domingo, 15 de marzo de 2020

Adentro



Trece pasos. Esa es la longitud del piso donde vivo, desde el balcón que me absuelve hasta una puerta que, ya más que de entrada, es ante todo de salida. Aún no desesperadamente, pero tiempo al tiempo. Yo saldré en unas horas. Haré todo lo que pueda para que mi trabajo de servicio público se justifique de la manera más digna posible.

Trece pasos de china con los pies vendados. No esas zancadas un poco caricatas que doy para estimar longitudes en metros. Trece pasos renqueantes. Mis cuerpo ha decidido rimar con el curso de las rutinas. Se han quedado ambos encasquillados, en suspenso. Mi cintura y los territorios que creíamos tan propios. Quizás yo le llevo un poquito de adelanto a la vida, como China a Italia a España. Desde ayer puedo al menos sentarme y repetir mis trece pasos  raquíticos hasta el siguiente calambrazo. La calleen cambio, es un paciente crítico.

Voy y vuelvo, vuelvo y voy, de puerta a puerta. Un hámster en su rueda. Necesito mover las piernas para darle cuerda a la mente. No parece que hoy el reloj quiera ponerse en hora. Es raro, todo Esto. Al principio de esta semana las declaraciones, las previsiones, los futuros hipotéticos, todo parecía un poco sacado de quicio. Hasta hace pocos días saludaba con un par de besos a gente que, dicho a lo bruto y esquematizando, me venía a importar un pimiento. Ahora no sé cuando volveré a abrazar a mi familia.

Sí pude ver a mi padre ayer, mediante una videollamada. Así andamos: los virus y lo virtual, lo que no tiene apenas materia, tiene tanto poder para aniquilar como para consolarnos. Vi los naranjos estallando en azahares. Los guisantes cada vez más grandes en sus matas holgazanas. Las remolachas que conseguí colar en la caja, cuando fuimos juntos al semillero. A Bola y Zara pegadas a sus pies como dos escoltas. A Nico, gato bipolar, haciendo sus posturas de yoga. Vi mi casa. La buganvilla, el cactus que casi alcanza el tejado. Afueras que son parte de mis adentros. El olor y los pájaros y el calor en la carne y el embeleso a poniente, al caer la tarde: no puedo echarlos estrictamente de menos. Nunca echo de menos a mi hígado, sin verlo.

Raro. La vida refugiada. Los hábitos amputados. El sometimiento a lo invisible. Tal vez lo raro era esa fe nuestra en que éramos inmunes. Que, emancipados los unos de los otros, teníamos derecho a autodeterminarnos. Hombres de los virus, de los animales, las plantas, las aguas, el aire, de los otros hombres. Hablo en pasado, como si me creyera que cuando esta crisis pase seremos distintos. Que un baño de humildad nos cambiará el color y lavará la petulancia para siempre. Hay quien cree que las dificultades educan redimen. Francamente, tengo mis dudas. No creo que estemos dispuestos a creer en la pertenencia, en que somos parte de organismos más grandes que nuestros cuerpos, nuestras casas, nuestras castas y nuestras tribus. Somos muy de racanear el nosotros.

Pero ya habrá tiempo de evaluarnos como especie. Cuando la ilusión del futuro se nos devuelva. Ahora, el presente. Planternos seria, honestamente, la única cuestión que, ahora y en cualquier otra coyuntura, debería importar a cada uno: qué puedo hacer para estar a la altura.

2 comentarios:

  1. A ver si somos capaces de sorprendernos, para bien. Que a veces es difícil.

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  2. A veces es tan fácil estar a la altura como obedecer. (Y eso, para algunos rebeldes es duro, pero como lectoraadicta, espero sorprenderme.)

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