miércoles, 21 de marzo de 2012

Centro de salud


En la sala de espera, me acuerdo de mi lista de instrucciones para la risa. Quizás sea la luz malsana de la habitación, quizás el grado más o menos escacharrado con en el que cada uno cual se ha acercado hasta aquí, pero la gente está condenada a parecer fea. En ningún lugar resaltan tanto las arrugas, las bolsas bajo los ojos, el embotamiento de las caras. Como si todo el mundo estuviera recién levantado. En frente de mí se ha sentado un viejo grande, moviendo tanto aire como un alud en la montaña. Tengo que hacer esfuerzos para no mirar por el rabillo del ojo esos zapatones de Frankenstein que lleva, deformados por unos pies que deben de ser como esferas de carne a punto de salir rodando. Y está esa otra cantidad de carne que se le desparrama pecho abajo, muy abajo, tan abajo que le impide cerrar las piernas.

Me controlo también para no quedarme embobada con la pareja mayor que está a su lado. Llevarán tanto tiempo casados que han terminado pareciendo hermanos: el mismo tamaño, el mismo aspecto desfondado, la misma cara de chihuahua obeso, los labios sueltos. Los dos observan, con una fijeza que, a diferencia, de mí, no tratan de disimular, a la chica de coleta muy tirante que acuna un bebé en sus brazos. Como si fueran a robárselo. La gente no debería mirar de manera tan ávida, si no quiere ser pasto para imaginaciones perversas. También hay una pareja de hippies de casta, que debe de considerar el uso del peine como el colmo de lo burgués, una pareja de vecinas con abrigos del mercadillo, una pareja de monjas a punto de morirse allí mismo, y una pareja de ex-heroinómanos. En la sala de espera del médico, de nuevo, vuelvo a obligarme a la alegría. Vengo al médico, sí, y no quiero que nadie me mire como estoy mirando yo, con lástima.

Así que, risueña, muy digna, espero a que llegue mi turno, mientras lloro por el ojo izquierdo. Llevo dos semanas medio tuerta, atribuyéndole mis males al amor de los cipreses, saliendo a la calle y acordándome a cada paso del título de un libro que no hace mucho intenté leer, “Gente feliz con lágrimas”, de un João de Melo.

(Que, por cierto, lo saqué de la biblioteca precisamente porque me atrajo el título, y porque está ambientado en las Islas Azores, que es uno de mis paraísos futuros, y porque soy una maldita fetichista de todo lo que huela a portugués. Lo dejé allá por la página veinte, porque, entre verbo y verbo, me crecía el pelo dos centímetros. En serio, ¿qué pasa con la literatura portuguesa? ¿Podría alguien sacarme de mi ignorancia e informarme de si alguna vez, algún portugués ha escrito algo un poquito vitalista? Obrigada. Fin de paréntesis superfluo)

Hoy ya no pienso en alergias. Me duele el ojo como si uno de los duendecillos de mi cerebro estuviera usándolo de saco de boxeo. Pero lo peor es el sopor. Las leyes de la causalidad corporal a veces se invierten, ¿verdad?. Yo, cuando pelo cebollas, me pongo un poco triste, y cuando los ojos se me ponen malitos, hinchados, enrojecidos, como ahora, siento sueño sin tenerlo. Por dios, bastante energía gasto ya en mi triunfal batalla contra la modorra. A este paso voy a salir de esa batalla con un parche, como Nelson, como John Ford, como la princesa de Éboli. La bloguera tuerta. Me doy automorbo.

En la sala de espera pasan dos cosas. Una, que casi me tengo que pelear con Jose para que no entre conmigo en la consulta. A él le parece lo más natural del mundo, y se ofende un poco cuando le digo que ni de coña. Hijo mío, le respondo, que es una simple conjuntivitis, no me voy a derrumbar cuando me den el diagnóstico, no necesito apoyo, no me van a extirpar el ojo. En realidad, no creo que él pretenda darme un apoyo concreto, en este caso concreto. Es más sensato que yo, y no está ni mucho menos preocupado. Simplemente, debe de parecerle que dos personas, después de tres años de relación, se convierten automáticamente en familia, y que el cuerpo de cada uno forma parte de una esfera común de intereses. Mi cuerpo es parte del suyo, mis ojos son suyos. Tiene derecho a escuchar de primera mano sobre lo que de ellos se diga. A mí, quizás porque no me han inculcado una noción de familia tan íntima, esa confusión de las fronteras carnales me pone los pelos un poquito de punto. Y es curioso, porque hasta ahora nunca me ha chocado, en cambio, que nuestras manos se busquen maquinalmente cada vez que salimos a la calle. A veces me pregunto si esta querencia nuestra a ir juntos a todos sitios no será en realidad dependencia. Otras, como hoy en la sala de espera, no me parece que los conceptos de autonomía y dependencia estén lo bastante delimitados. A lo mejor no somos uno, sino dos que están de maravilla juntos.

La otra cosa que pasa es que de repente me doy cuenta de la cantidad de meses que llevaba sin visitar a mi médico de cabecera. El año pasado, por estas fechas, andaba yo metida en una vorágine de síntomas, análisis, consultas y especialistas. Se me dormían las manos, los pies, la cara, y además no podía tragar bien, y además la dermatitis atómica amenazaba con tornarse lepra. Cada vez que franqueaba la puerta de esta consulta le suplicaba con los ojos a mi médico “por favor, no me reconozcas. No tamborilees con el boli sobre la mesa Por favor, hazme caso. Siento todo eso. No estoy loca”. Él se rascaba la cabeza, y me mandaba a todos los especialistas que yo le sugería, con sutileza maquiavélica. Parecía preocuparse, y por eso yo le amaba. Era presa de poéticos trastornos psicosomáticos, o directamente hipocondríaca, pero no estaba sola.

Hoy me ha despachado en un par de minutos y me ha recetado un par de colirios. Me ha preguntado de pasada si alguien de mi familia ha tenido un glaucoma. Todavía no he buscado por internet los síntomas de esa enfermedad. En ningún momento, mientras estaba en la sala de espera, he tenido la sensación de estar a punto de enfrentarme a un examen que llevaba mal estudiado. Voy por el buen camino.

1 comentario:

  1. ¡Viva Silvia! Pues yo esta mañana he hecho visita al SAE, INEM y Hacienda y también me ha quedado muy digno, que lo sepas. ¡Síiiiiii!

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