Mis balcones dan a una cuesta que es una
barricada para coches y un cuello de botella para el peatón. Una
especie de molleja que tritura tipos humanos y los sirve de alimento
a mi mirada. Veo un documental cada vez que me asomo: rituales de
apareamiento, la tormenta química de la pubertad, la socialización
de niños fuera del campo de visión de sus padres, las formas y
edades del caminar. Chicos y maduritos ahumados dándose el lote,
ciclistas kamikazes lanzándose cuesta abajo a todo trapo, madres
primerizas que intentan domar las ruedas bravías del carrito en
sentido contrario. El turista que baja encandilado a primera hora de
la mañana sube a las nueve de la noche con unos cuantos años más.
El trío de jubilados con pantalones de chándal y camisa te desafían
a que adivines su edad. Una mujer que juró hace décadas no volver a
usar tacón alto se pasea con los brazos enlazados a la espalda.
Gente con monos de trabajo y gente endomingada.
Veo trastornados de varios tipos: el que
brama andanadas contra Franco y Carrillo. El que baja un escalón de
izquierda a derecha y el siguiente de derecha a izquierda. El que
anda a saltitos como un gorrión. El que se para contra la tapia del
parque, arranca una mala hierba que brota entre las mellas del
empedrado y se marcha con la frente bien alta. Si no fuera tímida le
pediría que por favor no lo hiciera más.
Las malas hierbas me chiflan. Son la
resistencia francesa en ciudades y campos. Una isla de inutilidad en
un mundo ordenado. Eso es lo que parece a simple vista. A lo mejor
son el barrio de un tipo muy concreto de bicho. Para mí son un
rastro. Las miro desde mi balcón, sólo un poco más agrestes que
estos cactus míos con complejo de liana. Matas todavía verdes que
en un par de meses serán puro fotograma del verano. Están ahí
porque queda un vestigio de tierra olvidada por el urbanismo.
Una tierra que es un libro de historia.
Quisiera coger un poco de ella en una cucharilla y ser capaz de
analizarla. Por aquí arena de aluvión del río. Minerales de
esquisto arrastrados desde las faldas de Sierra Nevada por la Acequia
Gorda. Polen de ciprés. Un fragmento de grano de trigo. Una esquirla
de hueso. Un trocito mínimo de perdigón.
Veo esa tierra en mi microscopio
imaginario y trato de calcular los espesores que hay aquí debajo. Lo
que sin saberlo vamos pisando a diario. Documentales subterráneos.
Escribo sobre mi cama que está sobre otro piso, y sobre un par de
niveles de garaje, y sobre unas tierras que fueron vecinas de un
cuartel, de un molino harinero, de unos campos. Y trato de visualizar
esos otros paisajes y cuadros. Cuesta más tirar tabiques en la mente
que en el mundo. Deshacer el hechizo del ahora mismo.
Siempre me pregunto si la vida que pasa
por la cuesta se incorporará de alguna forma a la tierra. Si la
hierba crecerá sobre nosotros. A nuestro pesar o gracias a nuestro
abono.
Deberíamos pagar peaje por pasar por aquí.
ResponderEliminarMe admira tu capacidad de observación y cómo lo describes después.
Gracias.Un beso.