jueves, 13 de diciembre de 2012

La traición (I)


Una pequeña confesión: nada más publicar aquel último relato titulado La mujer de mi jefe, me arrepentí ligeramente de haberlo hecho. No tanto como para levantarme de la cama en mitad de la noche, encender el ordenador, y suprimir la entrada; pero sí lo bastante como para prohibirme volver a escribir en torno al tema de la traición y la infidelidad. Porque, si las cuentas no me fallan (cada vez que escriba una frase adorablemente pegote como esta marcaré a continuación un “jujuju”), ese era el tercero que aparecía por aquí, después de este y de este. Me extraña que Madrede no se diese cuenta de semejante reincidencia, y que no me llamase en cuanto lo leyó, preocupadísima por el estado de mi noviazgo. A Madrede es que le cuesta entender todavía que entre lo que escribo y lo que vivo hay más un parentesco, a veces íntimo, a veces remoto, que una identificación exacta. El caso es que, en aquel momento, a la vulnerabilidad que sigue inmediatamente a la publicación de una entrada nueva se le sumó una especie de vértigo. Me dije: eh, Silvia, que acabas de perpetrar una Trilogía sobre la Traición. ¿Qué tienes que decir ante eso? ¿Qué dice eso de ti? Evidentemente, el vértigo duró lo mismo que el que sufres cuando te agachas para atarte los cordones. Me quedé dormida, y al día siguiente, me topé de nuevo con la incontestable realidad de que todavía no ha nacido el crítico que estudie “mi obra” (jujuju) desde una perspectiva global.

He vuelto a acordarme hoy de aquel vertiguillo. Porque me he dado cuenta de que, como lectora, estoy completando una Trilogía sobre la Traición paralela. En menos de dos meses habré terminado tres novelas en cuyos argumentos figura una mujer que engaña a su marido. A saber: El día después del cumpleaños, de Lionel Shriver; Cómo ser buenos, de Nick Hornby, y este de Andrés Neuman, Hablar solos. ¿Casualidad? ¿Un interés soterrado que me guía, como el sónar de los delfines, hacia libros que tratan el tema? ¿Una refinada conjura literaria, un jueguecito perverso de mi biblioteca, al estilo de Las amistades peligrosas?

Lo siguiente es una especie de intento de aplacar el brote repentino de hipocondría moral que percatarme de esa doble trilogía me ha provocado. No, no creo que esté especialmente interesada en el adulterio, y que lea y escriba textos sobre ello en busca de un manual de instrucciones. O por lo menos, no estoy más interesada en el tema que tú, o que tú. Es un cliché, eso de que uno escribe y lee lo que le gustaría vivir, y no puede, o no se atreve. Un cliché cierto, pero ahora no viene a cuento. El caso es que, sea lo que sea que pase por el corazón del lector, los cuernos nos atraen y nos perturban, a todos. De ahí el éxito de Otelo. De Ana Karenina. De Madame Bovary. De Los puentes de Madison. De ahí que la imaginación se vaya ocasionalmente de excursión, ella solita, lejos del amparo de la pareja perfecta. ¿Cómo? ¿Que a ti no te ha pasado nunca? ¿Le has sido fiel a tu amorcito, de pensamiento, palabra y obra, exactamente todos los segundos de vuestra vida en común? Perdóname que te lo diga, pero eres un hipocritilla.

La teoría oficial dice que los infieles lo son por aburrimiento. Uno ya lo sabe todo de la persona que lleva siendo su pareja desde hace cinco, diez años. Conoce la composición exacta del olor de su aliento mañanero; dónde guarda su madre las servilletas buenas; o los refranes privados que acotan cada minúsculo aspecto de la pauta cotidiana, del tipo “cuántas veces te habré dicho que no compres las lentejas grandes, sino las pardinas”, o “hay que ver lo que le cuesta a la gente poner los intermitentes en las rotondas”. Uno se sabe instalado en la madurez, que es lo mismo que decir en la rutina, y un día, al ver el bulto de su pareja vuelto de espaldas en la cama, siente un pequeño amago de náusea: Uno se da cuenta de que ese, y no otro, nunca más otro, es el único bulto en la cama que va a ver de ahí hasta que se muera. Y entonces lo que se supone que pasa es que las costuras de los compromisos empiezan a dar de sí, y que Uno intenta recuperar un poquito del aroma de la juventud perdida haciendo el tonto, con deportes de aventura. Me gusta esa acepción de la palabra aventura. Tan rancia. Tan apropiada. Porque lo que Uno añora, más que la novedad de un tercer cuerpo, es el gusanillo, la adrenalina.

Bien, la teoría oficial no se equivoca. Que levante la mano el que, yendo de la mano de su sólida, comprensiva e ideal pareja, no haya sentido una punzada de envidia al ver a dos novios de tres días besándose apasionadamente en un banco de la calle, o a dos tontainas bebiéndose los ojos en la barra de un bar, contándose las vidas, quitándose motitas imaginarias del jersey. Porque, oh, los comienzos son tan excitantes, tan decisivos. Son el Everest del amor, el momento en el que el todo y la nada se dan la mano. Y esa hermosura tan peligrosa de un beso que ya se intuye, pero que no, todavía no, o del abrazo en que uno es completamente nuevo para el otro y que, por tanto, da permiso para reinventarse, esa juventud exultante, emborrachan y enganchan. Luego, uno se va desintoxicando de los comienzos, y si tiene suerte, lo que comienza es a dar las gracias, todos los días, por que el torrente turbulento de los amores se haya remansado, dando paso a una etapa en la que no hace falta un traductor para entender los idiomas íntimos. Y sin embargo, qué ex-fumador no siente nunca las ganas de tragarse el humo de un cigarro ajeno; qué ex-alcohólico no acelerará el paso por el pasillo de licores del Mercadona, para no quedarse embobado mirando las etiquetas de las botellas.


Y mañana más, queriditos. Que los post son como los mantecados. Uno es amor. Dos, empacho. Tres...bueno, ya sabéis...Multitud.


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