sábado, 7 de julio de 2012

Más agujetas, por favor


Hay dolores mezquinos, que supuran gota a gota, minuto a minuto, para que no te puedas olvidar de ellos, pero que no son lo bastante intensos como para tenerte postrada. Como el dolor de cuello: dolores que, simplemente, son una joroba de hierro en tu camino por la vida, y que no sirven ni como excusa para quedarte todo el día tumbada. Hay dolores humillantes, como el de ovarios. Dolores sordos. Dolores inexplicables e inconstantes, como el de las rodillas. Dolores que, estos sí, te aniquilan como ser humano y te convierten en una llaga andante. Por ejemplo, el dolor salvaje que padecí cuando me extirparon las monstruosas amígdalas, hace unos trece años. Hay leves dolorcillos a los que una se acostumbra, como el de mi muela del juicio superior derecha, tan tímida. Dolores insignificantes que te convierten en candidato a un diagnóstico de trastorno obsesivo-compulsivo. Y hay también dolores eróticos, como el de las agujetas. Dos días después de haber regresado al gimnasio, te aprietas la pantorrilla, y ah ah ah. Oh.

Hoy estoy recreándome en mi dolor de espalda, de hombros y de brazos. Que tampoco es un dolor-dolor, sino una especie de tensión sobria. Como si mis músculos se hubieran hecho de repente adultos. Estiro el lomo, subo los brazos por encima de la cabeza, y a punto estoy de escuchar un clac. Sonrío. La clase de natación del jueves se me ha quedado grabada en el cuerpo, y eso es algo que me encanta, igual que los arañazos, como os contaba hace unos días. En medio de la indiferencia absoluta y del misterio con que suceden las cosas del cuerpo, tener un dolor tan diáfano como el de las agujetas, tan fácil de rastrear, resulta bastante consolador, la verdad. Me duele esto porque he utilizado aquello, y no porque mis equilibrios iónicos e inmunológicos se pasen la vida reinventándose, o porque en otra vida me gané el sueldo como empalador, o porque le caiga gorda al Universo. Las agujetas son una modalidad inocua de consciencia corporal, el recordatorio de un esfuerzo del que uno puede sentirse orgulloso.

Cuando acaba la clase, yo salgo de la piscina en un estado un par de escalones por debajo de la euforia. Subo chorreando las escaleras que llevan al vestuario femenino, sin envolverme en la toalla impoluta que el gimnasio tiene la cortesía de ofrecer, porque quiero que mi cuerpo entero, embutido en un precioso – aunque – enemigo – de – las – tetas bañador celeste, se muestre sin recato. Luego, mientras me ducho, la sensación de comodidad física, casi rayana en la arrogancia, continúa. El hilo musical es sorprendentemente bueno y variado (ya me han regalado un par de veces este temazo, que es uno de los que sonarán en mi entierro), las duchas son individuales y amplias, y el agua nunca congela o escalda. Me enjabono y bailo, me enjuago y bailo, y a veces hasta canto, porque no es raro que yo sea la única que se ducha allí entre las siete y las siete y diez de la tarde.

Diez minutos después salgo al Camino de Ronda, que es la calle más fea de Granada-no, de Andalucía - no, de España - no, del Sistema Solar, y ya no me parece que el calor pueda con mi capacidad de aguante, ni me resulta inverosímil llevar activa desde las seis y media de la mañana, más de doce horas ganándole la partida al letargo estival, siete horas de trabajo, a veces perezoso, a veces arduo, a veces oficina, a veces risco, como una hora más de marujeo, y cerca de hora y media, en total, andando por las calles, y luego una hora nadando. Puedo con todo ello, porque, vamos, tampoco es que mi rutina sea cosa de pico y pala.

