Me he acordado de La Línea,
y no por el narcotráfico. Me vienen de pronto imágenes de cuando
viví allí de niña. El Peñón en cada toma, como el dios de una
religión despótica. Alquitrán en los pies. Encaramarme a un cañón
de adorno que disparó, seguro, bombas reales. Monos. Latas de carne con bí. Pinares. Y ahora descubro que, a pesar de tener la
edad correcta, entonces nunca me fijé en que, en aquel lugar
positivamente feo y raro, había animales fabulosos colgados en el
aire.
Resulta que, cuando estoy
agotada de mi vida como ser humano – de elucubrar, anticipar,
desear, planear, adivinar intenciones ajenas, alarmarme,
impacientarme, deplorar, hablar por no estar callada, – busco
estampas naturales a las que encomendarme. A veces, pocas, es un
bosque; a veces es un árbol del parque. Cuando no estoy tan alejada
del núcleo de las cosas basta con oler las naranjas del huerto.
Cuando necesito terapia intensiva y de choque, busco fotos para que
la ola desmesurada de la vida en este planeta me ice y me arrastre.
Es de Michael O´Neill, vía National Geographic, y seguro que no les sentará mal porque está compartida con toda la admiración y el asombro del mundo. |
Hace un par de días
encontré esta. Y me arrojó sin más preámbulo al territorio de la
fábula. Pez con alas. Criatura híbrida. Pertenecer al agua y un
poco también, como quien va seriamente de aventura o de fiesta, al
aire. ¿Quedarán entonces espacios inexplorados en en los que
terminaremos descubriendo la presencia de sirenas y unicornios?
Quizás en las incomprensibles fosas marinas, o en selvas
microscópicas. ¿Hay algo que la evolución no haya soñado y
ensayado antes que el hombre? De pronto me parece consolador pensar
la imaginación como una especie de memoria. Un pescar en la piscina
inmensa de la herencia genética. Todo lo que ha sido o podría ser
en la naturaleza está quizás herméticamente codificado en el
desván de mis células. No somos tan especiales. No estamos tan
solos, como individuos y como especie.
Y tras bucear un instante en
la memoria del ADN, me salpicó mi propia memoria. Yo conocía de
sobra a este pez rematadamente exótico, a esta quimera. Vi otros
como él colgando como sábanas en algunas fachadas de La Línea.
Volaores*: he olido su olor a mar espeso y rancio. Los he
tenido en la boca, me han pinchado la lengua, me la han arrugado.
Collares de peces secándose en el matraz del poniente: esa, y no las
que inventarié al principio, es la imagen icónica de mis seis o
siete años. Acordarme de mis volaores justo después de
entender la naturaleza como un pozo de fábulas me informa de que,
sin darnos cuenta, vivimos nuestras vidas en la frontera de lo real y
lo mítico.
Así es también La Línea.
No solo esa frontera sui géneris con una colonia que se disfraza de
chascarrillo para hacer negocios a lo loco. La Línea, el Campo de
Gibraltar entero, es un puro borde entre lo novelesco y lo cotidiano.
Entre el orden impostado de las aduanas y el código penal graciosa o
ferozmente desdeñado. Entre lo muy, muy simple en los ojos de las
vacas, y lo intrincado de refinería y centrales térmicas. Entre un
presente de submarinos nucleares, paro y brexit y hábitos
que, como el de poner a secar volaores, datan de fenicios y romanos.
Entre la Roca omnipresente y la vida humana azarosa, las carreras y
lo inmutable. Entre los peces y el contrabando.
Y así es también la vida
de cada uno cuando, en vez de vivir de espaldas, la afrontas. Cuando
recuerdas fragmentos de tu infancia que el tiempo bruñe, suaviza y
cambia de tono pero no maltrata. Cuando percibes que formas parte de
una red evolutiva que te ata a seres extraordinarios.
* Si os apetece oler a sal y cosa vieja, mirad las imágenes de este fotógrafo. Gracias, Marcos Moreno, por ponerle cuerpo a mis recuerdos.
¡La Línea! Cuantos recuerdos. Algunos dolorosísimos y aún así, en mi mente, sigue siendo un lugar entrañable.
ResponderEliminarCuando me canso de mi vida de humano sólo pienso en irme, en ya no estar aquí.
ResponderEliminarLuego se hace de día y he de volver al trabajo...
Suerte,
J.