También está pasando otra
cosa con nuestros cuerpos. Al menos con los que aún no se ha demostrado que no estemos sanos. Créeme que me da apuro hablar de las insignificancias que nos
puedan estar ocurriendo a los que por ahora seguimos alejados de los
hospitales, los que no tenemos a los íntimos en las residencias.
Pero también es en cierto modo saludable ir reparando en lo pequeño.
Mejor eso que pensar en bucle que mi hermana es enfermera en un país
que hasta ahora se ha comportado con una relajación más que
negligente. O que las personas a las que quiero podrían morirse
solas. O que está ya aquí, en mi pulmón o en el tuyo, o allí, en
el picaporte de la nevera de donde sacarás los guisantes cuando te
toque ir al supermercado, en el aliento de quien te pedirá
explicaciones por estar en la calle, en el guante del panadero.
Mejor darle una vuelta al
síndrome de Alicia, ¿no te parece?
Pasa que la percepción de
nuestros cuerpos tampoco es ya lo que solía. A ratos se dilata, a
ratos se achica. Ahora yo soy yo y todas las interacciones que
suceden a un metro y medio de mis límites. Lo que es bastante
parecido a afirmar que tales límites no existen. Si tu brazo entra
en mi esfera de influencia, empezamos a confundirnos. Si nos besamos,
empieza mejor a usar mi nombre. De golpe nos hemos hecho extensos.
Una araña también es ella y la red que, partiendo de su abdomen, va
tejiendo. Tú eres tú y tus conexiones. Por eso mantenerse sano se
ha convertido en una labor titánica: tenemos una responsabilidad
hacia muchos más miembros que una cabeza, un par de piernas, un par
de brazos y todo el barullo de en medio.
Pero es que también nos
vamos contrayendo. Tantos gestos que hacía sin darme cuenta de
repente han dejado de ser inocuos. Vaya, me estoy mordisqueando un
nudillo para concentrarme en algo. Me estoy peinando una ceja
mientras trato de acordarme de algo. Me paso un dedo por el labio
inferior a modo de ancla. No hace tanto que pasaba la yema de los
dedos por setos, fachadas y troncos mientras andaba. El tacto se va
penalizando. Yo era yo y mis gestos involuntarios. Ahora tendremos
que ir domesticando esa parte de nuestros rostros, meter en una jaula
aquello que tanto dice.
Pasarnos el día creciendo y
menguando. No hay manera de reconocerse en la era pandémica.
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