Llueve.
El salón de mi padre tiene ventanas en tres de sus cuatro paredes, y
afuera la hierba es tan verde, que los ojos duelen al mirarla. He
montado el portátil sobre una mesa que parece sacada de una cabaña
alpina. También en esta casa suelo encerrarme en mi habitación para
escribir, arrodillada en el suelo y con los codos apoyados sobre la
cama. Pero hoy no, porque llueve, y escribir frente a la boca fría
de la chimenea, rodeada de verde salvo por la espalda, me provoca una
sensación de artesanía sobria a la que no puedo resistirme.
Mientras el ordenador arranca y se despereza, yo tomo posesión de
las vistas. El cielo blanco. Los cipreses, despeluchados. La
delicadeza fugaz de las gorgoritas en el canalillo del porche.
Llueve. Es como si estuviera nadando en una pecera invertida. Mi
padre se asoma a las puertas acristaladas que miran al huerto,
nostálgico de sus tareas de campesino aficionado. Ha construido una
rutina tan pautada que le cuesta leer si todavía hay luz del día.
Jose sí lee, cuando los comentarios de mi padre lo permiten. Aquí
estamos, enclaustrados, tres peces dentro de un acuario. Mirando las
ventanas, como niños pobres pegados a los escaparates del Corte
Inglés. Uno, loco por repasar las naranjas de los árboles. El otro,
añorando sus paseítos de abuelo, las manos a la espalda. Yo, con un
exceso de energía en las piernas. Pero llueve, y tenemos que
conformarnos con el premio de consolación de las palabras.
Aunque
la poca luz y el arrullo de la lluvia y del cacharro calefactor
conspiren a favor del silencio. Hoy me he levantado con el ánimo
austero, quizás porque ayer fue una continua flaqueza. Me siento
frágil y dulce, como después de una fiebre. Y preferiría expresar
este brote de calidez mediante imágenes. Pero mi cámara de fotos,
lo sabe todo el mundo, me odia, y esta rutina mía de cazar la luz de
las cosas mediante el lenguaje también está demasiado pautada como
para que pueda obviarla fácilmente. Escribiré, pues, porque me
obligo a ello. Porque me importa. Porque ayer mi entereza cayó tan
en picado, que la escritura, y todo lo demás, dejó de importarme.
Me
da igual por qué pasó. En otro momento me habría sacado de la
manga del pijama esa excusa oportunista de las hormonas, y quizás
hubiera acertado, teniendo en cuenta que mi equilibrio químico está
tan revolucionado, que lo próximo que me cabe esperar es que me
crezca un hermoso mostacho. Pero centrar la atención en
explicaciones puede que no sirva para nada. Las soluciones sirven.
Asomar la nariz por encima de la manta bajo la que te has ovillado
sirve. Cambiarte el pijama por unos vaqueros no demasiado viejos,
aunque la lluvia te impida salir, sirve. Escribir sin ganas sirve. Y
he tenido que dejar pasar un día no en blanco, sino en denso y
amorfo gris, para darme cuenta físicamente de ello.
Te
diré lo que pasó ayer. Que me dejé arrastrar por esa corriente
fecal que es la falta de vitalidad. Fue como no presentarme a un
examen para el que me llevaba preparando un montón de tiempo. En el
momento crucial de echar mano de todos los conocimientos adquiridos,
me dije “a tomar por saco. No me alcanza la energía”. Y yo, que
he hecho una apuesta vitalicia por la alegría y el empeño, me vi
sin una sola moneda en los bolsillos. Impotente para contrarrestar la
falta de alegría de los demás. Jose y yo veníamos en coche a
Estepona, en silencio. Tenía bastante claro que este viaje era para
él un fastidio. Pasaban las dos de la tarde, y había que ir
decidiendo dónde íbamos a comer. Pero yo estaba tan fundida con el
desaliento, que podría haberme conformado con uno de los caramelos
sin azúcar que llevamos para cuando nos da un ataque de sed. Sabía
cuál era el antídoto para ello, porque tengo un búnker de alegría
dentro. Soy pragmática, y tengo una fe absoluta en la autonomía.
