Una
pequeña confesión: nada más publicar aquel último relato titulado La mujer de mi jefe, me arrepentí ligeramente de haberlo
hecho. No tanto como para levantarme de la cama en mitad de la noche,
encender el ordenador, y suprimir la entrada; pero sí lo bastante
como para prohibirme volver a escribir en torno al tema de la
traición y la infidelidad. Porque, si las cuentas no me fallan (cada
vez que escriba una frase adorablemente pegote como esta marcaré a
continuación un “jujuju”), ese era el tercero que aparecía por
aquí, después de este y de este.
Me extraña que Madrede no se diese cuenta de semejante reincidencia,
y que no me llamase en cuanto lo leyó, preocupadísima por el estado
de mi noviazgo. A Madrede es que le cuesta entender todavía que
entre lo que escribo y lo que vivo hay más un parentesco, a veces
íntimo, a veces remoto, que una identificación exacta. El caso es
que, en aquel momento, a la vulnerabilidad que sigue inmediatamente a la publicación de una entrada nueva se le sumó una especie de vértigo. Me dije: eh,
Silvia, que acabas de perpetrar una Trilogía sobre la Traición.
¿Qué tienes que decir ante eso? ¿Qué dice eso de ti?
Evidentemente, el vértigo duró lo mismo que el que sufres cuando te
agachas para atarte los cordones. Me quedé dormida, y al día
siguiente, me topé de nuevo con la incontestable realidad de que
todavía no ha nacido el crítico que estudie “mi obra” (jujuju)
desde una perspectiva global.
He
vuelto a acordarme hoy de aquel vertiguillo. Porque me he dado cuenta
de que, como lectora, estoy completando una Trilogía sobre la
Traición paralela. En menos de dos meses habré terminado tres
novelas en cuyos argumentos figura una mujer que engaña a su marido.
A saber: El día después del cumpleaños, de Lionel Shriver;
Cómo ser buenos, de Nick Hornby, y este de Andrés Neuman,
Hablar solos. ¿Casualidad? ¿Un interés soterrado que me guía, como el sónar de los delfines, hacia libros que
tratan el tema? ¿Una refinada conjura literaria, un jueguecito
perverso de mi biblioteca, al estilo de Las amistades peligrosas?
Lo
siguiente es una especie de intento de aplacar el brote repentino de
hipocondría moral que percatarme de esa doble trilogía me ha
provocado. No, no creo que esté especialmente interesada en el
adulterio, y que lea y escriba textos sobre ello en busca de un
manual de instrucciones. O por lo menos, no estoy más
interesada en el tema que tú, o que tú. Es un cliché, eso de que
uno escribe y lee lo que le gustaría vivir, y no puede, o no se
atreve. Un cliché cierto, pero ahora no viene a cuento. El caso es
que, sea lo que sea que pase por el corazón del lector, los cuernos
nos atraen y nos perturban, a todos. De ahí el éxito de Otelo.
De Ana Karenina. De
Madame Bovary. De Los
puentes de Madison. De ahí que
la imaginación se vaya ocasionalmente de excursión, ella solita,
lejos del amparo de la pareja perfecta. ¿Cómo? ¿Que a ti no te ha
pasado nunca? ¿Le has sido fiel a tu amorcito, de pensamiento,
palabra y obra, exactamente todos los segundos de vuestra vida en
común? Perdóname que te lo diga, pero eres un hipocritilla.
La
teoría oficial dice que los infieles lo son por aburrimiento. Uno ya
lo sabe todo de la persona que lleva siendo su pareja desde hace
cinco, diez años. Conoce la composición exacta del olor de su
aliento mañanero; dónde guarda su madre las servilletas buenas; o
los refranes privados que acotan cada minúsculo aspecto de la pauta
cotidiana, del tipo “cuántas veces te habré dicho que no compres
las lentejas grandes, sino las pardinas”, o “hay que ver lo que
le cuesta a la gente poner los intermitentes en las rotondas”. Uno
se sabe instalado en la madurez, que es lo mismo que decir en la
rutina, y un día, al ver el bulto de su pareja vuelto de espaldas en
la cama, siente un pequeño amago de náusea: Uno se da cuenta de
que ese, y no otro, nunca más otro, es el único bulto en la cama que va a ver
de ahí hasta que se muera. Y entonces lo que se supone que pasa es
que las costuras de los compromisos empiezan a dar de sí, y que Uno
intenta recuperar un poquito del aroma de la juventud perdida
haciendo el tonto, con deportes de aventura. Me gusta esa acepción de
la palabra aventura.
Tan rancia. Tan apropiada. Porque lo que Uno añora, más que la
novedad de un tercer cuerpo, es el gusanillo, la adrenalina.
Bien,
la teoría oficial no se equivoca. Que levante la mano el que, yendo
de la mano de su sólida, comprensiva e ideal pareja, no haya sentido
una punzada de envidia al ver a dos novios de tres días besándose
apasionadamente en un banco de la calle, o a dos tontainas bebiéndose
los ojos en la barra de un bar, contándose las vidas, quitándose
motitas imaginarias del jersey. Porque, oh, los comienzos son tan
excitantes, tan decisivos. Son el Everest del amor, el momento en el
que el todo y la nada se dan la mano. Y esa hermosura tan peligrosa
de un beso que ya se intuye, pero que no, todavía no, o del abrazo
en que uno es completamente nuevo para el otro y que, por tanto, da
permiso para reinventarse, esa juventud exultante, emborrachan y
enganchan. Luego, uno se va desintoxicando de los comienzos, y si
tiene suerte, lo que comienza es a dar las gracias, todos los días,
por que el torrente turbulento de los amores se haya remansado, dando
paso a una etapa en la que no hace falta un traductor para entender
los idiomas íntimos. Y sin embargo, qué ex-fumador no siente nunca
las ganas de tragarse el humo de un cigarro ajeno; qué ex-alcohólico
no acelerará el paso por el pasillo de licores del Mercadona, para
no quedarse embobado mirando las etiquetas de las botellas.
Y
mañana más, queriditos. Que los post son como los mantecados. Uno
es amor. Dos, empacho. Tres...bueno, ya sabéis...Multitud.
Que levante la mano...
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