Hay libros que te llegan dentro no por su
capacidad para modelarte o recubrir con brillo dorado tu
inteligencia, sino porque te despojan. Van decapando tu personalidad
y tu historia, eliminando una a una las manos de pintura que has
acumulado con el tiempo, hasta que debajo descubres una madera
humilde, pero adornada con una veta naturalmente hermosa.
Eso me está pasando a mí ahora con
Todas las criaturas grandes y pequeñas, de James Herriot. No
es el libro más deslumbrante que he leído nunca. No va a cambiarme
radicalmente ni me va a poner en dirección hacia tierras exóticas.
Es una memoria candorosa de veterinarios y granjeros, animales que
mueren y partos imposibles que se terminan resolviendo de manera
jubilosa. Un libro cachorro, de rasgos redondeados y pelaje suavito,
que se lee como si en el mundo no hubiera soja transgénica, angustia
en el alma, humos asesinos o Corea del Norte. Con una sonrisa que
tiene que ver con su propio carácter bucólico y su humor blanco,
pero también con el recuerdo de algo que cualquiera ha sido alguna vez: un
personaje muy novato y muy tierno.
Yo voy leyendo las andanzas de este
veterinario en el Yorkshire rural de los años treinta, y ante mis
ojos va apareciendo, además de un paisaje cuajado de boñigas y
brezos, la pequeña persona que fui hace diez años. Acababa de
inaugurar mi vida laboral, e igual que el protagonista, me codeaba
con vacas, y recorría en una lata motorizada campiñas donde se
celebraban orgías entre flores de todos los colores. Había una
galería parecida de personajes secundarios un poco bizarros. Gente
que vivía de lo más cómoda el cliché de lo rústico; que
trabajaba los domingos y los días de Año Nuevo; que tenía manos
grandes y oscuras como botas de vino; que apenas si eran capaces de
cambiar de opinión y que no te dejaban marchar hasta que no
aceptabas una bolsa de naranjas o un vaso muy rayado lleno hasta el
borde de un asesino café de puchero.
Vacas, flores, vacas |
Había dos hermanos solterones que se
quitaban la gorra cuando hablaba con ellos, y que me miraban como si
fuera la mismísima reina de las valquirias recién desmontada de un
caballo de fuego. Me llamaban zeñorita, y la frase que uno
empezaba, invariablemente la terminaba el otro. Había un viejo que
vivía solo en un cortijo al pie de la carretera, a medio paso de un
pueblo con parabólicas y supermercado, pero que tenía unos ojos tan
tristes, y unas paredes tan sucias de hollín, que era como si para
llegar hasta él hubiera que atravesar diez puertos de montaña y
kilómetros de páramo. Había uno que se reía como una hiena a tu
primer buenos días, y que ya podría haber hablado como un Einstein
o un Buda, que uno sólo podía fijarse en sus uñas amarillas y
retorcidas como un tirabuzón. Había un Papa Noel con bigote que dos
veces, dos, tuvo que remolcar mi coche con su tractor para sacarlo de
una misma cuneta, y que cuando yo ya me había mudado a Granada,
encontró un papelito con mi número en su cartera, y me llamó para
ver cómo estaba.
Hoy esas historias me parecen
inverosímiles, porque ya no puedo pararme en los mismos cuatro o
cinco cortijos, y porque defiendo con tanto celo mi tiempo libre, que
ya no le doy mi teléfono a nadie. Pero entonces era todo tan
flamante, que no había distinción posible entre ocio y trabajo.
Todo era aprender, recibir, soltar lo que hasta entonces había sido
y recoger trozos a cambio para construir una nueva persona. Yo era
más boba y vivía aún con modorra, pero mi historia admitía tanta
ingenuidad como las del libro que leo ahora.
Todos somos, tantas veces, como " pequeñas criaturas". Pero algunos, algunas veces, tan grandes.
ResponderEliminarTú siempre serás una pequeña criatura, porque tienes una forma adorable de ver el mundo, de hacer increíble lo más sencillo.
ResponderEliminarUn beso.
Y después de este comentario, es cuando yo voy a hablar con tu padre y le pido tu mano.
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