Ni siquiera son las siete y
media, y ya estoy despierta, como si una parcelita enfermiza de mi
inconsciente estuviera convencida de que el día no podrá arrancar
con normalidad si yo no estoy ahí para mirarlo. Así que me enfrento
al escozor de ojos con que el rencoroso de mi cuerpo me paga por
privarle de otra hora de sueño y, con aplomo de condenado a la
guillotina, acepto la verdad de que no voy a poder dormirme de nuevo.
Bueno, y qué. Son mis vacaciones, y madrugo si quiero.
Mi padre trajina ya en el
piso de abajo. Alza la persiana de la entrada, da los buenos días a
las perras, con una voz robada a Papa Noel, monta un escándalo de
terremoto dentro de una ferretería, mientras abre la cancela.
También yo he abierto los postigos de madera de mi ventana, con
mucho más sigilo, porque carezco de ese desvalido oído suyo de
falso buzo. Hoy, me doy cuenta por las rodajas de luz amarillo
canario que se cuelan por las lamas de la persiana, el día ha
amanecido sin niebla. Lástima. Ayer me levanté a esta misma hora, y
las telarañas del jazmín estaban cuajadas de gotas finas como
cabezas alfiler, y no había sierra ni chalets ni mar y, en segundo
plano, los árboles bien podían ser misteriosos oficinistas con
bombín. Con los brazos húmedos, entré a la casa a por mi cámara,
y mi cámara volvió a quedarse sin batería. Quién sabe, quizás
dentro de quince años, cuando esté escribiendo un relato y necesite
ambientación, vuelva a mí la fotografía mental de esa mañana
temprana en la que el verano se fue también de vacaciones, y no sepa si esa foto ha salido de un sueño, de una película o de
la imaginación.
Hoy me tengo que conformar
con el cuadro de luz rejoneada que se ha abierto en mi pared. Es
bonito y dulce como una escena de película en la que los personajes
no terminan de expresar su amor con palabras. Me doy la vuelta de un
montón de maneras a la vez, de boca arriba a boca abajo, de la
cabecera a los pies de la cama, de la modorra a la atención, de la
niebla británica a una siesta en El Cairo y, con la cara entre las
manos, estudio mi cuadro de luz. Se ve imperturbable, como si no
supiera que, de aquí a una hora, va a ser engullido por la luz
cirujana que trae el Poniente, o como si lo supiera y le importara un
carajo. Mi padre sigue peleándose con el silencio, yo sigo
escrutando mi fotograma único, y, al otro lado de la pared, Jose
duerme o enciende a tientas la radio, para despertarse con el avance
informativo de las ocho. Me dan ganas de dar los golpecitos scouts
que usamos para comunicarnos cuando estamos cada uno en su
habitación. Me dan unas ganas suavitas de llorar de ternura, al
recordar la caja de tisana para dormir que me trajo ayer mi padre del
supermercado, cuando le dije que me despierto así de temprano.
Y mezclo todo eso en mi
batidora, el instante de luz que se terminará desvaneciendo, la
atención con que, a cambio, trato de apuntalarlo, el juego de
abrazos mañaneros al alcance de mi puño sobre la pared, las rutinas
de mi padre y su afecto cohibido descollando por donde menos te lo
esperas, y compruebo que estos ingredientes nunca volverán a
combinarse en la misma concentración, y que tendré que echar mano
de las palabras para recuperar una mínima parte del sabor modesto y
raro de este batido.
Tengo esta urgencia, hoy.
Dentro de cuarenta y ocho horas estaré subiendo dos maletas y
cuarenta bolsas repletas de fruta en el ascensor que sube a un piso
minúsculo de Granada y, aunque diez días después volveré a estar
de vacaciones, me puede la nostalgia prematura. Así que, sí, me
veo obligada a pagar el peaje de un par de horas de verano real, para
conservar esa porción pequeñita del sabor de un verano que, vestido
con palabras, no tardará en convertirse en ficción. Dentro de cincuenta horas
apenas sabré distinguir ya si mis hombros quemados en la playa del
Palmar, si el hambre de practicar todos los deportes que se alojan en
los pasillos de un Decathlon, si los Bichos Castaños No
Identificados lanzándose como kamikazes a la ensalada de judías
verdes de la cena. Si la paranoia de la medusa. Si la piel
increiblemente suave de los brazos de L. o la gracia verbenera de O.
Si mi cogote saturado de humedad. Si la escritura en el alféizar de
mi ventana. Si la sobredosis de uvas. Si las bocas de goma de las
rusas. Si las chicharras incitando al homicidio. Si el charquito del río Velerín donde sobrevive una guardería de peces. Si Las Correcciones. Si el wrap de pato a la
pekinesa. Si las siestas con lobotomía. Si las tres sesiones de
pintado de uñas. Si el ceceo cantarín de los esteponeros. Si el
tiempo viscoso propio de la orilla del mar. Si todo eso fue leyenda o
realidad.
Que curioso,llego a este post despues de leer el último-el de ayer jueves sobre los recuerdos y el tiempo perdido.En este tambien te preguntas cómo recordaras esa fotografia mental,en el futuro.
ResponderEliminarPorque esa es una de las funciones primordiales de la escritura, amiguita lectoraadicta: crear memoria
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