Aquí había una isla. No la
más remota del mundo, ni la más bonita. No aquella en la que
vuelcas tus deshilvanados sueños de cambio. Difícilmente podrías
haber construido en ella una vida radicalmente distinta: tu yo
despojado de imposiciones y prisas, vaciándose de sí mismo en una
playa perfecta, la ilusión de la facilidad por fin realizada. Aquí
había una isla y a lo mejor era una de esas cuya reputación inflan
las agencias de viaje y los filtros fotográficos: nativos obesos,
niños taimados, charcos lejanamente emparentados con la lluvia,
filetes de pollo empanados como los de cualquier hotel de Brighton.
Pero era una isla al menos,
rodeada de asfalto y hormigón por todos sus bordes, con su flora y
su fauna y su clima diferenciados del espacio circundante. Cruzabas
la calle como quien toma un transbordador y llegabas a un diminuto
reino soberano. Había una sombra de una solidez inexplicable. Había
en sus orillas flores rosas grandes como tus manos. Había pequeñas
arquitecturas cursis, pensadas más con la parte del cerebro que
levanta fantasías que con la que diseña comodidades. Un puentecito
por aquí, con un río tan fingido como el de los belenes, una
torrecita de ladrillo: un mobiliario a base de souvenires.
Había gente que jugaba al ajedrez, de vez en cuando. Esa
concentración, ese silencio bajo la copa densa de árboles de otras
latitudes eran lo que destilaba su atmósfera exótica. Lo que
regalaba la opción de seguir creyendo que en un paisaje
eminentemente humano pueden abrirse espacios más desahogados, más
orgánicos.
Había una isla y ya no la
hay, como diremos de otras en el Pacífico de aquí a pocos años. El
agua subiendo es más insidiosa y gradual que una excavadora. Permite
que te ahogues perezosa, conscientemente, darte cuenta de que los
bajos de tus pantalones están mojados sin que le des mucha
importancia, porque total, lo mejor de tu cerebro es que es
asombrosamente adaptable. Es esa posibilidad de aclimatación lo que
la máquina escamotea. Entre el aquí había y el ya no
hay un lapso demasiado estrecho, una transición demasiado rápida.
Como un ciervo fulminado por un disparo. Desapariciones tan violentas
crean Atlántidas.
Yo no voy a mitificar aquel
trocito de aire sin más mérito que el de haberse beneficiado de la
exuberancia casi tropical con que crecen por allí las plantas. Ya
sabes, procuro zafarme cuanto puedo de los pegajosos brazos del
maniqueísmo. Lo que crecía puede volver a crecer. La naturaleza
incluye los paisajes humanos. Los ecosistemas cambian, las ciudades
serán tarde o temprano reconquistadas por la hierba. Lo he dicho y
me lo he dicho un número suficiente de veces como para que la
insistencia resulte ya sospechosa. En el fondo soy una viuda de lo
verde y denosto casi todo lo construido y destruido por mi especie.
Sólo que disimulo la rabia. Y por eso me limito a decir de forma más
o menos aséptica que había una isla. Algo que en gran medida se
mantenía a sí mismo y mantenía a otros. Algo que convivía.
Me gustaba esa mini isla.
ResponderEliminarLo mismo hicieron con los jardincillos que tenía frente a mi ventana y al lado del bloque donde vivo. En su lugar "plantaron" un columbario. Y colgaron macetas macetas ¡faltaría más!