lunes, 2 de marzo de 2020

Pequeña Atlántida desmontada



Aquí había una isla. No la más remota del mundo, ni la más bonita. No aquella en la que vuelcas tus deshilvanados sueños de cambio. Difícilmente podrías haber construido en ella una vida radicalmente distinta: tu yo despojado de imposiciones y prisas, vaciándose de sí mismo en una playa perfecta, la ilusión de la facilidad por fin realizada. Aquí había una isla y a lo mejor era una de esas cuya reputación inflan las agencias de viaje y los filtros fotográficos: nativos obesos, niños taimados, charcos lejanamente emparentados con la lluvia, filetes de pollo empanados como los de cualquier hotel de Brighton.

Pero era una isla al menos, rodeada de asfalto y hormigón por todos sus bordes, con su flora y su fauna y su clima diferenciados del espacio circundante. Cruzabas la calle como quien toma un transbordador y llegabas a un diminuto reino soberano. Había una sombra de una solidez inexplicable. Había en sus orillas flores rosas grandes como tus manos. Había pequeñas arquitecturas cursis, pensadas más con la parte del cerebro que levanta fantasías que con la que diseña comodidades. Un puentecito por aquí, con un río tan fingido como el de los belenes, una torrecita de ladrillo: un mobiliario a base de souvenires. Había gente que jugaba al ajedrez, de vez en cuando. Esa concentración, ese silencio bajo la copa densa de árboles de otras latitudes eran lo que destilaba su atmósfera exótica. Lo que regalaba la opción de seguir creyendo que en un paisaje eminentemente humano pueden abrirse espacios más desahogados, más orgánicos.

Había una isla y ya no la hay, como diremos de otras en el Pacífico de aquí a pocos años. El agua subiendo es más insidiosa y gradual que una excavadora. Permite que te ahogues perezosa, conscientemente, darte cuenta de que los bajos de tus pantalones están mojados sin que le des mucha importancia, porque total, lo mejor de tu cerebro es que es asombrosamente adaptable. Es esa posibilidad de aclimatación lo que la máquina escamotea. Entre el aquí había y el ya no hay un lapso demasiado estrecho, una transición demasiado rápida. Como un ciervo fulminado por un disparo. Desapariciones tan violentas crean Atlántidas.

Yo no voy a mitificar aquel trocito de aire sin más mérito que el de haberse beneficiado de la exuberancia casi tropical con que crecen por allí las plantas. Ya sabes, procuro zafarme cuanto puedo de los pegajosos brazos del maniqueísmo. Lo que crecía puede volver a crecer. La naturaleza incluye los paisajes humanos. Los ecosistemas cambian, las ciudades serán tarde o temprano reconquistadas por la hierba. Lo he dicho y me lo he dicho un número suficiente de veces como para que la insistencia resulte ya sospechosa. En el fondo soy una viuda de lo verde y denosto casi todo lo construido y destruido por mi especie. Sólo que disimulo la rabia. Y por eso me limito a decir de forma más o menos aséptica que había una isla. Algo que en gran medida se mantenía a sí mismo y mantenía a otros. Algo que convivía.

1 comentario:

  1. Me gustaba esa mini isla.
    Lo mismo hicieron con los jardincillos que tenía frente a mi ventana y al lado del bloque donde vivo. En su lugar "plantaron" un columbario. Y colgaron macetas macetas ¡faltaría más!

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