He salido hoy a la calle. A
la farmacia. Anteayer me tomé el último sobre de calcio que tomo
como tratamiento para la pérdida de hueso. Qué banal parece ahora
ese achaque, ¿no es cierto? Hubo un tiempo en que íbamos al médico
por malestares de clase media. No dormíamos bien. Se nos aligeraban
los huesos. Hubo un tiempo en que sólo usábamos herramientas de
piedra. En qué momento, me pregunto, ponemos ahora el año, el día
o la hora cero capaces de diferenciar eras.
He salido con cierto aire
furtivo. Como si en 1943 me dirigiera a un tugurio de Hamburgo donde
se practican todos los vicios, mientras la RAF borra la ciudad
metódicamente. Sobres de calcio, qué necesidad tan vana, cuando en
los hospitales hay una guerra. No los necesito para mi supervivencia.
Sí para estar más fuerte. Eso va a ser cada vez más importante.
Tenemos que echar madera en el tronco. Tenemos que ser cada vez más
robustos por respeto a los frágiles.
Y ha sido raro salir, por
supuesto. Aunque no hacía ni dos días desde que salí por la
puerta. En otras ocasiones he permanecido más tiempo en casa, por
elección o incapacidad. Raro no porque me sienta enclaustrada, o
porque las calles no se parezcan más que en el caparazón a sí
mismas. La ausencia de personas y de coches, los sonidos amortiguados
como si nos hubiéramos vuelto subacuáticos: todo eso arranca una
curiosidad digamos que periodística, pero no zozobra, en mi caso. Lo
raro es ir por ahí con miedo a tocar las cosas. Creo que la soledad
radica ahí, más que en lo que está faltando. En que a priori todo
pueda ser peligroso, empezando por mí misma. Esa esfera de
intocabilidad que de repente nos envuelve. Tu mano, mi mejilla.
Nuestras cosas. Ahora se comprende, dermatológicamente, Chernóbil.
Que pueda resultar literal decir me muero por tocarte: de
locos.
¿Se esfumará el miedo tan
rápidamente como vino? ¿Volveremos a tocar con inocencia?
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