domingo, 22 de marzo de 2020

Día 7



También está pasando otra cosa con nuestros cuerpos. Al menos con los que aún no se ha demostrado que no estemos sanos. Créeme que me da apuro hablar de las insignificancias que nos puedan estar ocurriendo a los que por ahora seguimos alejados de los hospitales, los que no tenemos a los íntimos en las residencias. Pero también es en cierto modo saludable ir reparando en lo pequeño. Mejor eso que pensar en bucle que mi hermana es enfermera en un país que hasta ahora se ha comportado con una relajación más que negligente. O que las personas a las que quiero podrían morirse solas. O que está ya aquí, en mi pulmón o en el tuyo, o allí, en el picaporte de la nevera de donde sacarás los guisantes cuando te toque ir al supermercado, en el aliento de quien te pedirá explicaciones por estar en la calle, en el guante del panadero.

Mejor darle una vuelta al síndrome de Alicia, ¿no te parece?

Pasa que la percepción de nuestros cuerpos tampoco es ya lo que solía. A ratos se dilata, a ratos se achica. Ahora yo soy yo y todas las interacciones que suceden a un metro y medio de mis límites. Lo que es bastante parecido a afirmar que tales límites no existen. Si tu brazo entra en mi esfera de influencia, empezamos a confundirnos. Si nos besamos, empieza mejor a usar mi nombre. De golpe nos hemos hecho extensos. Una araña también es ella y la red que, partiendo de su abdomen, va tejiendo. Tú eres tú y tus conexiones. Por eso mantenerse sano se ha convertido en una labor titánica: tenemos una responsabilidad hacia muchos más miembros que una cabeza, un par de piernas, un par de brazos y todo el barullo de en medio.

Pero es que también nos vamos contrayendo. Tantos gestos que hacía sin darme cuenta de repente han dejado de ser inocuos. Vaya, me estoy mordisqueando un nudillo para concentrarme en algo. Me estoy peinando una ceja mientras trato de acordarme de algo. Me paso un dedo por el labio inferior a modo de ancla. No hace tanto que pasaba la yema de los dedos por setos, fachadas y troncos mientras andaba. El tacto se va penalizando. Yo era yo y mis gestos involuntarios. Ahora tendremos que ir domesticando esa parte de nuestros rostros, meter en una jaula aquello que tanto dice.

Pasarnos el día creciendo y menguando. No hay manera de reconocerse en la era pandémica.


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