viernes, 24 de agosto de 2012

Fotografías urgentes


Ni siquiera son las siete y media, y ya estoy despierta, como si una parcelita enfermiza de mi inconsciente estuviera convencida de que el día no podrá arrancar con normalidad si yo no estoy ahí para mirarlo. Así que me enfrento al escozor de ojos con que el rencoroso de mi cuerpo me paga por privarle de otra hora de sueño y, con aplomo de condenado a la guillotina, acepto la verdad de que no voy a poder dormirme de nuevo. Bueno, y qué. Son mis vacaciones, y madrugo si quiero.

Mi padre trajina ya en el piso de abajo. Alza la persiana de la entrada, da los buenos días a las perras, con una voz robada a Papa Noel, monta un escándalo de terremoto dentro de una ferretería, mientras abre la cancela. También yo he abierto los postigos de madera de mi ventana, con mucho más sigilo, porque carezco de ese desvalido oído suyo de falso buzo. Hoy, me doy cuenta por las rodajas de luz amarillo canario que se cuelan por las lamas de la persiana, el día ha amanecido sin niebla. Lástima. Ayer me levanté a esta misma hora, y las telarañas del jazmín estaban cuajadas de gotas finas como cabezas alfiler, y no había sierra ni chalets ni mar y, en segundo plano, los árboles bien podían ser misteriosos oficinistas con bombín. Con los brazos húmedos, entré a la casa a por mi cámara, y mi cámara volvió a quedarse sin batería. Quién sabe, quizás dentro de quince años, cuando esté escribiendo un relato y necesite ambientación, vuelva a mí la fotografía mental de esa mañana temprana en la que el verano se fue también de vacaciones, y no sepa si esa foto ha salido de un sueño, de una película o de la imaginación.

Hoy me tengo que conformar con el cuadro de luz rejoneada que se ha abierto en mi pared. Es bonito y dulce como una escena de película en la que los personajes no terminan de expresar su amor con palabras. Me doy la vuelta de un montón de maneras a la vez, de boca arriba a boca abajo, de la cabecera a los pies de la cama, de la modorra a la atención, de la niebla británica a una siesta en El Cairo y, con la cara entre las manos, estudio mi cuadro de luz. Se ve imperturbable, como si no supiera que, de aquí a una hora, va a ser engullido por la luz cirujana que trae el Poniente, o como si lo supiera y le importara un carajo. Mi padre sigue peleándose con el silencio, yo sigo escrutando mi fotograma único, y, al otro lado de la pared, Jose duerme o enciende a tientas la radio, para despertarse con el avance informativo de las ocho. Me dan ganas de dar los golpecitos scouts que usamos para comunicarnos cuando estamos cada uno en su habitación. Me dan unas ganas suavitas de llorar de ternura, al recordar la caja de tisana para dormir que me trajo ayer mi padre del supermercado, cuando le dije que me despierto así de temprano.

Y mezclo todo eso en mi batidora, el instante de luz que se terminará desvaneciendo, la atención con que, a cambio, trato de apuntalarlo, el juego de abrazos mañaneros al alcance de mi puño sobre la pared, las rutinas de mi padre y su afecto cohibido descollando por donde menos te lo esperas, y compruebo que estos ingredientes nunca volverán a combinarse en la misma concentración, y que tendré que echar mano de las palabras para recuperar una mínima parte del sabor modesto y raro de este batido.

Tengo esta urgencia, hoy. Dentro de cuarenta y ocho horas estaré subiendo dos maletas y cuarenta bolsas repletas de fruta en el ascensor que sube a un piso minúsculo de Granada y, aunque diez días después volveré a estar de vacaciones, me puede la nostalgia prematura. Así que, sí, me veo obligada a pagar el peaje de un par de horas de verano real, para conservar esa porción pequeñita del sabor de un verano que, vestido con palabras, no tardará en convertirse en ficción. Dentro de cincuenta horas apenas sabré distinguir ya si mis hombros quemados en la playa del Palmar, si el hambre de practicar todos los deportes que se alojan en los pasillos de un Decathlon, si los Bichos Castaños No Identificados lanzándose como kamikazes a la ensalada de judías verdes de la cena. Si la paranoia de la medusa. Si la piel increiblemente suave de los brazos de L. o la gracia verbenera de O. Si mi cogote saturado de humedad. Si la escritura en el alféizar de mi ventana. Si la sobredosis de uvas. Si las bocas de goma de las rusas. Si las chicharras incitando al homicidio. Si el charquito del río Velerín donde sobrevive una guardería de peces.  Si Las Correcciones. Si el wrap de pato a la pekinesa. Si las siestas con lobotomía. Si las tres sesiones de pintado de uñas. Si el ceceo cantarín de los esteponeros. Si el tiempo viscoso propio de la orilla del mar. Si todo eso fue leyenda o realidad.

2 comentarios:

  1. Que curioso,llego a este post despues de leer el último-el de ayer jueves sobre los recuerdos y el tiempo perdido.En este tambien te preguntas cómo recordaras esa fotografia mental,en el futuro.

    ResponderEliminar
  2. Porque esa es una de las funciones primordiales de la escritura, amiguita lectoraadicta: crear memoria

    ResponderEliminar