Podría haber utilizado mejor mis dotes de comprensión. Podría
haber hecho algún absurdo juego de palabras. Podría haber mirado
por la ventanilla del coche como si fuera la primera vez que hacíamos
ese viaje. Como si ninguno de los dos tuviera parásitos en el
cerebro. Podría haberle hecho entender a Jose, igual que a un niño
enfurruñado, que no pasaba nada si un día él prefería quedarse en
Granada.
Y
no lo hice. Preferí trazar planes vagos de libertad. Volví a
imaginarme a solas con el volante de mi coche, cantando a voz en
grito, que es como a mí me gusta conducir. Entrando y
saliendo de las casas familiares, como si estuviera siempre de viaje,
y fuera encadenando hoteles, que es como a veces pienso que a mí
me gustaría vivir. Y en vez de tapar los huecos en el contento de
los demás, dejé que esos huecos me tragaran. Por la tarde mi mente
decidió que escribir sin ganas ni temas era una chorrada
exhibicionista, y yo y mi voluntad seguimos los dictados de mi mente.
Luego cenamos, rápido y con pocas palabras, y nos quedamos fritos
mientras en la Primera daban el parte del tiempo. Y cada uno se fue
para su cama, y Jose y yo discutimos un poco por quién de los dos se
quedaba con la última manta que quedaba. Ninguno de los dos la
quería para sí, como si estuviéramos haciendo una competición de
martirios. Al final la manta se quedó colgando de la mecedora.
Cuando
esta mañana desperté, ya llovía. Eran cerca de las nueve. Muy
tarde, para lo que solemos. Me levanté la primera, y me quedé
escuchando la lluvia en medio de la escalera. Los otros dos seguían
acostados, y parecía como si la casa fuera víctima de un
encantamiento. Me tomé la temperatura, y no encontré ni una décima
de desaliento. Hubiera estado bien permanecer todo el día callada,
pero soy de ese tipo de personas que no saben guardar reposo cuando
se lo ordena un médico. Esto de escribir de veras que me importa,
aunque a veces no tenga ni materia ni ganas. Mantener un pulso vivo y
templado me importa. Mirar bien a mi alrededor me importa. Nadar sin
crear turbulencias, y mantenerme a flote a pesar de las de los demás,
me importa más que nada. Ahora pondré un punto y aparte, y uniré
mi silencio al de los otros dos peces de la pecera. Me dejaré guiar
toda la tarde por ondas de alegría subacuática.
Cuando caes tan en picado,si que hacen esas soluciones que acabas de dar.Alguien,que ha sido un apoyo muy grande para mí,me dijo un día:Aunque te quede una sola gota de gasolina,arranca ese motor.Y funciona,aunque a veces te cueste la misma vida.Un beso para tí y para la Espe.
ResponderEliminarCada vez me resulta más sorprendente ver cómo el desaliento o la alegría o la serenidad van y vienen con esa ligereza, a veces sin obedecer a nadie ni a nada, ni a nosotros.
ResponderEliminarUn beso, Ana.
Qué va, Comillas: cada vez es menos sorprendente ese ir y venir de las emociones. Cuanto más se estudian, más percibe uno que son tan impermanentes como el resto de fenómenos reales. Lo dice el budismo.
ResponderEliminar(Pero no cai tan en picado, Artes-Ana. Un poquito al bies, sólo)
Un beso a dos de mis queriditas favoritas
Te diría que casi me gustan más tus posts melancólicos que los humorísticos. Pero no te lo diré, por si no es política ni humanamente correcto.
ResponderEliminarMmmm, política y humanamente correcto declarar empatía hacia lo melancólico.
EliminarVosotras tenéis la excusa perfecta en vuestras socorridas hormonas para justificar ese vaivén de los estados anímicos. Pero.. ¿y nosotros, dónde nos refugiamos? ¿a qué le echamos la culpa de ser montañas rusas descontroladas?
EliminarAmiguete, lo dicho, a la impermanencia. De aquí a cien años, todos budistas.
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