Pero lo que consigue que salga orgullosa de la piscina es que también puedo con mis propios recelos. Mientras hago el camino inverso, a eso de las cinco y media, voy medio mirando al suelo, como si estuviera a punto de presentarme a un examen oral, con la duda de “qué necesidad tienes tú de aprender a nadar, Silvia-hija-mía, si el centro de gravedad de tu cuerpo está desplazado al culo, y te hundes más que cualquier otro Homo sapiens”, merodeando en mi cabeza con más insistencia de la cuenta. Me traba todo ese lamentable curriculum mío de torpeza física y aprensión a la clase de gimnasia. En momentos así es cuando todas mis reservas secretas de timidez suben a la superficie de mi carácter. Por favor, que el monitor pronuncie mi nombre el menor número de veces posible. Por favor, que la gente no me confunda con un cachorro de león marino.

Pero luego bajo por la escalerilla de la piscina, preguntándome si no será un exceso llevar mis veinte uñas a juego con el bañador, y mi compañero sesentón me saluda con un brillo de hambre en la mirada, como si estuviera viendo a la mismísima Esther Williams. Empiezo a sentirme a gusto en el agua, a lo que contribuye el hecho bendito de que la profundidad no pase del metro y medio. O, por lo menos, empiezo a olvidarme de mi propio cuerpo. Sí, vista desde el bordillo debo de ser menos elegante que un rape. Sí, trago la suficiente agua clorada como para acabar con mi flora intestinal (suerte que estoy criando a un kéfir llamado Rodolfo). Y sí, mi lateralidad es de chiste. Pero muevo los brazos. Muevo las piernas. Sin apenas darme cuenta, estoy de repente en el lado opuesto de la piscina. Y, mientras braceo y pataleo, mi conciencia está dedicada exclusivamente al movimiento. No tengo tiempo ni oxígeno suficiente como para dudar. Soy un cuerpo sin pasado y sin miedo.

Al cabo de una hora, fuera ya del agua, cuerpo y persona se conectan de nuevo y, poco a poco, la mente vuelve a parlotear como una ardilla. De mi hora acuática me queda un recuerdo en forma de agujetas. Y la seguridad de que puedo hacer más cosas de las que me creo.


5 comentarios:

  1. Pese a tu currículum de torpeza física-palabras tuyas,no mias,que conste-recuerdo como me sorprendiste hace no sé cuantos años,un dia que fuimos de campo y nos pusimos a jugar al tenis,te ví moverte con tanta ligereza y gracia...lo recuerdas?Vivíamos en Málaga.

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  2. Anónimo entre comillas08 julio, 2012 23:54

    Mola mil ponerse al día contigo, ver una vez más la capacidad que tienes (si es una de las razones que te animan a seguir escribiendo, no dudes de ella) para hacerme reir nada más empezar. Me he reído con tu respuesta a mi último comentario -post del 24/6- ¿tan joías somos las manchegas que conoces?.
    Cuando sonreía leyendo sobre la luz de verano en el Círculo Polar- día 26/6- la frase siguiente me ha hecho llorar como hacía tiempo que no lloraba. ¿Por qué, si ese día no dejé de pensar en ello, sin lágrimas?
    Quizás pueda recomendarte algún lugar para tus próximas vacaciones o para las siguientes. Tienes que ir. Me acordé muchísimo de ti.
    Me gusta leer lo que escribes sobre la casa del campo. Creo que en los mejores sueños de tu padre debería aparecer ese post...
    También me gustan las agujetas.

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  3. Hooooola, queridíiisima. Bienvenida al calor y a los recortes y a los berridos de los espectáculos oficialistas en los Jardines del Generalife. La envidia me corroe, y todavía no me has contado nada del viaje. Te llamo ya.

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  4. El gustazo de nadar en una piscina solo es superado por el de nadar en el mar. (Vale, si, Camino de Ronda es fea de cojones.)

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  5. Bubo, Silvia tiene miedo de nadar en el mar y dejar de hacer pie, a pesar de ser más de costa que una jubia. Débil que es una.

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