jueves, 12 de julio de 2012

Las otras camas


La semana que viene, a estas horas (atención: este post se empezó a escribir a las 09:35, y se finiquitó trece horas después), mi pelo olerá a un champú desconocido. Tendré una sensación bastante rara en la base del cuello y entre los omóplatos: la ausencia de tensión que supone echarse a dormir, con el cuerpo destrozado, en un colchón firme y bueno. Moveré los dedos de los pies dentro de las botas, mis amables botas de montaña, reconociendo, un día más, sus superficies internas, rastreando algún punto de dolor que haya podido quedar de la caminata del día anterior. Volveré a sentirme orgullosa de mi capacidad de recuperación. Untaré mis tostadas sin remordimiento dietético alguno. Miraré a otro lado, eh, yo no conozco a este tío de nada, cada vez que Jose se levante de su silla y vuelva cargado con otros tres bollitos y una nueva montaña de tarrinas de mermelada. O nos quedaremos muy quietecitos, muy tímidos, mientras esperamos a que la señora de la casa, que parecerá recién sacada de Hansel y Gretel, nos traiga una jarra de café que olerá a kikos y una cesta de pan demasiado tostado. Y escrutaré a mi alrededor, como si tuviera que presentar un informe al KGB: el parquet gastado debajo de las mesas, la vaca a través de la ventana, y el hórreo, demasiado utilizado como para resultar pintoresco, las ojeras de la pareja joven de la mesa de al lado, las pantorrillas fuertes de montañera que a la camarera le asoman por la falda negra, las flores que no parecen capaces de marchitarse, en los jarrones delgados que adornan cada mesa.


La semana que viene, como tantas otras veces, me habré levantado de la cama de un hotel, sin sobresaltos, sin que haya tenido que adaptarme a la extrañeza de despertar en una habitación sin alma. Habrá a quien el trance de despertarse en un hotel le resulte un poco traumático. Abrir los ojos, y no encontrar ni uno solo de los asideros a los que uno se agarra para salir de la piscina honda del sueño, la posición del interruptor de la luz, la distancia de la mesilla de noche donde has dejado el móvil, tus zapatillas debajo de la cama. Habrá a quien la impersonalidad del mobiliario barato y de las láminas enmarcadas se le meta en el alma, o a quien le de grima posar su cabeza en almohadas donde desconocidos han babeado, sudado o llorado. A mí, desde luego, eso no me pasa. Me encanta la transitoriedad de los hoteles, y la sensación repentina de carecer de más posesiones que las que caben en una maleta (la bolsa de aseo básica, algo de ropa de emergencia, un libro y una libreta, mis queridas botas de color foca). Me gusta que la habitación, siempre que se trate de un hotel decente y limpio, sea como una página en blanco a la espera de argumentos. Caer rendida en la cama, después de todo un día de ruta, y, antes de ducharme o de pensar en cenar, permitirme el lujo de dejar la mente limpia de los movimientos medio automáticos que llevo a cabo en mi propia casa. Imaginar que, de nuevo, me acabo de mudar de casa, que unos señores muy profesionales van a venir mañana a colocarlo mis trastos, y que todavía lo miro todo con ojos de idilio.


Y, precisamente por su carácter efímero, las estancias en algunos hoteles se vuelven imborrables, más allá de lo que pasara o dejara de pasar en ellos. Por ejemplo, yo nunca podré olvidar la habitación que nos alquiló una familia de la isla de Korçula, a mi tía y a mí, no sólo por sus vistas inconcebibles, sino porque debajo de su balconcillo había un albaricoquero cargado de fruta madura, como en casi todas las casas de la costa dálmata. Porque el dueño de la casa era igual que un Henry Miller viejo y no entendía ni papa de inglés, lo que no evitó que, entre signos de mono y risas, nos sirviera a modo de bienvenida una copita de licor de pera, probablemente fabricado en su propia bañera. Y porque su hija llamó tímidamente a la puerta, cuando ya estábamos instaladas y, con el mismo nivel subterráneo de inglés, nos ofreció un par de platitos del flan que acababa de hacer.

Verídico. Tengo una testiga.
 
No me olvido de un hotel de los horrores en Oporto, regentado por una madre y una hija que articulaban un lenguaje sólo ligeramente humano. Las luces de los pasillos le daban un aire muy conseguido de matadero, el váter vomitaba, las sábanas, uf. A la mañana siguiente de esa noche aciaga, el par de ogras, supongo que estimuladas por el litro de sangre de moza virgen que se acababan de desayunar, tuvieron la cara de doblarnos el precio que, esta vez entre gruñidos, habíamos negociado el día anterior. Mi queridísimo JM y yo nos sentimos tan ultrajados, y además olimos tan de cerca el acre aroma del mal del ojo, que salimos pitando por la escalera empinada como el Naranjo de Bulnes, sin un grito ni una protesta.


En Túnez, recuerdo una habitación, inmensa como la jaima de un jeque, en un hotel de ladrillo que parecía una especie de tumor en el desierto plano sobre el que se levanta la ciudad de Nefta. Me pasé dos horas seguidas con la vista y el oído puestos en el oasis que se veía desde mi balcón privado. Cuando le di la espalda, imaginé que yo misma me había convertido en una de esas figuras que algunos hippies esculpen con arena de la playa, y que necesitaba unas cuantas palmeras internas para no desmoronarme. Al día siguiente caminé por el oasis con la boca abierta (por si caían dátiles), pero esa historia no cabe en este post.

Con esta, os tenéis que fiar de mí. Soy una tía con suerte, a pesar de Oporto.

En Sintra, un apartamento como cualquiera de Almuñécar, con una cocina como la de cualquier estudio de estudiante acomodado, con toallas de playa puestas a secar sobre sillas de plástico blanco, en un patio común cubierto de grava. Tan barato que uno se sentía un estafador. Y, fuera, no había sucios bloques de cemento ni guiris coqueteando con el melanoma, sino la incomparable humedad rosa de Sintra, los bosques de Sintra que convierten el año entero en una sucesión de primeros días de otoño.


Y puedo seguir, seguir y seguir. Cómo me gustaría escribir, la semana que viene, un post en directo desde la habitación de un hotel que todavía no existe.


2 comentarios:

  1. Yo soy de las que el alma les rechina con los muebles feos, las colchas horribles y sobre todo con los cuadros, qué cuadros!!!

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  2. Anónimo entre comillas13 julio, 2012 23:13

    Me gustan cada vez más las habitaciones de los hoteles.
    Gracias por recordarme los personajes y los detalles de aquella habitación desde la que, soy testigo, se podía ver "eso" estando despierta. Un sueño.

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