martes, 17 de marzo de 2020

Día 2



He salido hoy a la calle. A la farmacia. Anteayer me tomé el último sobre de calcio que tomo como tratamiento para la pérdida de hueso. Qué banal parece ahora ese achaque, ¿no es cierto? Hubo un tiempo en que íbamos al médico por malestares de clase media. No dormíamos bien. Se nos aligeraban los huesos. Hubo un tiempo en que sólo usábamos herramientas de piedra. En qué momento, me pregunto, ponemos ahora el año, el día o la hora cero capaces de diferenciar eras.

He salido con cierto aire furtivo. Como si en 1943 me dirigiera a un tugurio de Hamburgo donde se practican todos los vicios, mientras la RAF borra la ciudad metódicamente. Sobres de calcio, qué necesidad tan vana, cuando en los hospitales hay una guerra. No los necesito para mi supervivencia. Sí para estar más fuerte. Eso va a ser cada vez más importante. Tenemos que echar madera en el tronco. Tenemos que ser cada vez más robustos por respeto a los frágiles.

Y ha sido raro salir, por supuesto. Aunque no hacía ni dos días desde que salí por la puerta. En otras ocasiones he permanecido más tiempo en casa, por elección o incapacidad. Raro no porque me sienta enclaustrada, o porque las calles no se parezcan más que en el caparazón a sí mismas. La ausencia de personas y de coches, los sonidos amortiguados como si nos hubiéramos vuelto subacuáticos: todo eso arranca una curiosidad digamos que periodística, pero no zozobra, en mi caso. Lo raro es ir por ahí con miedo a tocar las cosas. Creo que la soledad radica ahí, más que en lo que está faltando. En que a priori todo pueda ser peligroso, empezando por mí misma. Esa esfera de intocabilidad que de repente nos envuelve. Tu mano, mi mejilla. Nuestras cosas. Ahora se comprende, dermatológicamente, Chernóbil. Que pueda resultar literal decir me muero por tocarte: de locos.

¿Se esfumará el miedo tan rápidamente como vino? ¿Volveremos a tocar con inocencia?

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