entonces cuando su amiga Lola se da cuenta del eczema de su brazo, no del todo disimulado por la capa de buen maquillaje que se aplicó esta mañana, antes de salir para el bufete. Este tiempo es todavía traicionero: tan pronto hace frío, como sale el sol y tienes que quitarte la chaqueta. La pareja interrumpe su charla para besarse. Están absortos el uno en el otro. De repente, se descubre explicándole a Lola que, bueno, en ese brazo y en las dos piernas, y que psoriasis. Se le ha quebrado la voz al pronunciar el diagnóstico compartido por tres dermatólogos. Es que...con rayos uva...a lo mejor en una clínica de Mallorca..., dice entre sollozos secos, apoyándose la mano en la frente. Venga, Ingrid, eso no es nada, le dicen sus amigas, ya verás, acariciándole el pelo. Ella alza por fin la cabeza. La pareja se está levantando. Ambos llevan pantalones, de un color y un modelo muy parecidos. Vaya par de friquis, se consuela. Y luego los absuelve, claro, es que están empezando, por eso pasan del mundo. Pobrecillos. Seguro que son de los que se preguntan si habrán dejado demasiada propina.

2 comentarios:

  1. Una víbora con piel de cordero la tal Ingrid.Superficial,insegura y simple...(me habré pasado al guzgarla?).

    ResponderEliminar
  2. Una víbora con piel de serpiente, que está muy de moda. Lo dicen todas las revistas de Ingrid.

    ResponderEliminar