miércoles, 8 de agosto de 2012

Ganas de espiar

Vista desde una quinta planta, la gente de paso parece un ejército de tijeras andantes. Se acercan como flechas sordas al paso de peatones, braceando, moviendo en cizalla sus piernecitas, y mientras esperan a que el semáforo se ponga en rojo, se permiten un único merodeo en sus trayectorias lineales, repletas de intención, o se quedan muy quietos, agarrados al bolso o al móvil, como náufragos. Se desperdigan luego por esta encrucijada de edificios de oficinas y centros comerciales, llevándose con ellos el objetivo que los mantiene en marcha. A veces escojo a uno de ellos, como un francotirador: al hombre que cojea como en un chiste de Paco Gandía, a esa chica que echa el cuello hacia atrás igual que las cigüeñas, mientras se carcajea con alguien por teléfono. A la pareja que, cogida de la mano, esquiva coches, porque lo que los guía es más urgente que los ritmos sincopados del tráfico. Y, cuando vuelvo a sentarme en mi silla giratoria, suspiro sin que lo noten mis compañeros, porque esta vez también he renunciado a mi vieja aspiración de convertirme en espía. Desbloqueo el ordenador, y ¿cuántos pasos bizcos habrá dado ya el cojo? ¿Sonreirá la chica del teléfono, después de colgar, o recuperará su cara, escondida detrás de una careta de alegría educada? Y la pareja, ¿se habrá encontrado ya con su hijo, en la sala de espera del juzgado de menores? ¿Habrá podido evitar la presencia del policía de paisano que el padre le cruce la cara al niño?


Debo reconocer que a mí. la gente, como El Corte Inglés, me provoca un poco de náusea. Voy por la calle Mesones, por Recogidas, una más entre todo un repertorio infinito de miradas perdidas o de diálogos borrosos, una más, con mis bolsas y mis ganas de sentarme, con mis uñas pintadas de un color que puede que tardase cinco buenos minutos en elegir, los mismos que tardaron las cincuenta mujeres que puede que lleven ese mismo color en este mismo instante, y lo que me marea no es que, entre tanta gente como yo, mi individualidad se diluya, sino un derroche semejante de individualidades selladas. Toda esa cantidad de gente, cargada de una intimidad que no comparte con nadie. Gente que acarrea despreocupadamente sus desamores pasados, sus madrugones y sus planes, sus tics y sus ganas de escapar. Gente que pasea con toda su riqueza a cuestas, exhibiendo oros por la calle, como si no se diera cuenta de que algunos de nosotros estamos al acecho, hambrientos, codiciosos, llenos de una curiosidad que nos hace daño, y dispuestos a apropiarnos de sus historias.


La chica que ha pedido un test de embarazo en la farmacia ¿no se da cuenta de cómo la miro? No, porque a veces soy una leona en esto del mirar, y porque es posible que, mientras esperaba su turno, ella se haya estado mentalizando de que nadie iba a prestarle atención. Ha pronunciado las palabras con desenvoltura, pero su tono bajo y quebrado la ha delatado. No hay duda: está nerviosa. No ha hecho esto nunca, antes. Y dudo de que quiera volver a hacerlo. Hasta un aprendiz de espía, en su primer día de academia, podría darse cuenta de que esta inquietud suya no tiene nada de exultante. Mientras espera a que el farmacéutico impasible salga de la trastienda, ella pasea su mirada por las cápsulas de hierbas, por las cremas que prometen un amable consuelo cutáneo. Luego echa el paquete en el bolso, rápidamente, como si fuera una bomba casera, rechazando la bolsa que le ofrecen, y al meter la vuelta en el monedero, los billetes se le atrancan en la cremallera. Cuando sale de la farmacia, todavía está luchando. Y me deja allí dentro, tragándome mi curiosidad sin agua, loca por irme detrás de ella. Quizás apriete el bolso cerca de sí, de manera parecida a como las embarazadas se sujetan el vientre. Quizás una tímida sonrisa de alivio asome a sus labios.


Quizás, cómo voy a saberlo, camine hoy a mayor velocidad de la habitual. Tarde o temprano se parará en un portal, rebuscará las llaves en su bolso, sacando la mitad de su contenido y esa será la última vez que vuelva a verlos, a ella y a su test de embarazo. El espionaje cederá su lugar a la construcción de ficciones. ¿La espera alguien en casa? ¿Recogerá un poco la cocina, el salón de sobras ordenado, cuadrará las toallas en el baño, antes de abrir su paquete y sentarse en el váter? ¿Se pasará los cinco minutos de espera sin levantar la mirada de la ventanita del predictor, o calmará su ansiedad con entre las páginas de una revista de decoración? Y su cara de después, por favor, su cara, que alguien la enfoque, que pueda verse en uno de esos paneles luminosos que quieren hacernos creer que esta es una ciudad moderna. Que aparezca ya el Robin Hood de la intimidad humana.


Pero cualquier día de estos lo haré, que no os quepa duda. Seguiré de verdad a alguien. Sé con quién empezar. Cerca de la una de la tarde, esperaré, vestida y calzada, a que el vocerío perpetuo de la tele de mi vecina se interrumpa. Acecharé el momento en que ella baje en el ascensor, como todos los días, el único piso que nos separa de la calle y, cuando oiga chirriar el portal, saldré de mi casa. Y la seguiré, hasta que por fin averigüe lo que esta mujer, que de 09:00 a 01:00 se emborracha con programas de corazón, y que jamás abre las ventanas de su casa, hace todos los santos días, hasta las cuatro de la tarde, en la calle. Averiguaré si come en un restaurante de menús baratos, si el camarero le pone, sin necesidad de que ella la pida, una botella de agua del tiempo, si pierde el tiempo estudiando la hoja de menú, porque probablemente sepa ya desde hace años que va a comer ensaladilla rusa y pescadilla. Si, en cambio, se mete en otro de esos portales codiciosos y se pasa esas tres horas en un salón ajeno. Leeré los nombres en los buzones, buscaré un apellido común al de ella, una hermana impedida, quizás, o un sobrino solitario, informático, y esperaré escondida hasta que salga. Desandaremos luego la distancia hacia nuestra dirección, no lejos una de la otra, como si fuéramos familia y estuviéramos mosqueadas, como si su vida monótona y recluida, salvo por esas tres únicas horas al día, no tuviera secretos para mí. Y cerraré la puerta de mi casa, ahíta por fin de la vida de mi prójimo.

4 comentarios:

  1. Me parto,prima,con lo del predictor,me has recordado a mí misma hace pocos dias,pero yo fuí mas lista que tu espiada,lo pedí por escrito y se enteraron las cotillas del pueblo,y si hubieses estado tú, no veas con que intriga te quedarias...entonces si que hubieses salido detras de mi...

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  2. Me ha encantado!. Hazlo, please, ¡cotillea!, estooooo, ¡espía!, y luego nos lo cuentas, que sea o no verdad, seguro que nos encanta.
    Besos!!.
    Laura

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  3. Jajaja, la vecina llega justo a las4 de la tarde porque empieza salvame... Fijo!!!
    MJo

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  4. Anilla, con que proponiendo relatos, eh?

    Laura, tendré que agenciarme un periódico con dos agujeritos. Gabardina ya tengo.

    MJo, ¿te vienes a mi agencia de espías?

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