sábado, 16 de abril de 2016

Una de esas cosas que sé hacer sin creérmelo


Ayer. La camisa arrugada y húmeda: diez centímetros de espalda en contacto directo con la mochila. El romero está aparatosamente en flor. Después de una hora en el campo, el zumbido de las abejas se asocia con las partes más blandas de tu mente y se convierte en una seria amenaza psíquica. Uno de esos días en los que para andar hace falta estar doctorado. Bloques de piedra tirando a feroces, amontonados en la zona de rechazo de una cantera. Se trata de adelantar un pie en el vacío e ir confiando. En que tobillo y rodilla van a seguir haciendo equipo. En que el cerebro sabrá calcular las distancias de modo que, sin parar de moverte, sepa exactamente que ahí está lo sólido y ahí, la grieta, la caída, el hueso astillado. En que no habrá espíritus malignos en las piedras que a última hora las muevan. En una ilusión de estabilidad.

Ahí, a una distancia astronómica del mar en términos sentimentales, un malagueño me dice que se nota que estoy acostumbrada a andar espigones. No le respondo porque todavía no me sale hablar. Las últimas piedras las he saltado pensando. Mal, muy mal. Porque pensar es lo contrario de confiar. En términos evolutivos, la conciencia es como una brújula cuyo norte fuera el peligro. Por ahí está el daño, por ahí tienes que escapar. Y cuando estás en medio de una escombrera en pendiente, con metros y metros por detrás donde no crece la hierba, no hay escapatoria posible. Sigues adelantando un pie tras otro, pero sin inocencia ya. No eres una cabra montés, sino un humano haciendo cosas estúpidas. Pensar cuando no era necesario en absoluto. Recordar toda una trayectoria de incompetencia física.

Sorteo el último bloque y llego por fin a tierra blanda. Espigones, claro. ¿Cuántos años han pasado? Del rompeolas adonde el grupo de amigas nos refugiábamos sólo quedan tres piedras tristes que asoman en la arena como huesos. Recuerdo mañanas sin clase ni protección solar, noches después del helado. Llegabámos hasta la punta de la escollera y nos sentábamos con los pies colgando. Mirábamos el mar hasta ponernos bizcas. De día las esquirlas plateadas, de noche el caleidoscopio de la orilla. Apenas hablábamos. ¿Para qué? Hubiéramos dicho que qué aburrido, qué inútil estar ahí sentadas. El lugar se nos hacía estrecho. La adolescencia era tener demasiado tiempo y no saber en qué emplearlo.


Superviviente


Ahora entiendo que no era inútil. Había que llegar hasta la última piedra. Aprender a esquivar los huecos sin apenas mirarlos. Guardar la brújula del miedo en el bolsillo. Luego nos sentábamos y la agilidad se estropeaba. Pero algo debió de quedar. Una destreza que tengo y que sólo se ve desde afuera.

Me pregunto cuántas de esas habrá.

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