Nueve de la mañana. El termómetro se
encuentra todavía a gusto en la zona bajo cero. No puedo decir lo
mismo. Por debajo de la piel siento cada uno de los huesecillos de
mis manos a punto de convertirse en cristal. Cada cosa que toco
amenaza con romperlos. El asa metálica del cubo. El maletín donde
acarreamos el aparato de toma de muestras. Las sondas. Un boli Bic
inofensivo a priori. Folios que primero se arrugan y al
instante se endurecen, como si hubieran recibido un baño de apresto.
Son las cosas, no el aire gélido, las que roban el calor de los
vivos a mis dedos. En este momento me parece estar viviendo un
encantamiento parecido, aunque inverso, al del Rey Midas.
Pero ¿sabes una cosa? Merece la pena
despertar pasadas las seis y salir de la cuna para ver esto. En
apenas veinte kilómetros hemos alcanzado el país del invierno. Allá
en la ciudad los árboles de los paseos y las plazas se aferran
todavía a sus hojas. Sin melancolía. Cada vez que veo sus copas
amarillas me parecen un estandarte de todo lo tibio y dulce que hay
en el mundo. Aquí, en cambio, están desahuciados. Alguna hoja
queda, como algún diente en una boca de noventa años, o algún
mechón en la cabeza calva de tu abuelo. Los árboles de vaho que
salen por mi boca son mucho más frondosos.
Frío en las retinas |
Así que aquí estamos, en este país
blanco y crujiente. Deberíamos habernos fiado de los patos. Hace
media hora circulábamos aún por la autovía. Ellos hacían lo
propio en sus carreteras del aire, sin despegarse apenas de nuestra
rueda. Unos cuantos escuadrones en uve de patazos a punto de acabar
su largo viaje desde ¿Suecia, Ucrania? Imposible no emocionarse al
contemplar un montón de elegantes animales viajando sin un ruido
desde tan largas distancias. Hay en ello algo íntimo a lo que seres
bulliciosos como los humanos no podemos tener acceso. Un silencio
cargado de significado que recuerda a las conversaciones que los
sordomudos mantienen entre ellos. Los demás, con nuestras palabras
torpes y nuestras voces, parece que siempre estamos desperdiciando
parte del mensaje.
En estas lagunas también hay patos,
jugando unos a las peleítas, desperezándose otros, o nadando
absortos en su propia gracia, como bailarinas. Y hay también
garcillas colgadas del cable de un tendido doméstico, en busca de
los primeros rayos de sol. Sé que si metiera la cabeza entre las
piernas y las mirara, se verían como ropa blanquísima puesta a
secar. Pero lo que le da al paisaje su carácter extremo es la
vegetación. Toda la hierba, todas las hojas caídas,
todos los carrizos con sus plumeros, están cuajados de estrellas de
hielo. Todo se ve duro y a la vez delicado. La escarcha durará una
hora más, como mucho, y nosotros somos espectadores de excepción.
La joyería abierta de par en par, sólo para nuestros ojos y nuestro
adorno.
Las acequias que drenan esta llanura
despiden el mismo vaho que mi boca. El sol calienta tímidamente la
espalda abrigada con tres capas que hace un momento parecían poca
ropa. Ya mismo va a acabarse esta hermosura que ocurre en silencio.
Y, sí, merece la pena arrancarse de la comodidad sobrecaldeada de
nuestras casas, trabajar cuando hasta los patos han llegado a su
destino de vacaciones, sólo para ser testigos de este lapsus
inofensivo de invierno. Pisar un suelo duro cuya frialdad se ríe de
la suela de mis botas altamente técnicas. Desplegar bien la espalda
para demostrarle al frío que no tengo miedo. Y saber que, a pesar de
las manos todavía agarrotadas, podré seguir confiando en la
tenacidad con que mi cuerpo se mantiene caliente. Es algo que en
verano se nos olvida: bajo la piel, siguen
ocurriendo prodigios.
Hija mía, lo cuentas tan bonito, que se me olvida como me duelen tus manos heladas y el resto de tu cuerpo, como estabas cuando llegaste anoche.
ResponderEliminarTe quiero