sábado, 3 de noviembre de 2012

El post que me cerrará las puertas de Canal Sur


Yo me río de uno que conozco diciéndole que padece de gerontofilia. Geronto, ¿qué? Gerontofilia. ¿Es una enfermedad? Bueno, si te mantienes por debajo del umbral “no te quedes solo ni un minuto cuando te metan en el talego”, no tiene por qué ser preocupante. ¿Es una perversión sexual? Según la Wikipedia, sí, en efecto. Pero mis tiros no van por ahí. A esa persona que conozco los ancianitos le molan, le molan muchísimo más de lo que a ciertos adultos nos pueda parecer sano, pero, que yo sepa, todavía no se excita con la visión de una dentadura postiza puesta en remojo, ni merodea por las casetas de feria municipales en busca de una abuela pechugona que le dé lo que no saben darle las mozas de su edad, no sé, mimo sin contraprestraciones, papas fritas con huevo y croquetas en cada desayuno/comida/cena, calcetines zurcidos y una pensión de viudedad en el horizonte cercano.

Entonces, el verbo “padecer”, ¿a qué viene? Él es feliz chismorreando con sus amiguetes octogenarios sobre toros y malcasadas. Los viejos a los que colma de atenciones son felices como perdices. Así que ¿a quién le pueden molestar sus querencias sociales? Pues a mí, obviamente. Porque la loa genérica a la arruga me incomoda. Lo confieso. Y porque a veces mi blando corazón se precipita de boca hacia la malbichez. Lo asumo. Pero es que yo respeto más al individuo que al grupo en el que éste se engloba, querido lector de mente abierta. En realidad, es una máxima de lo más inofensiva: observa, analiza tu experiencia, y no simplifiques. No todos los portugueses tienen una boca que podría ser desgastada en cuatro o cinco noches. Yo he visto callos. No todos los miembros de la etnia Z que viven en la bella localidad de Pinos Puente cuentan, entre sus actividades de ocio favoritas, la de meter fuego en el monte, o la de apedrear camiones de extinción de incendios. Algunos prefieren, simplemente, robar mangueras. Y no todos las seres humanos merecen que se les condonen sus vicios y sus torpezas por el solo hecho de superar la edad de la jubilación.

Es un dulce consuelo pensar que los achaques de la vejez van a verse compensados con una sabiduría más fina. Que uno, conforme empiecen a flaquearle las piernas o a disparársele la tensión, sabrá afrontar la decadencia con unas herramientas mentales que, con la edad, se habrán hecho cada vez más diestras y sutiles. Que los años ahorrados podrán ser canjeados, al fin, por una buena suma de conocimientos contantes y sonantes. Que el corazón, aunque lento y atascado por placas de colesterol, será ya a esas alturas lo bastante tolerante como para mirar a los otros de manera compasiva. Habremos vivido tanto que todo nos resultará familiar, y a todo sabremos aplicarle una suave sonrisa balsámica. Pero, con la mano en el pecho, ¿eso pasa? ¿Siempre? ¿Sin matices? Los viejos son dignos de toda solidaridad, por supuesto, como sufridores que son de las trampas de sus cuerpos. Pero ¿se merecen, todos ellos, ser elevados a la categoría de ejemplo, por el hecho de haber vivido más años? En efecto, son un avance de las renuncias que nos esperan. ¿Es preciso compensarlos por ello con nuestra condescendencia?

La persona a la que conozco me repite una y otra vez lo mucho que aprende de sus charlas con los viejos. Qué, pregunto yo. Mucho, responde. Qué. Mucho. Qué. Mucho. Así podemos hacernos un cuarto de hora mayores. Me cuentan sus historias, dice por fin. Cuáles. Yo qué sé, sus historias. Cuáles. Sus historias. Etc. Y yo, que soy muy aplicada, porque luego no quiero generalizar, empiezo a hacer recuento de las historias que les he escuchado a algunos de esos mismos viejos. Historias de cuando no había nada más que escasez y sabañones. Historias de largas caminatas a pie hasta la era o el huerto. De reglazos en la mano, las raras ocasiones en las que podían ir a la escuela. Historias de niños enterrados en los patios de los conventos. De señoritos sin alma que bebían agua cristalina del pozo, mientras ellos tenían que conformarse con la mugre de la acequia. Historias de ellos y nosotros, todavía. De socialistas y fachas, todavía. Del cura malo y la beata peor. Escucho esas historias de viejos de pueblo, y me compadezco de sus traumas. Y, a la vez, sin que yo haga mucho por evitarlo, siento una punta de rechazo. Porque el regodeo es una cosa de la que suelo cansarme más bien pronto.

Y hay más. El miedo por sistema. A volver a casa solo, cuando la noche se echa encima. A los coches que doblan la esquina. A la acera húmeda. A las corrientes de aire. A los moros. A que hay mucho malo. A los forasteros. A los medicamentos genéricos. A Zapatero. A Rajoy. A que “Arrayán” se acabe. Hay más. Las manías de toda una vida, redobladas. La obsesión por el parte meteorológico. La aversión al más mínimo cambio. El punto de vista fosilizado. El fatalismo profesional. Y yo, ojo, lo comprendo todo. Me figuro el veneno psicológico que tiene que acarrear el hacerse uno consciente de que, a cada día que pasa, se es menos capaz de hacer lo que siempre se ha podido, o que la película está a punto de acabar. Mal. Y supongo que habrá causas puramente fisiológicas que justifiquen los empecinamientos y la irritabilidad y la resistencia a escuchar versiones ajenas de la vida. Neuronas artríticas, desconexiones de la capacidad de aprendizaje, todo ese tipo de descalabro orgánico.

Pero si el aprendizaje del desaliento es el único que pueden ofrecer esos viejos a los que mi conocido adora, entonces yo, la lección del tiempo, prefiero ir estudiándomela de manera autodidacta.

(Os dejo esta cancioncilla que os recomienda a ayudar a los abuelitos. Igual que yo)

 


2 comentarios:

  1. Hay tantas cosas que damos por sentadas...y a poco que uno rasca, se encuentra este post. De acuerdo con él y con lo que estomagan las verdades absolutas.
    Laura

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  2. Chica que bien se te dá poner el dedo en la llaga.
    En contra del título de la etiqueta,el ensayo,a mi entender,no puede ser más sabio
    Ademas de tronchante.

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