Llevo unas ochenta y cinco mensualidades
pagadas en concepto de alquiler de este piso, y todavía no me he
cansado de dedicarle sonetos a sus vistas. En realidad no son nada
del otro mundo, y si me encandilan es más por lo que no tienen que
por lo que muestran. Veo árboles, veo nubes, veo montañas, todos de
clase media. Pero tengo ese simulacro de holgura. El alivio de
la periferia. A dos pasos de la olimpiada turística, un recordatorio
de que hay procesos que un móvil no puede fotografiar todavía.
Evapotranspiración, fotosíntesis, suelos que la lluvia empuja a los
embalses. ¿Qué me pierdo? Una fachada que me cohíba. Un “alto,
ahí, animal urbano”.
A veces, boqueando en la oficina, me
asomo a los ventanales en busca de cosas reales. Me encuentro
cemento, alquitrán, ambulancias. Esa sensación de que el cielo es
un toldo puesto ahí para que, como Truman, piense que en algún
punto el mundo construido se termina. A veces pasan los helicópteros
de la base áerea. Los sigo y pienso que estaría bien ir montada en
uno de ellos, un brazo asomando, si es que eso es posible, un cúter
en la mano rajando la lona del aire, revelando metros y metros y
metros de edificios hacia arriba.
De entre todo ese pulular, el hospital me
cautiva siempre. Es viejo y de una fealdad que por sí misma te manda
al servicio de Urgencias, pero a última hora de la tarde la luz brilla en las habitaciones como
el cielo estrellado de Van Gogh. Eso que
parece el cielo se ve por contraste azul charol. De alguna forma la
vista pide ser absuelta. Por un momento es casi bonita.
Al siguiente me inquieta: el hábito
aprendido de entender la perspectiva pierde fuelle, y empiezo a ver
como si la realidad fuera el dibujo de un niño. Fachadas planas
pintadas en un folio, y detrás nada. Qué mentira. Qué ceguera.
Detrás está todo. Lo real, dentro de la madriguera. Gente que como
yo se asoma a las ventanas.
Alguien que mañana entrará a un
quirófano. Tal vez, a punto de que el
anestesista le robe la conciencia, recuerde la vista de mi edificio; tal vez se pregunte si
habrá imágenes después de esa.
Alguien que quisiera no recibir el alta
porque sólo ahí tiene acceso al lujo de ser cuidado.
Alguien que como tú con los yogures,
juega a birlarle días a una fecha. Alguien que no se engaña con
volver a usar ropa de verano. Alguien que echa un vistazo entre
bambalinas al mundo del que no hace mucho formaba parte, y al que el resentimiento le puede. Tu mundo, mi mundo, ya le está dando la espalda.
Enganchado a la locomotora de la indiferencia. Alguien se baja en
esta estación.
Procesos que la cámara de un móvil no
capta.
Y yo estoy aquí agitando mi pañuelo.
Mirando como si hacer compañía en la distancia no fuera una idea
ingenua. Haciendo las paces con la madriguera.
Qué buen fotograma para añadir a "Truman" ese que has imaginado.
ResponderEliminar¡Y qué miedo las madrigueras! Si pudiera medirse la proporción de dolor por cada metro cuadrado que encierran...