Hace un par de semanas me juré que nunca
más volvería a publicar un post que reuniese las palabras “piel”
y “dolor”. En serio, no estaba dispuesta a seguir dando la murga
con mis penas epidérmicas. A partir de ahora, mi lucha por recuperar
la salud de este herido pellejo mío iba a ser una tarea secreta.
Iría por la calle, con mi media sonrisa de siempre. Haría mi
trabajo calladita, redactando en la oficina o trepando riscos o
recorriendo toda la provincia a lomos de los tristes coches de la
Junta. Me apuntaría al curso de natación, o volvería a atarme las
zapatillas de correr. Escribiría cosas alegres, cosas que luego
terminarían pareciendo sesudas, quizás alguna cosa imaginativa, a
lo mejor hasta ficción. Y, mientras, nadie se daría cuenta de que
por dentro estaría tramando estrategias, como una espía, para que
mi cuerpo volviera a ser eso por lo que siempre me he sentido
agradecida. Iba a ser divertido tener todo ese depósito de valentía
sigilosa en mi interior.
Hoy ese depósito se ha agotado, así que
vais a tener que perdonarme. Porque necesito escribirme a mí misma.
Al que no le apetezca volver a toparse con el espectáculo de la
debilidad humana, puede ir en paz, con mi bendición. Ya vendrán los
días en los que se me vea de nuevo fuerte y confiada. Días en los
que pueda cerrar el puño derecho y coger un bolígrafo sin que me
duela. Sí, es verdad que no tendría por qué publicar esto que
quiero decirme. Bastaría con abrir un documento en blanco de Word,
desahogarme, y luego dejarlo dormir en el limbo de los textos
destinados a nunca ser leídos. Y, sin embargo, me parece que, si
dejo pinchadas en este tablón que es el blog las palabras que sólo
quiero dirigirme a mí misma, más adelante podré entenderlas mejor.
Así que escucha, Silvia del mañana.
Quiero que recuerdes lo que pasaba por tu cuerpo en un día como hoy.
Es curioso que te hable así, desde esta orilla del tiempo, sin
tener ni idea de lo que habrá sido de ti. Quizás ya no queden en
tus manos más cicatrices que las propias de la edad o de esa vida
activa que por fin te has animado a llevar. A lo mejor donde yo tengo
heridas, tú sólo tienes los callos que te han dejado el escardillo,
o la vela de windsurf, o las riendas del caballo. O todo lo
contrario, quizás has tenido la mala suerte de que a tus huesos haya
empezado a carcomerlos la osteoporosis, antes de tiempo, o tu vida
sosegada ha dado un vuelco, y la pena se ha enamorado de ti, o un
tumor ha recortado hasta límites indignantes tu fecha de caducidad.
Cómo puedo saberlo. Sea lo que sea, a lo mejor desde tu perspectiva
te parece difícil de creer que una vez toda tu atención y tu
energía giraron en torno a la piel de tus manos. La salud es
olvidadiza, y la verdadera enfermedad, intransigente. Ninguna de las
dos admite la posibilidad de que, entre ambas, haya estados
intermedios.
Así que deja que te recuerde este poco
que padeciste. El desaliento cuando empezaste a pensar que no había
nada, pero nada, que pudieras hacer para estar mejor, porque ni la
química farmacéutica, ni la alimentación, ni la relajación
consciente, ni los dichosos omega-3 ni la milagrosa levadura de
cerveza podían evitar que en los dedos de tu mano derecha siguieran
brotando un millón de vesículas parecidas a huevas de pescado.
Recuerda que, por muchos ejercicios de mentalización que llevaras a
cabo, no podías dejar de mirarte las manos, ponerlas al trasluz, y
hasta llegar a maravillarte por la existencia de esa fuerza ajena a
tu voluntad que se había apoderado de tus células. Te acariciabas
las ampollas y las asperezas, dejabas de hacer las camas para volver
a mirarte, y cuando te peleabas con la escritura, entonces ya no
podías controlarte, y te rascabas, escamas de tu piel caían como
nieve sobre el teclado del ordenador, te rascabas como si quisieras
castigarme por algún pecado.
Recuerda cuando flaqueaste del todo, y te
encerraste a oscuras en el cuarto de baño para llorar sin que te
viera nadie. Recuerda el ardor lacerante al anotar un teléfono.
Recuerda el guante azul que tuviste que ponerte para cocinar, y lo
difícil que fue agarrar el cuchillo para picar cebollas y ajos.
Recuerda que estabas tan apática que ni la imagen de una misteriosa
mujer que se pasea por las calles con un eterno guante azul en la
mano derecha, fue capaz de arrastrarte a imaginar un relato. Recuerda
que llamaste a tu madre la mañana de un viernes, y el lloriqueo se
te escapó, y entonces ella juró que para el domingo siguiente
estarías curada, y tú estuviste a punto de creerla y de aprender a
rezar.
Recuerda también que te echaste en la
cama mientras se secaba el suelo que Jose acababa de fregar, mientras
pensabas en lo poco comunicable que es el dolor y, en general, todo
tipo de experiencia humana. La empatía es limitada, te decías, y a
pesar de la compasión, nadie iba a ayudarte a que sujetar el mundo
no doliera, o al padre de Jose a que respirar dejara de ser una tarea
de titanes. Recuerda que entonces él (el hijo, no el padre) se
acercó, vestido sólo con los calzoncillos más feos del mundo,
porque hacía mucho calor, se puso a tu lado en la cama, y te
acarició todo el cuerpo, como si fueras un bebé, y quisiera
relajarte para meterte después en la cuna. Recuerda cómo fue
invocando cada uno de tus músculos y tus articulaciones, la cara
interna del tobillo, la silueta de la axila, la punta de la ceja
izquierda, las menudencias óseas de la espalda, cómo hizo sonar
cada una de esas partes para acallar a las que ardían. Cómo
imaginaste que te envolvía en un capullo de seda, una especie de
manto de la invulnerabilidad parecido al de Aquiles. Recuerda que
sonreíste con un poquito de suficiencia cuando alcanzó a acariciar
suavemente tu talón.
Recuerda que, pese a todo, fuiste capaz
de preparar una buena comida, bastante más elaborada de lo que tus
manos y las restricciones de tu dieta te permitían. Moldeaste una
difícil pasta a base de harina de arroz, jugaste con ella como si
fuera plastilina, y conseguiste forrar unas tartaletas, la verdura
(ecológica) quedó bien sofrita, y las colas de las sardinillas de
lata se pusieron crujientes como encajes, tras su paso por el horno.
Recuerda que abristeis una botella de un vino blanco muy rico que
hacen aquí en Granada, y brindasteis, y la sensación triunfal de
transgresión que te embargó al merendarte un helado gigante y
perverso de azúcares y grasas hidrogenadas.
Exquisita receta apta hasta para paleogentes y ovopescovegetarianos |
No te olvides nunca, Silvia, de que una
vez viviste de esta manera inflamada y endeble, y que, gracias al
dolor de tu mano, juraste que nunca volverías a obviar el milagro de
tener un cuerpo sano. Recuerda lo fuerte que te sentiste cuando al
fin recuperaste tu capacidad de aguantar.
gracias Silvia
ResponderEliminarMaría
Hija de mi sangre,cómo me duelen tus dolores!.
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