jueves, 23 de agosto de 2012

Pequeño orgullo de efecto retardado

Es posible que mi capacidad para controlar y manipular lo que escribo sea un poco menos burda de lo que ayer alcancé a expresar en la conversación que tuvimos. Quizás ni yo misma me dé cuenta, pero lo cierto es que sí que me conozco unas cuantas trampas. Sí que tengo a mi disposición una baraja de recursos estructurales y estilísticos, de la que voy extrayendo cartas al azar, como si yo misma olvidase que muchas de ellas están marcadas. Y también es verdad que, a mi manera glotona y silvestre, he leído más papel sobre el asunto de las formas literarias de lo que ningún diploma virtual de teoría narrativa podrá acreditar.

Podría salir ahora, por ejemplo, con una tesis sosegada y competente sobre la receta que sigo a la hora de ponerme a escribir lo que después publicaré en el blog. Describiría qué guardo en la despensa y qué me llevo luego a la cocina, toda la lista de ingredientes que, día tras día, atrapan mi atención: una mujer de piernas flacas y arqueadas por la edad, que se pasea por la orilla de la playa, con la concentración de quien compone mentalmente su autobiografía, o de un matemático obsesionado con el ritmo de las olas. Una palabra abstracta, como “auténtico”, o “disciplina”. La punta de un recuerdo de adolescencia, o un resto antiguo de sentimentalidad que todavía hoy es capaz de provocarme contracturas. Expondría, después, con una humildad seria, la manera en la que esa imagen capturada, que de repente late en mí como los bordes de una herida abierta, se va rodeando de nuevo material, de opiniones y olores relacionados, de memoria y de lecturas fosilizadas, y cómo, a lo largo de todo un día, voy diciéndome internamente ese material, cómo lo recorto, lo monto, lo moldeo, lo recombino, lo vuelvo a desmontar, hasta que, frente al ordenador, y a lo largo de unas dos horas, en las que alterno concentración y merodeo, logro parir esa forma embrionaria, sacármela de adentro de una manera un tanto intuitiva e inexplicable, de la misma manera en que las mujeres, más allá de toda la teoría recibida en la preparación al parto, paren.

Podría, tal vez, gritar un furioso y carcajeante decálogo que chorrease sangre, saliva, orina, fluidos vaginales, arrogancia muscular y americana: 1. No te sientes a escribir sin estar enamorado. 2. No te sientes a escribir con todos tus profesores mirando por encima del hombro. 3. Si no emociona, si no hace reír, si al lector no le provoca deseos de acostarse contigo o de apretarte la mano, entonces no vale mucho. 4. Escribir se parece mucho más a andar y a respirar que a cualquier tipo de actividad intelectual: tiene eso mismo de intuitivo y carnal. 5. La vida se construye siguiendo patrones azarosos e indisciplinados, a veces transige con tus proyectos y tus planes, a veces, en mitad de la obra, se derrumba, y hay que volver a levantarla; la escritura que pretenda imitarla, igual. 6. Que no te dé apuro pronunciar la palabra “corazón” o “víscera”. 7. En el primer escalón, importa mucho más el acto de decir que lo que se dice y cómo. Importa más el verbo en gerundio que el sujeto. 8. Estudia mucho, emborráchate de lecturas y, luego, mientras escribes, olvida todo lo estudiado. No te preocupes: volverá como la resaca. 9. Hazlo, hazlo, hazlo, aunque huela a mierda. 10. Mejor la diarrea que estar estreñido.

O podría convertirme en una cámara de vídeo, registrar de forma impasible lo que ayer se habló, y dejar que el querido lector sacase sus conclusiones: las caras de resaca post-playera de cuatro personas que charlan en un bar sobre el valor relativo de la reflexión o la intuición a la hora de componer una obra literaria. La espuma babosa de los zumos de zanahoria resbalando pared abajo de los vasos largos. La postura recostada y un poco al bies, como de silueta de cisne, de uno de los personajes. Sus manos agitándose como las de David Copperfield, y sus ojos achinados por un humo inexistente. La fluidez desprejuiciada con que pronuncia “teleológico” o “novela patriarcal y autoritaria”. O la forma vigorosa en que este otro se adelanta e interroga al que tiene al otro lado de la mesa, mirándole directamente a los ojos un poco asustados. El tiempo que tarda este último en responder vaguedades. Su manera de tomar aire y de hundirse, acorralado, en el sofá. Cómo se levanta después y arrastra ligeramente los pies hacia el cuarto de baño.

Podría ser ese narrador en tercera persona, sabelotodo y fisgón, que sigue al personaje y que desnuda, con un distanciamiento disfrazado de compasión, su vulnerabilidad en el momento grave de hacer cola en los servicios de un bar. Que lo presenta con la espalda apoyada ligeramente en la pared, como a punto de dejarse resbalar, y la mirada escondida en sus sandalias, tratando de tragar el nudo de palabras que se le han atascado en la garganta, y que le saben a la timidez amarga de cuando, en la universidad, se sabía la respuesta del profesor y no se atrevía a levantar la mano para contestar, a complejos de inmadurez reflexiva o temperamental, a la sensación de apocamiento de todas aquellas veces en las que no supo dar su opinión, porque nunca hasta entonces se la había formulado para sus adentros, a respuestas que por fin logra articular sobre su cama de ochenta centímetros, a todas esas intimidades que terminan pudriéndose y apestando como los restos de carne entre los dientes, antes de poder compartirlas con nadie. Que luego lo hace enamorarse por un segundo de la sonrisa acogedora con que la persona que ocupaba el baño le cede el puesto.

Y, claro, podría volver a la indulgente primera persona, y contaros que, anoche, después de ducharme, salí al porche a que el aire, cargado todavía de niebla, me rociase con gotitas de humedad los hombros quemados. Que tenía a mi disposición todos los ingredientes de una noche perfecta de verano, el frescor, el aroma a flores, un cansancio físico mejor que cualquier medicina, la novela de alta graduación, y que, sin embargo, yo apretaba los párpados y me aferraba a los brazos de mi butaca, viviendo ese momento y, a la vez, escribiéndolo mentalmente, porque me he vuelto adicta a esa intensificación artificial de la realidad. Y, gracias a ello, sintiéndome por fin escritora, a pesar de todas mis dudas y mi inconsistencia y todos estos cachivaches artesanos que, de manera no tan inconsciente, termino publicando.

1 comentario:

  1. Me gusta eso de no escribir con tus profesores mirándote sobre la espalda: que se jodan!, ellos y toda la teoría literaria, la narratología y los recetarios, también los amigos presuntuosos que creemos que por ser profesores de literatura tenemos las respuestas.
    Yo vuelvo a la idea -que tampoco es mía, como todas las ideas- de la práctica y la artesanía: escribir es educar el cuerpo para hacer de la escritura una función casi fisiológica (mejor con diarrea que estreñido).
    Pero quizá lo mejor de esas conversaciones es que de ellas alguien sale con la convicción de estar haciéndolo bien, mientras otros salimos con el deseo de empezar a hacerlo.
    Besos,
    O.

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