domingo, 2 de diciembre de 2012

Razones por las que no odio del todo el invierno


No somos buenos amigos, el frío y yo. Yo hago escarnio de él a poco que la temperatura baje de los siete grados; él se venga, haciendo que la vida huya de la yema de mis dedos, y que mi sombra parezca, cinco meses al año, prima de la de Quasimodo. Mucho peor: sabe cómo hacer para que me convierta en una persona absurda. Un ejemplo. La cuarta uña de mi mano derecha está empezando a adquirir un bonito tono violáceo. ¿Por qué? Porque tengo espíritu de cochino jabalí, o sea, que soy com-ple-ta-men-te incapaz de no meterme en el buche todo fruto comestible, y sucedáneos, que me encuentro por el monte. Razón por la que las seis horas de la tarde del viernes pasado me encontraron afanándome debajo de un almendro. En ese momento vecino de la noche, cuando la temperatura ambiente rondaba los dos grados sobre cero en la escala Celsius, a servidora no se le ocurrió nada mejor que ponerse a golpear piedra sobre cáscara, como buena Neandhertal que es. Y para realizar tan peliaguda tarea, no le pareció conveniente despojarse de los guantes polares que la Junta de Andalucía tiene a bien aportar a su uniforme. ¿Adónde apunta toda esta tensión narrativa? Efectivamente. A mi dedo anular derecho. Todos los gags acaban igual. El almendruco queda reducido a esquirlas de tamaño milimétrico, como si le hubiera caído El Meteorito encima, y por mi parte, durante la hora que tardo en recuperar la conciencia digital, sufro temiendo que jamás podré volver a colocar una sola tilde en mis textos tecleados.

Y, aunque me haría bastante feliz que, gracias al cambio climático, en las escuelas sólo pudiera corearse el estribillo “primavera-verano-otoño, primavera-verano-otoño...”, soy capaz de guardarme el rencor, y de encontrar algunos motivos por los que dar las gracias al invierno.

Lo mejor, sin duda alguna, es el sol. En invierno, el sol es introvertido y dulce como un cervatillo. No apabulla, no arrasa, no aplasta. Tú vas callejeando por el centro lóbrego de la ciudad, doblas una esquina, y entonces ahí lo tienes, el sol, que se pone a dar pasitos cortos a tu lado, como si su único propósito, desde el Big Bang mismo, hubiera sido hacerse amigo tuyo. El sol de invierno, después del castigo de sombra que impone un temporal, abrillanta, afina los contornos de las cosas, y devuelve a las terrazas a la gente envuelta en espesores de medio metro de ropa. El sol de invierno hace que las hojas muertas parezcan a punto de revivir, y que uno se sienta como en París, en el día de la Liberación. El sol de invierno logra que te sientas gato.

El invierno, además, huele de escándalo. No importa que vivas en una ciudad, porque es como si de la tierra, desde debajo del asfalto, de los cables de teléfono y del alcantarillado, ascendiese un remoto aliento de chimenea. Huele a leña, a horno de pan, a abuela. También está rico, el invierno. La panza se reconforta con un linaje de pucheros; las comidas son lentas, espesas, como si en vez de la olla, hubieran salido de un alambique. Las manos se abrazan a la taza de café, y en cada merienda, la nostalgia del chocolate caliente te hace un poco más niño.

Si no hubiera invierno, la savia no dejaría de fluir por las venas de los árboles, y las hojas no caerían como costras secas de una herida. Sin la penosa certeza del frío, no existiría la lujuria de colores del otoño. Las hojas bailarían hasta el suelo. Se perderían los preciosos sonidos crujientes de los parques. Esa luz dorada en el bosque no te haría casi llorar. Sin invierno, no habría ramas desnudas en los matorrales: las bolitas rojas de los majuelos, los kakis reventones, seguirían escondidos entre un lío de hojas, y cada rincón de Andalucía donde crecieran dejaría de parecerse un poco a Japón. Sin el frío de las madrugadas, ya no brotarían flores de escarcha entre la hierba.

Si no fuera por el invierno, uno nunca llegaría a ver con sus propios ojos la respiración de los campos. Hace frío, frío, frío. Tu cara podría perderse por detrás de la nube de tu propio vaho; y es el mismo vaho que exhala el barbecho, o ese mulo de ahí al que la hierba congelada no le tienta demasiado, o el que libera el lecho del río, haciendo que te sientas en medio de una leyenda artúrica. Hace frío, y puedes darte cuenta de que formas parte del coro de la naturaleza.

Si no hubiera invierno, no necesitaríamos tener una mantita suave a mano, y la siesta en el sofá tendría mucha menos gracia. Si no te costara tanto desnudarte para meterte en la ducha, el agua caliente que corre por tu espalda no sería una bendición tan grande. Si no hiciera frío, no te echarías el vaho sobre la punta insensible de los dedos, y no conocerías la ternura que contemplar ese gesto en otro te provoca. Si a la gente no se le quedaran las manos heladas, faltaría otra excusa para trabar intimidad. Gracias al frío, tenemos permiso para achucharnos contra otro cuerpo.

5 comentarios:

  1. Uno es más de verano. Pero me niego a tomarle tirria a alguna estación. Cada una tiene su puntito y, desde luego, has descrito muy bien esos matices que hacen del invierno algo encantador. Te lo digo ahora que estoy con la estufa bajo la mesa mientras escribo y la temperatura es acogedora mientras veo el vaho de la gente que pasa alrededor. Claro que luego hay momentos, esta misma madrugada, en el que no sabía como colocar la bufanda y el gorro de lana para que no pasase el frío artíco mientras pedaleaba al curro.

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    1. No, no, no estoy de acuerdo!
      Respetable, sí, pero ¿encantador? Ni de coña!!
      (Las bufandas son hijas secretas del Maligno)

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  2. Precioso, Silvia... Lleno de imágenes y muy verdadero. Auténtico lo del sol ("los buenos ratos, el sol de enero", que diría Maldita Nerea). Lo del aliento a chimenea, el bendito olor a frío, la excusa para la intimidad... Muy bonito, de verdad. Y te lo dice una que lo primero que ha dicho esta mañana ha sido algo como "me voy a cagar en Dios con el puto frío".

    Un beso grande.

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    1. Gracias, bonita.

      Si creas un grupo de Facebook para meterle una paliza a Dios, me apunto de cabeza. Si hoy me tuvieran que cortar los dedos, y ya hubieran privatizado también la anestesia en los hospitales, ni cuenta me daría.

      Otro beso para ti.

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  3. Que sepas que te estoy esperando con una olla de callos.

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