Trece pasos. Esa es la
longitud del piso donde vivo, desde el balcón que me absuelve hasta
una puerta que, ya más que de entrada, es ante todo de salida. Aún
no desesperadamente, pero tiempo al tiempo. Yo saldré en unas horas.
Haré todo lo que pueda para que mi trabajo de servicio público se
justifique de la manera más digna posible.
Trece pasos de china con los
pies vendados. No esas zancadas un poco caricatas que doy para
estimar longitudes en metros. Trece pasos renqueantes. Mis cuerpo ha
decidido rimar con el curso de las rutinas. Se han quedado ambos
encasquillados, en suspenso. Mi cintura y los territorios que
creíamos tan propios. Quizás yo le llevo un poquito de adelanto a
la vida, como China a Italia a España. Desde ayer puedo al menos
sentarme y repetir mis trece pasos raquíticos hasta el siguiente
calambrazo. La calle, en cambio, es un paciente crítico.
Voy y vuelvo, vuelvo y voy,
de puerta a puerta. Un hámster en su rueda. Necesito mover las
piernas para darle cuerda a la mente. No parece que hoy el reloj quiera ponerse en hora. Es raro, todo Esto. Al principio de
esta semana las declaraciones, las previsiones, los futuros
hipotéticos, todo parecía un poco sacado de quicio. Hasta hace
pocos días saludaba con un par de besos a gente que, dicho a lo
bruto y esquematizando, me venía a importar un pimiento. Ahora no sé
cuando volveré a abrazar a mi familia.
Sí pude ver a mi padre
ayer, mediante una videollamada. Así andamos: los virus y lo
virtual, lo que no tiene apenas materia, tiene tanto poder para
aniquilar como para consolarnos. Vi los naranjos estallando en
azahares. Los guisantes cada vez más grandes en sus matas
holgazanas. Las remolachas que conseguí colar en la caja, cuando
fuimos juntos al semillero. A Bola y Zara pegadas a sus pies como dos
escoltas. A Nico, gato bipolar, haciendo sus posturas de yoga. Vi mi
casa. La buganvilla, el cactus que casi alcanza el tejado. Afueras
que son parte de mis adentros. El olor y los pájaros y el calor en
la carne y el embeleso a poniente, al caer la tarde: no puedo
echarlos estrictamente de menos. Nunca echo de menos a mi hígado,
sin verlo.
Raro. La vida refugiada. Los
hábitos amputados. El sometimiento a lo invisible. Tal vez lo raro
era esa fe nuestra en que éramos inmunes. Que, emancipados los unos
de los otros, teníamos derecho a autodeterminarnos. Hombres de los
virus, de los animales, las plantas, las aguas, el aire, de los otros
hombres. Hablo en pasado, como si me creyera que cuando esta crisis
pase seremos distintos. Que un baño de humildad nos cambiará el
color y lavará la petulancia para siempre. Hay quien cree que las
dificultades educan redimen. Francamente, tengo mis dudas. No creo
que estemos dispuestos a creer en la pertenencia, en que somos parte
de organismos más grandes que nuestros cuerpos, nuestras casas,
nuestras castas y nuestras tribus. Somos muy de racanear el nosotros.
Pero ya habrá tiempo de
evaluarnos como especie. Cuando la ilusión del futuro se nos
devuelva. Ahora, el presente. Planternos seria, honestamente, la
única cuestión que, ahora y en cualquier otra coyuntura, debería
importar a cada uno: qué puedo hacer para estar a la altura.
A ver si somos capaces de sorprendernos, para bien. Que a veces es difícil.
ResponderEliminarA veces es tan fácil estar a la altura como obedecer. (Y eso, para algunos rebeldes es duro, pero como lectoraadicta, espero sorprenderme.)
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